Vida y estilo

Antropólogo: un verano en Zarraluki, ocho relatos estivales y un mismo escenario (6/8)

Un serial de verano que tendrá 8 relatos. Todos ellos ocurrirán en un mismo lugar, Zarraluki
Un ataúd blanco. / Freepik

Esta canción que se oye a lo lejos, desde la superficie, la tocaron por primera vez Los Pajarrakos el día que enterramos mi pierna. Fue extraño. Emocionante. Como si al final hubiera merecido la pena recorrer todo aquel via crucis.

Aunque fuera a cojas.

Todo empezó el día que un periodista vino a buscarme a la borda. Bueno, no, en realidad todo empezó antes, un año antes, cuando perdí la pierna en una exhibición de herri kirolak.

Fue durante el desafío con los australianos aquellos que cortaban los troncos con motosierras. Hubo una apuesta entre uno de ellos y un aizkolari del valle: el de aquí tenía que partir con el hacha un tronco y el australiano tronzar otro en veinte cortes, a ver quién terminaba antes. El guiri sacó ventaja pronto y en los últimos tajos ya empezó a regodearse: sujetaba la motosierra con una mano o cortaba unas rodajas tan delgaditas que parecía que en vez de madera estaba fileteando mortadela.

Un hacha en un tronco de madera. Freepik

Pero en una de esas se relajó tanto que dio un traspiés, la motosierra se le escapó de las manos y salió volando justo sobre las cabezas del público, como un enorme pájaro metálico que se abalanzaba sobre nosotros con aquel graznido terrible del motor todavía en marcha.

Eso provocó una desbandada general, en medio de la cual yo trastabillé con tan mala fortuna que caí al suelo y mi pierna quedó extendida, casi como una ofrenda para aquel monstruo volador y sediento de sangre. La motosierra asesina, al caer, me cercenó la pierna de un solo mordisco, un solo corte, limpio, justo por encima de la rodilla.

Bueno, o eso creo, en realidad yo no recuerdo gran cosa, pues me desmayé casi al momento. Lo sé por aquella foto que publicaron en el Diario de Jamerdana: el chico de la ambulancia recogiendo la pierna, separada de mi cuerpo, todavía con la Panama Jack y el calcetín con el dibujo de Homer Simpson puestos. Era una imagen de mal gusto, pero a la vez había en ella algo morboso, hipnótico.

Durante mi convalecencia yo mismo no podía dejar de mirar la fotografía, porque no acababa de creerme que mi pierna ya no me perteneciera, que se hubiera separado de mi cuerpo para siempre. De hecho, todavía seguía sintiéndola allá abajo, todavía me dolía, se cansaba, me picaba, se dormía, o yo percibía en el muñón el impulso de echar a caminar.

Me costó bastante recuperarme de aquel trauma. No quería ver a nadie. Me vine a vivir a la borda, solo, lejos de todo el mundo. Me imagino que por eso no consiguieron localizarme los del hospital. Y justo cuando ya comenzaba a superarlo, apareció aquel periodista, aquel buitre carroñero.

Una persona llamando a la puerta. Freepik

−¿José Manuel Ron Bermúdez? -preguntó.

Me puse en guardia, como cada vez que alguien se dirigía a mí por mi nombre oficial, por ejemplo en el médico o cuando el cartero me traía una carta certificada, que acababa siendo siempre una multa de tráfico (de todos modos a veces prefería el nombre oficial al doméstico, Josema, pues si a este le sumabas mi primer apellido el resultado era una combinación ridícula, de esas para hacer bromas telefónicas, Josema Ron, que además redundaba bastante con mi tendencia a meterme en líos).

¿Qué cojones quieres? −dije, intentando espantarlo, pero me di cuenta de que con mi testicular reacción también admitía que era la persona que él andaba buscando.

−Mire, creo que usted no está al corriente de esto −me mostró una especie de cuadernillo.

−Lo siento, no veo bien de cerca, tengo lascivia.

−Querrá usted decir presbicia.

−Sí, bueno, era un chiste, la cuestión es que no llevo las gafas de leer. ¿Qué son esos papeles?

−Es el Boletín Oficial. Le reclaman a usted que pase a recoger por el hospital la pierna que le amputaron. Como no han podido localizarle, lo publican aquí.

− ¿Me estás vacilando?

−No, no, es en serio, la ley dice que los miembros superiores e inferiores del cuerpo hay que enterrarlos o incinerarlos y que es obligación de quien los pierde. Su pierna está en el Hospital de Jamerdana. Si no pasa a por ella lo van a multar.

−Pero, bueno, vamos a ver, chaval, ¿qué quieres, reírte de mí? Y además, ¿quién eres tú?

−No se enfade, soy periodista, solo quiero contar su historia, hablar con usted, ofrecer el lado humano de la noticia…

Lo eché a muletazos. No pude evitarlo. Ahora lo pienso mejor y me parece que quizás debí de haber sido más amable con él, que puede que de ese modo el artículo que escribió no hubiera sido tan denigrante, con aquel tono burlón y revanchista, poniendo la carnaza necesaria en el anzuelo para que otros colegas suyos también me buscaran en los días siguientes, consiguieran mi dirección, vinieran a molestarme a la borda...

