Este miércoles se cumplen 30 años del secuestro de Anabel Segura, la joven de 19 años que hacía footing en la exclusiva urbanización madrileña de La Moraleja cuando fue raptada por unos delincuentes "chapuzas" a los que la palabra "bolo" atrapó gracias a una nueva tecnología policial de análisis de voz, puntera hace tres décadas.
Dos años y cinco meses. Eso es lo que los ciudadanos creyeron que duraba el secuestro de la chica, el más largo de la historia, más que el de la farmacéutica de Olot. Pero no. Anabel Segura apenas estuvo secuestrada cuatro horas porque sus captores, delincuentes sin experiencia, no supieron qué hacer con ella, no planificaron bien su acción y acabaron inmediatamente con su vida.
Pero todo esto se supo 29 meses después de ese 12 de abril de 1993 en un país que se movilizó como nunca antes había hecho. Así, se constituyeron plataformas ciudadanas para pedir la liberación de Anabel, en un movimiento que se identificó con un lazo amarillo que miles de personas portaron en sus solapas.
"Se han llevado a mi hija"
"Se han llevado a mi hija. Han secuestrado a mi hija". Esta es la frase que el abogado Rafael Escudero escuchó ese día cuando poco después de las siete de la mañana descolgó el teléfono y atendió la llamada del padre de Anabel. Lo recuerda, justo ahora diez años, quien ejerció como portavoz de la familia durante el "calvario" que esta vivió.
Fue en la urbanización Intergolf de La Moraleja donde Anabel fue secuestrada por unos "aficionados" que no habían planificado nada.
Los secuestradores introdujeron a la joven en una furgoneta de color blanco con la que huyeron mientras en la calzada quedaban dos prendas deportivas y el "walkman" que llevaba Anabel para escuchar música mientras corría.
Un jardinero del colegio Escandinavo próximo a lugar escuchó gritos de la joven y por unos instantes vio el vehículo y a los dos hombres: Emilio Muñoz y Cándido Ortiz, como se supo después, ayudados por la mujer del primero, Felisa García. El jardinero fue el único testigo.
¿Móvil sexual o económico?
Cuando los captores fueron detenidos confesaron que secuestraron a Anabel por un móvil exclusivamente sexual. Nadie les creyó, tampoco los investigadores.
Porque o bien antes del secuestro o ya después, los delincuentes supieron que el padre de Anabel era consejero delegado de la firma Lurgi S.A., dedicada a procesos de ingeniería industrial.
Y si el móvil hubiera sido sexual, ¿por qué iban a elegir La Moraleja y no otro barrio?, se preguntaron los encargados de investigar el caso.
Lo cierto es que durante más de dos meses los secuestradores pidieron rescate en cantidades que fueron incrementando hasta llegar a exigir a la familia 150 millones de pesetas.
Una familia, precisamente, que no escatimó recursos y llegó a ofrecer 15 millones de pesetas, que llegó cuadruplicar, a quien facilitara una pista válida. También llegó a contratar a empresas especializadas en resolver secuestros.
Al menos dos veces, los representantes de la familia acudieron al punto convenido con los secuestradores para pagar el rescate. Los extorsionadores nunca acudieron.
Mataron a Anabel horas después del secuestro
¿Dónde estaba Anabel?. Aficionados como eran, los secuestradores no tenían ni plan ni infraestructura para mantener viva a la rehén. Así que, en un secuestro que puede denominarse extorsivo -una "especialidad" poco "utilizada" en el Estado-, a los captores se les fue la mano y mataron a Anabel, cuyo cadáver acabó en una fábrica de ladrillos abandonada en Numancia de la Sagra (Toledo).
Tres meses después de la desaparición de la joven, los secuestradores enviaron a la familia una cinta magnetofónica en la que podía oírse la voz de la víctima, que decía encontrarse bien mientras clamaba para que la sacaran de allí. Pero después se comprobó que no era ella, sino Felisa.
Hasta ese 24 de julio de 1993 los secuestradores mantuvieron hasta una veintena de contactos telefónicos con la familia, pero el de ese día fue el último.
La palabra que cercó a los secuestradores
Los audios de las llamadas llegaron a manos de los cuatro especialistas que integraban desde 1987 el área de Acústica forense de la Policía Nacional, inmersa en la aplicación de novedosas técnicas científicas que aún despertaban recelos entre los jueces.
Pero los estudios de la voz dieron sus frutos en el caso de Anabel, porque los investigadores lograron elaborar el "pasaporte vocal" de Emilio Muñoz, uno de los secuestradores, y les puso sobre la mesa un perfil bastante exacto de la persona que exigía en esas cintas el rescate.
Porque un "pasaporte vocal" puede desvelar el área geográfica de residencia, la edad aproximada, el nivel educativo, si esa persona tiene hábitos como fumar o definir rasgos como una mandíbula prominente o el cuello corto.
De esta manera, la Policía determinó, por ejemplo, que Emilio Muñoz residía en la provincia de Toledo, ajustó bastante su edad e, incluso, concluyó que podría ser bebedor.
Aunque solo fue un elemento más en esa compleja investigación, lo cierto es que la palabra "bolo", un término muy toledano, utilizada por los niños que se oían de fondo en una de las grabaciones, también contribuyó a determinar la zona donde podrían encontrarse los secuestradores y la joven desaparecida.
Detenidos dos años después
El 28 de septiembre de 1995 la Policía detuvo en la localidad toledana de Escalona a Felisa García; en Pantoja a su marido y en Madrid a Cándido Ortiz.
Ante los agentes, los tres se derrumbaron y confesaron su crimen, así como el lugar donde habían escondido el cadáver, recuperado al día siguiente en la fábrica de ladrillos abandonada en Numancia de la Sagra.
Fueron condenados por la Audiencia Provincial de Toledo y después por el Tribunal Supremo, que les elevó las penas a 43 años y seis meses de cárcel a los dos hombres y a dos años y cuatro meses a la mujer, que había sido condenada a seis meses por la Audiencia de Toledo.
El fin de la doctrina Parot dejó en liberta a Emilio Muñoz en 2013, cuando ya había pasado 18 años entre rejas. Cándido Ortiz murió en la cárcel en 2009.