A la hora del crepúsculo, las últimas luces del día acariciaban las sinuosas placas de titanio que conforman el Guggenheim. En su interior, en el atrio, los Amigos del Museo comenzaban a copar todo el espacio. Quinientas almas esperaban, expectantes, al inicio de la performance que la artista argentina Cecilia Bengolea había preparado para ellos. Únicamente para ellos.
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“Nos han comentado muy por encima en qué va a consistir, pero lo voy a descubrir ahora”, dijo Idoia Pascual. Lleva, justamente, veinticinco años siendo amiga del museo. Por lo tanto, ha estado ahí desde que se pusieron los cimientos del espacio museístico. “Recuerdo esos primeros tiempos con mucho cariño y emoción. Estos días no puedo evitar recordar esas primeras visitas a las obras”, relató.
A pocos metros de distancia, Pepa Gordo charlaba de manera distendida con su grupo de amigas. Observaban, fascinadas, las imágenes del pasado y el presente del gigante de titanio que se estaban proyectando en una de las tres pantallas instaladas. Cada una, además, estaba convenientemente situada detrás de una plataforma, que hicieron las veces de escenario. Mientras, sonidos electrónicos y caribeños amenizaban la espera, cubriendo con su tempo todo el atrio. “Estamos muy agradecidas por este evento, que ha sido organizado pensando en nosotros de manera especial”, aseguró.
Los decibelios comenzaron a descender. Entonces, Juan Ignacio Vidarte – director del Museo – ascendió a una de las tres plataformas instaladas en el interior de éste. “Muchas gracias a todos por acompañarnos en esta acción artística que hemos organizado para celebrar este veinticinco aniversario. También aprovecho para daros las gracias por vuestro apoyo a lo largo de todos estos años”, dijo.
la catarsis del dancehall
Su discurso terminó. Los aplausos inundaron la sala. Entonces, cuando las últimas manos aún no habían terminado de separarse un bailarín apareció en el escenario. Ataviado con una camisa estampada, saltó a la plataforma. Comenzó a mover a su cuerpo de manera frenética mientras la música Dancehall – un género electrónico autóctono de su Jamaica natal – sonaba. Sus extremidades ejecutaban movimientos rápidos y precisos. En la pantalla situada tras él, varios avatares de color chillón imitaban su danza. Eso sí, no pudieron proyectar el goce que el jamaicano llevaba tatuado en su rostro. El disfrute, la catarsis de la danza, se apoderó de todo su ser. Finalizó la coreografía y el público estalló en vítores.
Acto seguido, en otro de los podios dos bailarinas, vestidas con coloridos monos, danzaban en perfecta sincronización una canción de tempo más pausado. Terminaron y el tercer, y último, danzante tomó el tercer escenario. “¿Lo estáis pasando bien?”, preguntó al público, que exclamó un sonoro “sí” al unísono. “Ahora vais a ser vosotros los que bailéis, os vamos a enseñar cómo”.
una masiva lección de danza
Esta fue la columna vertebral sobre la que se sostuvo toda la acción performativa propuesta por Bengolea, la participación del público. Con ellos en el centro, los diferentes profesionales de la danza comenzaron a mostrarles cómo moverse. Lección a lección, los amigos y amigas del museo armaron una coreografía. Algunos de los pasos que la conformaron llevaban nombres como “Hello” – Hola – o “Congrats” – Agradecimiento.
Una alegórica felicitación de "cumpleaños"
“Estos movimientos están inspirados en acciones cotidianas, que todos realizamos en nuestro día a día”, explicó Cecilia Bengolea quien, hasta el momento, optó por mantenerse en un discreto segundo plano y, simplemente, bailar. “Éste, por ejemplo, simboliza el agradecimiento. Y este otro, felicita al museo por su veinticinco aniversario”, añadió. Y es que todo ese entramado de brazos, piernas y caderas que danzaban a una y otra dirección era una felicitación alegórica al titán del arte moderno, símbolo indiscutible de la transformación cultural de la Villa. Así finalizó el acto, con la danza del agradecimiento al arte. l