Por entonces el teléfono de Lehendakaritza estaba trágicamente acostumbrado a recibir malas noticias de este cariz. A cualquier hora de cualquier día. Fueron innumerables los actos, funerales y familias a las que tuvo que trasladar un pellizco de consuelo. Demasiadas veces entre insultos hacia su figura, su partido y al pueblo vasco. José Antonio Ardanza (Elorrio, 10-VI-1941) evoca los tensos días del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco, y lo hace sin querer restar trascendencia ni a esta ni a tantas otras masacres obra de ETA. Lehendakari en activo entre 1985 y 1999, siempre señaló sin disimulo a la izquierda abertzale y ahora les recuerda que su proceso no acabó, que se debe reconocer el daño causado.
¿Fue emocionalmente uno de los peores momentos en sus catorce años en Lehendakaritza?
—Fue muy duro al ser una especie de muerte anunciada. Impactante y singular porque con 48 horas de antelación llega el ultimátum: o acercamiento de presos, o le matan. Nos dio tiempo a todos para comprobar si en ese margen podíamos provocar la quiebra de esa amenaza de ETA. Desgraciadamente, no se logró.
Convulsionó a la sociedad vasca en tanto que se trataba de un ensañamiento a cámara lenta.
—Existieron muchas circunstancias donde, aunque de otro modo, también hubo ese ensañamiento. En Hipercor, con un coche bomba a primera hora de la mañana donde mataron a niños, abuelas... Por eso, cuando se me pregunta por Miguel Ángel Blanco es innegable la reacción social pero, sin quitar un ápice de drama, el gran hito desde el punto de vista de la ruptura con el mensaje que ETA quería vender se produce diez años antes (19 de junio de 1987, en Barcelona). Fue mayor con Hipercor que con Blanco.
A quien hoy se le hace un homenaje de Estado en Ermua.
—Se quiere vender como si fuese el gran acto por el final de ETA. Pero la historia de las manifestaciones y de los compromisos de la ciudadanía no empezó con Blanco... Ni acabó. Tuvimos que manifestarnos durante catorce años más. Y esto lo digo en honor a todas las demás víctimas que guardo en mi pensamiento. Las de Zaragoza, Vic... ¡Me tocaron tantas!
Un sobresalto continuo.
—Un cúmulo de barbaridades. Insisto en lo de Hipercor porque fue meses antes del Pacto de Ajuria Enea (Acuerdo para la Normalización y Pacificación de Euskadi, 12 de enero de 1988). Hasta entonces ETA mataba dos veces porque asesinaba y luego mandaba el comunicado con su justificación. Había gente que les consideraba héroes salvadores desde la época franquista, con esa comprensión que acuñó aquello de “por algo será”. Pero yo tuve muy clara siempre mi posición porque yo a ETA la vi nacer cuando estaba en busca y captura y como miembro de la mesa nacional de Euzko Gaztedi entre 1962 y 1966. Tras la V Asamblea yo descubro dos posiciones: la nacionalista de la ETA originaria y los que defendían el ejemplo de los Frentes de Liberación Nacional, para quienes las guerras de independencia solo tienen éxito con un planteamiento revolucionario marxista. Vi que estos iban de otra cosa, por lo que advertí a la gente de mi partido que esa facción se quería vestir de ropaje nacionalista para embaucar a parte de la sociedad. Desde mi concepción democrática y humanista, uno puede estar dispuesto a morir, pero no a matar.
Siempre mostró su beligerancia respecto a ETA y su entorno.
—Es que no cabían segundas explicaciones. Apelé a que la gente se quitara las vendas. Y con Hipercor se producen las primeras deserciones en ese mundo. Luego llegó el atentado contra la casa cuartel de Zaragoza (11 de diciembre de 1987, con 11 muertos, de ellos cinco fueron niñas, y 88 heridos). Ya había empezado a sondear cómo articular un gran acuerdo entre todos los partidos porque Felipe González me dijo: Lehendakari, o hacéis algo, y tienes que ser tú, o aquí ya se oyen ruidos de sables (un golpe militar como el de 1981). Para ETA el pueblo eran quienes le seguían, daba igual que fueran cinco de cien. Lo mismo que pensará ahora Putin del pueblo ruso.