La visita del periodista, al menos, sirvió para ponerme al tanto del marrón administrativo en el que al parecer yo estaba implicado. No sabía qué tipo de consecuencias podía tener para mí, así que al cabo de unos días decidí acercarme al hospital, donde me informaron de que, efectivamente, tenía que retirar mi pierna de la morgue y la única manera de hacerlo era contratando una funeraria, eso o dejarla allí y recibir la correspondiente sanción, la cual, para mi sorpresa, con el prontopago terminaba siendo una alternativa bastante más económica.

Una sala hospitalaria. Freepik

Me lo voy a pensar −les dije, pero lo hice por no parecer un rata, pues ya había decidido que elegiría la segunda opción, es decir, pagar la multa.

Sin embargo, durante las siguientes semanas comencé a sentir remordimientos, me parecía que abandonar mi pierna a su propia suerte era algo inmoral o raro. Por si fuera poco −supongo que había algún tipo de relación psicosomática− en esa época fue cuando comenzaron los dolores, igualmente extraños, aquellas punzadas agudas, insoportables, en el lugar donde antes estaba la pierna. Recuerdo que en esas ocasiones solía imaginármela, allí metida en un frigorífico del hospital, sacudiéndose con cada pinchazo, como el rabo cortado de una lagartija.

La echaba de menos. 

Los dolores continuaron durante una temporada. La única manera de calmarlos fue la marihuana del diablo, una yerba con la que solía trapichear Iturri IV, un expelotari muy famoso del pueblo, uno de esos juguetes rotos que solía encontrarme antes del accidente en los bares, discotecas y puticlubs del valle, por los que yo siempre andaba dando tumbos y donde todo el mundo me conocía como El Antropólogo (experto en antros, ese era el chiste).

La parte positiva fue que eso, la necesidad de agenciarme la marihuana (al menos al principio, después yo mismo comencé a cultivarla en los alrededores de la borda) me obligó a salir de mi agujero, a recuperar mi vida social; y también que retomé esta de una manera mucho más relajada, menos disoluta, pues comencé a recibir una pensión de invalidez que dio por primera vez a mi vida cierta estabilidad, tras pasármela entera sobreviviendo con trabajos de mierda −limpiando fosas sépticas, por ejemplo−, con las apuestas u otros trapicheos.

A veces, incluso pensaba que perder la pierna había sido una especie de bendición para mí, lo cual a su vez me hacía sentir culpable.

Pero en general recuerdo aquellos meses como una época plácida. Solía pasarme tardes enteras fumando en el porche de El pezón giratorio, un club de blues que abrieron junto al cruce de caminos, cerca de las obras del pantano. Dibujaba volutas de humo y miraba cómo se deshacían en el aire. La vida era un cigarrillo de marihuana, consumiéndose poco a poco, con caladas que a veces te daban vuelta a la cabeza, te la llenaban de humo y confusión y otras tornaban todo lúcido y despejado.

Decidí, en fin, recuperar mi pierna y darle el entierro que se merecía.

−Lo habitual en estos casos es incinerar −me advirtieron en la funeraria, pero yo me imaginaba mi pierna devorada por las llamas y comenzaba a sentir en el muñón una quemazón insoportable, así que insistí en lo del entierro.

Me ofrecieron entonces un ataúd pequeñito, blanco, infantil. Me pareció muy triste, pero a la vez acabé encontrándole cierto sentido, era como si estuviera sepultando mi niñez y mi juventud, asumiendo de una vez por todas mi madurez.

Para el entierro avisé a todos mis familiares y amigos. Fue un día muy bonito, muy emocionante. Todo el mundo debería vivir algo así alguna vez, asistir a su propio entierro, o al de una parte de sí mismo. A fin de cuentas, en eso consiste la vida la mayoría de las veces, en ir envejeciendo, muriéndose poco a poco, por partes…

Recuerdo que aquel día contraté a Los Pajarrakos, para que tocaran La llorona y otras canciones de muertos. Para mi sorpresa, además de estas, cantaron también La mala pata de José Marrón, un tema que escribieron para la ceremonia.

El mismo que escuchamos ahora a lo lejos. 

No sé a quién se le ha ocurrido ponerlo. Yo no dejé ninguna indicación, antes de morir. En realidad no me dio tiempo, me fui al otro barrio de una manera repentina y acorde con mi vida, ridícula, tanto que prefiero no contarlo. Que lo cuenten o lo canten otros. Y tampoco dejé escrito, porque creía que aún no era el momento, que mi deseo era ser enterrado.

Así que me han incinerado. 

Pero no me quejo. Todo lo contrario, ha sido un acierto, pues aquí estoy ahora, bajo las aguas, viendo cómo mis cenizas, que han arrojado al pantano, justo donde quedó sumergido el pueblo viejo, se convierten en barro; cómo mi cuerpo vuelve a modelarse y yo recorro como un pez las calles inundadas de Zarraluki; cómo entro a sus casas, a su bares, al viejo cementerio, donde veo flotar a mi alrededor las lápidas, los crucifijos, las coronas de flores; y cómo de repente, entre toda esa parafernalia fúnebre, aparece también mi pierna, que se acerca a mí, brincando igual que un caballito de mar, busca el muñón y se acopla a él, con su Panama Jack y su calcetín con el dibujo de Homer Simpson.

Todo ello mientras me invade una sensación de paz y plenitud infinitas.

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Como si todo, al fin, se colocara en su sitio.

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18/08/2024