Los que se tienen por depositarios de las esencias históricas, culturales y, sobre todo, políticas de la patria son dados a cabalgar espadón o sable en mano a la primera de cambio, como atestiguan las estatuas ecuestres de El Cid o el general Prim, por citar a dos próceres de distinto signo pero igual referencia en España. Estas figuras deben saber cuándo amenazar con el mandoble y cuándo ponerlo a buen recaudo antes de que se les melle el filo. Santiago Abascal ha sido más proclive en el pasado a portar un arma de fuego en la sobaquera que un sable a la cadera pero, aún así, siempre ha procurado dar la impresión de que su galope imperioso hacia la victoria no tiene marcha atrás. Y no sé hasta qué punto puede acabar siendo víctima de su propio personaje antisistema –democrático, se entiende– que no ha sabido cuándo envainarse el sable.
A Vox le acosa la versión populista del populismo ultra –un tal Alvise– que cuando Abascal desata los vientos y las tempestades apocalípticas, él además les da a los hombres menores de 40 años alegría a su cuerpo, Macarena, con un estilo de consumo más vírico que viral en redes sociales que les dice lo que quieren oír: que sí, machote, que tú lo vales y que somos fuertes y orgullosos en manada frente al feminismo, frente a la invasión cultural y frente al derecho a contaminar, a gastar y a gritar lo que nos venga en gana sin que el vecino proteste.
Desde lo alto de la estatua ecuestre, Abascal empieza a perder contacto con el suelo y se le bajan del pedestal dos de los doce consejeros autonómicos que debieron renunciar a su sueldo. Uno de los que se quedan dijo que Vox ya no representa sus ideales, mientras uno de los que se han ido afirmaba que hay que salvar España de la islamización. Vox agita sus ideales sable en mano pero, aunque no lo envaine, Abascal luce ahora menos rampante.