Usted apunta que la manifestación más masiva contra ETA fue la del 18 de marzo de 1989 en Bilbao.
—Al grito de Pakea orain eta beti convocada por el Pacto de Ajuria Enea. A principios de 1989 habían comenzado las conversaciones de Argel y en marzo el tema se complicó y le quisimos dar un impulso. Por eso, insisto que no quiero minusvalorar en nada la movilización que supuso el caso de Miguel Ángel Blanco, pero fue más la culminación de una de las etapas de reacción ante ETA. Porque una reacción no se da de la noche a la mañana, caída del cielo, como si solo entonces la gente hubiera despertado.
¿Todo el episodio de Blanco repercutió en la izquierda abertzale?
—En ese momento no hubo una ruptura dentro del mundo de ETA y de su entorno. Lo que provocó eso fue el atentado de la T4 de Barajas (30 de diciembre de 2006). Justo el Congreso de los Diputados acababa de tomar como base el punto 9 del Acuerdo de Ajuria Enea sobre el final dialogado de la violencia y con Zapatero autorizando conversaciones y diciendo la víspera que íbamos a conocer tiempos mejores al año siguiente. Ahí sí se produce un desmoronamiento de la parte civil de la izquierda abertzale que creía avanzar en otra dirección.
Volvamos al 10 de julio de 1997, la tarde en que secuestran a Blanco, y al dispositivo que se organizó no sé si con mucha esperanza de éxito.
—Juan Mari Atutxa y Mayor Oreja pusieron en marcha un operativo para coordinar a la Ertzaintza, Policía Nacional y Guardia Civil, distribuyéndose el trabajo por montes, pueblos y capitales. Tengo entendido que existió lealtad. Otra cosa es que cuando yo leí el comunicado de ETA vi una luz. Le dije a nuestro consejero de Interior que le señalara a Mayor que el Gobierno de España tenía un punto al que aferrarse y ganar tiempo: que hicieran una declaración que en 48 horas es imposible técnica y operativamente trasladar a presos que están además dispersos por el Estado. Pero ellos se limitaron a replicar que el Gobierno de la Nación no negocia con terroristas. Ya me gustaría saber a mí qué habría ocurrido si el secuestrado no hubiera sido el hijo de un albañil venido de Galicia, sino de Mayor o del propio Aznar. A partir de ahí no sugerí más cosas. Dudábamos de que cualquier intento fuera exitoso porque lo que hizo ETA fue reaccionar a la liberación de Ortega Lara solo días antes (1 de julio de 1997), y que se vendió como un triunfo de los cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado. ETA quería demostrar que podía llevar a cabo lo de Blanco, y mucho más.
Floren Aoiz, miembro de la mesa nacional de HB, dijo entonces aquello de que “después de la borrachera puede llegar la resaca”.
—Hay que recordar además que horas antes de liberar a Ortega Lara, ETA suelta a Cosme Delclaux, con la sospecha de todos de que había pasado por caja. Aoiz, de alguna manera, avisaba de las consecuencias, ellos también necesitaban tener prietas las filas.
Asesinado Blanco, se llamó al aislacionismo social y político de la izquierda abertzale.
—Yo hago ese llamamiento de manera explícita porque les quiero meter en el saco de la complicidad. ETA no actuaría así si detrás carece de respaldo. Es verdad que la propia izquierda abertzale se autodeslegitimaba con su quehacer, pero también Franco murió en la cama y era un criminal que provocó cárcel, tortura y fusilamientos. Si la sociedad española se hubiera sublevado contra él, Franco no habría aguantado. Cuando se echa en cara que la sociedad vasca no tenía sensibilidad con las actuaciones de ETA, suelo evocar que cuando yo era militante clandestino tampoco percibí esa sensabilidad de la sociedad vasca y de la española. Porque ante algo que te atemoriza, las sociedades se vuelven miedosas.
Se convirtió en un tópico afirmar que la sociedad vasca prefirió dedicarse a mirar para otro lado.
