siempre me pregunto en qué soñarán los corredores en el día de descanso de una gran vuelta. Estoy seguro de que serán sueños y pensamientos distintos de los que tienen en carrera o después de una etapa. Son días de reflujo, de parar el tiempo y reflexionar: lo que se hizo bien, lo que se hizo mal, la realidad de su estado de forma. Y con todo eso mezclado, sintetizar de nuevo la carrera, corrigiendo, recapitulando o insistiendo. En lo que se parecerán mucho los sueños será en el ideal de victoria. No creo que este componente falte en ningún corredor, tampoco en los modestos, en los trabajadores de equipo, porque todos ellos fueron alguna vez figuras y por eso llegaron a profesionales. En las categorías inferiores del ciclismo conocieron las mieles del triunfo. Todos destacaron hasta llamar la atención de algún ojeador, que viendo sus cualidades lo recomendó o fichó. Luego, a muchos de ellos, en la máxima categoría, en la confrontación con los mejores de cada país, las victorias les están vedadas. Entonces deben realizar otra labor ciclista, de gregarios, al servicio de un líder. Pero incluso ellos recordarán en estos oasis el sabor de la victoria y soñarán con algún golpe de fortuna, alguna escapada sorpresa que vuelva a encumbrarlos, su momento de gloria.
Las dos últimas etapas han sido durísimas. El desgaste acumulado en dos semanas de carrera ha dejado la selección de una decena de ciclistas. El resto perdieron más de diez minutos y ya no cuentan. La incursión en el Valle de Aosta, al pie del Mont Blanc, con los puertos tendidos pero muy largos, resultó muy exigente. Pero la etapa decisiva fue la de Turín, todo un espectáculo. Los organizadores prepararon una trampa, en un circuito con varios pasos por el Colle della Maddalena, corto pero tremendo de pendientes, y por Superga. Se disputó como si se tratase de una prueba de un día, sin contemporizar, al ataque. El equipo alemán Bora dinamitó la prueba con un ritmo intenso, sin desmayo, trabajando para el australiano Hindley, que respondió a un valiente ataque de Carapaz. Junto a ellos, Simon Yates, vencedor, que demostró que si no hubiera tenido la desgracia de la caída, era un candidato para la maglia rosa. Cuando Yates aprieta los pedales, hace mucho daño, ataca con mucho desarrollo, y mantiene la velocidad varios kilómetros. Así venció este año en una etapa de la París-Niza, sin que Roglic pudiera darle caza, y en la Vuelta de 2018. El cuarto hombre más fuerte fue Nibali, el tiburón de Messina, y quien más daño hizo para dejar desmigado el selecto grupo. Fue el causante de que Landa y Pello Bilbao no pudieran seguir en el grupito. Nibali tiraba subiendo la Maddalena y Superga como en sus mejores tiempos, con ese pedaleo poderoso que le caracterizó, sin levantarse del sillín, enrabietado como un tiburón herido, enfadado por el tiempo perdido en las primeras etapas. Pero ojo, quedan muchas subidas y, sobre todo, muchas bajadas, donde es un especialista, sólo está a tres minutos, y ya sabe lo que es ganar un Giro desde atrás, derrotando al holandés Kruijswijk, cuando parecía imposible. Ha anunciado que es su última temporada, y, si huele la sangre, se lanzará sin piedad como el escualo que siempre fue.
La etapa de hoy es una jornada clave. Se sube el Mortirolo y eso siempre resulta clave. El puerto, que los ciclistas suelen catalogar como el más duro del mundo, hace estragos, pero aún hace más la última subida, Aprica. No es muy dura, ni siquiera tiene la categoría de primera como puerto, pero, con las piernas vacías por el Mortirolo, se convierte en decisivo. Camino de Aprica, por el Valico di Santa Cristina, perdió Indurain un Giro, pájara tras el Mortirolo. Allí se dejó también el Giro Abraham Olano y, al contrario, quien tiene fuerzas y puede mover desarrollo, vuela en esa subida. Allí vimos triunfar a un Landa pletórico que dejó a Contador, y también años atrás a un Bugno imperial. Aprica tiene, como suele decir Perico Delgado, campos magnéticos que atrapan a algunos corredores y dejan sueltos a otros. Suele ser un juez del Giro.
Cuando veo el Giro no puedo olvidar mi primer viaje a Italia, las primeras veces de todo se recuerdan con más fuerza y cariño. Y en ese recuerdo aparece el comunista Enrico Berlinguer porque hoy, 24 de mayo, habría cumplido 100 años. Berlinguer era el líder del mayor partido comunista de Occidente, y una personalidad muy querida en su país. Sardo, como su maestro Gramsci, era un hombre parco en palabras, y extenso en ejemplo y acción. Berlinguer acababa de morir hablando sobre una tribuna, y en mis recorridos por Florencia se cruzaban las imágenes de los edificios de Brunelleschi, y las paredes cubiertas de carteles con su foto. No sé si Berlinguer amaba el ciclismo, pero sí el deporte. Le gustaba la vela, que le hacía sentirse libre y próximo a su Cerdeña natal; y el fútbol, repartiendo sus simpatías entre la Juve y el Cagliari; y solía arbitrar, por afición, partidos de chavales. Lo que también me sorprendió en ese viaje fue la pobre calidad de las tiendas italianas de bicicletas, sin comparación con las Comet y Miner de nuestra Donostia.