La exconsellera de Justicia e Interior del Govern de Valencia fue el viernes a declarar ante la jueza que instruye el caso de las responsabilidades por la gestión de la dana que segó 224 vidas. Tragó mucha lágrima Salomé Pradas. Primero, cuando vio lo que opinan de ella las familias damnificadas a la entrada del juzgado; luego, cuando relató su papel en la tragedia. Como todo individuo moralmente sano, me afecta el sufrimiento ajeno, pero admito que a mi despensa de empatía le va faltando sitio. Me estoy volviendo selectivo. Sé que no me hace mejor persona, pero lo encuentro bastante humano.
La exconsellera Pradas nunca pensó que su flamante cartera de consellera se fuera a llenar de esquelas ni que, para ser la responsable política de emergencias –solo por debajo del presidente de la comunidad–, hiciera falta saber algo de emergencias. De la noche a la mañana, el chollazo se tornó en mala decisión porque, como confesó en el interrogatorio, no tenía pajolera idea de lo que había que hacer –esto es interpretación mía; ella solo se escudó en el llanto y en que carecía de experiencia con solo tres meses en el cargo–. Y, sin embargo, a alguien le pareció una fantástica idea poner en sus manos la seguridad de los y las valencianas. Y, a ella, también.
Su parapeto fueron los técnicos. Ellos, que son los que saben, serían los culpables de las decisiones que ella no adoptó. Pero hoy, de no mediar la tragedia, seguirían creyendo, ella y quien la nombró, que era la persona idónea para desempeñar ese cargo político. Porque ella es una política. Política fue su decisión de no actuar; de gestionar el silencio hasta el desastre; de evitar la imagen de precipitación si luego se quedaba en nada; de eludir el desgaste de imagen que eso supondría. Le tuvo más miedo al meme propio que a la muerte ajena y las lágrimas de hoy no hacen ni charco. Menos, después de aquella riada.