—Algo en lo que no estoy en absoluto de acuerdo. Y me da pena que nuestros políticos den por bueno ese mantra. Me duele porque yo tuve una sensibilidad grandísima: iba a la casa de los secuestrados, de las familias que sufrían los atentados, estuve en casi todos los funerales y a veces cubriendo ausencias de Madrid. La sociedad vasca estuvo a la altura de las circunstancias y no así quienes dicen que la defendían. Me suelo sentir injustamente agredido porque nunca miré para otro lado. Y Juan Mari Atutxa, tampoco, y a él le pusieron bombas. Además, es muy curioso que 50 años después de acabar la dictadura toda la derecha está en contra de la Ley de Memoria Democrática y dice que hay que olvidar. Son la mejor escuela para que dentro de 15 años el mundo de la izquierda abertzale diga que el tema de ETA es agua pasada.
Con tanta pulsión en la calle, ¿temió por una fractura social?
—Observé mucho calentón. La gente estaba ya harta y cansada, y se atrevió a ir enfrente de las herrikos.
Y quedó inmortalizada la imagen de Ardanza subido a aquel banco de piedra llamando a la calma.
—Salí de Ajuria Enea a agradecer a la gente el apoyo a la clase política pero también hice una llamada a la serenidad para evitar venganzas descontroladas. Yo ya conocía lo que eran las guerras sucias, que nunca sabes cómo pueden acabar. Después, acudí el lunes a la manifestación de Madrid y cuando escuché el discurso de Victoria Prego con el A por ellos, me llevé las manos a la cabeza. Todo aquello me hizo recordar una conversación con Andrés Cassinello, director general de la Guardia Civil cuando me dijo que él estaba al mando de un ejército de hombres armados que conocían a los concejales de HB de todos los pueblos, y que en una noche podían limpiarse a un montón ya que ETA les estaba matando a sus familias. Yo le respondí que le entendía perfectamente pero que eso era lo que deseaba ETA para tener más apoyos y argumentos. Que si no podía controlar a la Guardia Civil, tendríamos más ETA. Y lo entendió. La venganza no trae la justicia, sino más venganza.
Curiosamente, ese mismo Gobierno de Aznar procedió luego a reorientar la política penitenciaria y a referirse a ETA como Movimiento de Liberación Nacional (MLNV).
—Con el Pacto de Lizarra de septiembre de 1998 y la tregua indefinida se le trasladó a Aznar, a través de la ministra Loyola de Palacio, que algo podía irse moviendo, aunque ni nosotros teníamos mucha confianza, y que no pusieran palos en las ruedas. Como tantas otras veces, eso se quebró.
La unidad del Pacto de Ajuria Enea ya se había resquebrajado antes de lo ocurrido con Blanco.
—La rompe el PP en un congreso de 1993 con una declaración formal en la que señala que el final del terrorismo nunca será dialogado y que habrá un cumplimiento íntegro de las penas. Eso iba frontalmente contra el punto 9 del Acuerdo de Ajuria Enea. Yo me vi con Aznar en una cumbre del Partido Popular Europeo y se lo advertí. Y me respondió: Cada uno sabe a la clientela que tiene que satisfacer y la mía me pide eso. Cuando entró Mayor Oreja apartó a Julen Guimón y Marco Tabar, que ellos sí respetaban el contenido y espíritu de lo acordado. La Mesa se tambaleaba porque todos ponían ya pegas. Para el PP siempre fue un estorbo. Y ya con el espíritu de Ermua había que tumbarla, y también el prestigio de Ardanza.
El llamado ‘espíritu de Ermua’...
—Detrás no hay más que la provocación y propósito de equiparar el terrorismo con nacionalismo, metiéndolo todo en el mismo saco. Habrá nacionalismos buenos y malos, como todo lo que se lleva al extremo y se fanatiza. Pero hasta surgieron foros para acallar a otros que llevaban tiempo trabajando por traer la paz. La verdad es que lo que querían era tumbar al PNV, la bestia negra que representaba al nacionalismo democrático y humanista. El espíritu de Ermua fue un desastre. Y es que el PNV siempre molesta a los unos y a los otros.
... Y en 2011, el fin de la violencia.
—Pero el proceso no ha terminado. Es hora de reconocer el daño causado, que matar o alentar con el ETA mátalos fue un disparate.