Tras ser nombrada directora general de Prisiones, pocos días después de proclamarse la II República, Victoria Kent tomó una primera y significativa decisión: ordenó retirar de todas las cárceles españolas cadenas, grilletes y otros anacrónicos e indignos hierros de sujeción.
Con el material recopilado erigió un busto en honor de su admirada Concepción Arenal, primera jurista española, primera visitadora de prisiones de mujeres y precursora, en el siglo XIX, de la tarea que Kent se disponía a retomar y consolidar: la humanización del sistema penitenciario.
En su revolucionario –y no poco torpedeado– proceso de transformación apostó por la formación especializada del personal de prisiones; por la mejora de las condiciones habitacionales y nutricionales de las penitenciarías; por el establecimiento de los permisos carcelarios; por el indulto a la población presa mayor de 70 años o por el libre acceso de la prensa a los presidios.
Antes de convertirse en la primera mujer en acceder al cargo de directora general de Prisiones, Victoria Kent ya había sido la primera abogada colegiada en España, al frente de su propio bufete.
“ Su tacticista apuesta por aplazar el derecho al voto de las mujeres ha ensombrecido su legado a ojos del feminismo ”
Y ya había sido la primera mujer en el mundo en ejercer como abogada defensora ante un Tribunal de Guerra, en el juicio que, acusados de conspirar contra la Monarquía, enfrentaron Álvaro de Albornoz, Niceto Alcalá-Zamora, Francisco Largo Caballero o Fernando de los Ríos. De no haber mediado la pericia de Kent como letrada, el destino más que probable de aquellos hombres, que semanas después acabarían integrando el gobierno de la II República, hubiera sido la ejecución.
Victoria fue también una de las tres únicas mujeres que participaron en el debate de las Cortes Constituyentes de 1931. Como le contó entonces en una entrevista a su amiga, la periodista Josefina Carabias, por fin se había “roto el hielo”. Pero fue su decisión de evitar que esa primera grieta abierta permitiera a las mujeres nadar en las todavía frías aguas de la democracia lo que ha ensombrecido su legado a ojos del feminismo moderno.
Mientras Clara Campoamor defendió hasta sus últimas consecuencias el derecho al voto de las mujeres, Victoria Kent abogó por “aplazar” su participación directa hasta que, mejor instruidas pedagogía mediante, pudieran ejercer tal derecho con verdadera libertad. Un voto aún muy condicionado por padres, maridos o confesores, argumentaba, constituía un “peligro” para la joven y frágil República.
La universitaria que se había alojado en la Residencia de Señoritas de María de Maeztu; que había cofundado, junto a ésta, el Lyceum Club Femenino para el progreso cultural y social de las mujeres; que había formado parte de la generación de pioneras mujeres conocidas como las sinsombrero; cedió al tacticismo y la oportunidad política, incurriendo con ello en la confesa “renuncia a un ideal”.
Sea como fuere, la Guerra Civil dinamitó el sueño de la España del progreso, y, como embajadora del Gobierno de la República, Victoria Kent se instaló en París para organizar la evacuación de los niños españoles refugiados y ayudar a quienes se encontraban en campos de concentración al sur de Francia a poner rumbo a América.
La misión diplomática acabó derivando en un forzoso exilio que, a lo largo de cuatro décadas, ligó su existencia a un París en el que no solo hubo de burlar a la policía franquista sino también a la Gestapo. A México, donde impartió clases de Derecho Penal y abrió una escuela de capacitación de personal de prisiones. Y, finalmente, a Nueva York, donde fue designada por la ONU como experta en asuntos penales.
Allí falleció, en 1987, a los 95 años, la compleja y controvertida malagueña de victorioso nombre, que, poco después de instalarse como estudiante en Madrid, hambrienta de cambio y reinvención, había decidido añadir una t a Ken, su apellido real.