Polideportivo

A rueda: Velefique, por Miguel Usabiaga

A rueda: Velefique, por Miguel Usabiaga

La etapa de ayer, la primera de gran montaña de la Vuelta, confirmó los pronósticos. Roglic es el más fuerte. Contra él solo caben las estrategias colectivas por parte de dos equipos, el Movistar y el Ineos, moviéndose cada uno de ellos desde lejos, con sus dos alfiles, Enric Mas y supermán López; Adam Yates y Egan Bernal; buscando aislar al esloveno, dejarle sin compañeros de equipo, y que, en solitario, no pueda responder a todos los ataques. Ayer lo consiguieron en parte, pero Roglic, que mantuvo la sangre fría hasta mediado el último puerto, se encargó en persona de cerrar todos los huecos e irse con Enric Mas. Por primera vez en mucho tiempo se vio a Mas, la promesa mallorquina, cumplir con sus expectativas, y no quedarse a medias. Plantó cara a Roglic, e incluso parecía que en algún momento le ponía en dificultades. Mientras Damiano Caruso, agónico en los últimos metros, escapado desde lejos, se hacía con la etapa; por detrás, Roglic y Mas daban un bello espectáculo, relevándose cuando vieron su equilibrio de fuerzas. Salvando las distancias, el ascenso, mano a mano, de los últimos kilómetros, evocaba a algunas disputas célebres de parejas adversarias, Anquetil-Poulidor, Merckx-Ocaña, Lemond-Fignon, Indurain-Rominger.

Silenciando las palabras de los comentaristas televisivos, viendo la ascensión al puerto final de Velefique, uno podía imaginarse que estaba ante el Alpe d'Huez. Es un puerto largo, de porcentaje sostenido por encima del ocho por ciento, sobre terreno árido, sin vegetación, y con los últimos kilómetros en un continuo de rectas y curvas a 180 grados que trepan por la montaña buscando la pendiente óptima, como en el coloso alpino. Ya comenté que a la espalda del Mediterráneo, en la costa o a muy pocos kilómetros de ella, al contrario de lo que se piensa, hay una cordillera con unas subidas de campeonato. Como las de ayer en Almería. Son puertos por descubrir, desconocidos porque no están en las rutas y vías de comunicación, no llevan a ningún sitio sino que ascienden a alguna antena, a alguna fortificación de costa o a instalaciones militares ahora abandonadas y a las que hasta hace poco tiempo se prohibía el acceso. He ido con frecuencia en bicicleta por la zona, por la costa murciana, y para mí estas subidas fueron un descubrimiento. En el conocimiento de la geografía también operan los tópicos, y uno cree que sólo en los Pirineos, en los Alpes, en Asturias, aquí, se encuentran montañas impresionantes. Y no es así. El mito proviene de la cultura, y su carácter inexplorado, inédito, es lo que hace a estos montes estar desprovistos de él. Solo falta que las carreras pasen por allí, que sobre sus rampas veamos batallas como la de ayer, para que se incorporen a la leyenda del ciclismo. No olvidemos que la mayoría de las carreteras que encumbran los grandes puertos del Tour o el Giro se hicieron con motivos nada deportivos, ni por comunicaciones civiles. Algunas que suben a los más célebres puertos de los Pirineos se trazaron para expandir hacia los nuevos balnearios el ocio de la aristocracia francesa, que había comenzando a veranear cerca, en el sur del país. Otras, como en Italia, en los Dolomitas, fueron abiertas con fines militares, para servir al movimiento de tropas en los tiempos del imperio austro-húngaro. O para alcanzar una cumbre donde se había instalado una torre de vigilancia o una batería de cañones.

De estos usos no civiles recuerdo una anécdota de mis viajes a la costa murciana. Cuando fui por primera vez a visitar a mis padres, que pasaban unas vacaciones por allí, me llevaron, como suele ser la costumbre, a varias excursiones para enseñarme lo más bonito del lugar. Una de ellas fue a un municipio precioso, al borde de una ensenada marina de la que toma su nombre, La Azohía. En el cierre de la bahía en la que está, sobre un pico, había un torreón al que subía una carretera empinada que serpenteaba por la ladera hasta llegar a él. Ascendimos, y cuando llegamos, mi padre se quedó helado. Le sobrevino, como activado por un resorte, un lejano recuerdo. Aquel torreón cobijaba la instalación de un gran proyector militar de costa. Y mi padre recordó que durante la guerra, tras haber obtenido el número 1 en la promoción de oficiales de artillería de la República, en un curso en Cartagena, le fue ofrecido seguir la guerra al mando de ese proyector. Un destino cómodo, le dijeron los mandos. Solo se trababa de otear los barcos franquistas para informar al Estado Mayor. Hasta pisar el lugar, y verlo de cerca, no recordó el viaje que hizo, 40 años atrás, acompañado por un coronel, para enseñárselo y ofrecerle aquel puesto. Sin embargo, me contó, desechó el privilegio. Si era el número 1, eso debía significar servir mejor a la lucha, a la causa de la Republica. Y pasó el resto de guerra a bordo de un camión, al mando de una batería de cañones antiaéreos, moviéndose de un sitio a otro.

Esos torreones, fortalezas, baterías, antenas, vestigios de otra época, son los que ahora se están convirtiendo en puertos míticos del ciclismo, como Velefique. Cambian los usos y la sociedad recupera lugares que fueron secretos, cerrados, prohibidos. Así que el ciclismo también presta un servicio para esta reapropiación civil.

A rueda

La etapa confirmó que Roglic es el más fuerte. Contra él solo caben las estrategias colectivas por parte de dos equipos, el Movistar y el Ineos

24/08/2021