PARA muchos autores y expertos estamos ante un retorno del autoritarismo, que ya no se identifica únicamente con las dictaduras explícitas de uno u otro signo, sino que también impregna las democracias tradicionales, como demuestran las democracias “iliberales” que conforman los gobiernos populistas de Hungría y Polonia.
Pero esta nueva ola de autoritarismo que parece azotar los gobiernos de medio mundo viene de la mano del renacimiento de una reliquia política del pasado, los llamados hombres fuertes, dirigentes carismáticos y populistas que no sólo parecen saltarse todas las instituciones y mecanismos democráticos, sino que se están convirtiendo en el verdadero motor de los nuevos autoritarismos del siglo XXI. Los Xi Jingpin en China, Vladímir Putin en Rusia, Recep Tayyip Erdogan en Turquía, Viktor Orbán en Hungría o Donald Trump en Estados Unidos, parecen no haber descubierto nada nuevo, sino haber sacado del baúl de los recuerdos a los antiguos caudillos del siglo pasado.
La historiadora y periodista Ruth Ben-Ghiat ofrece un interesante esbozo histórico de este fenómeno político en su interesante libro Strongmen. Mussolini to present. Para Ben-Ghiat estos nuevos hombres fuertes son los encargados de liderar el avance del autoritarismo en múltiples regímenes de todo el mundo, incluso en los democráticos. Pero según Ben-Ghiat, es necesario recurrir a la historia para entender que este fenómeno no es nuevo, sino que han sido tres las oleadas en las que estos hombres fuertes han emergido para llevar a la oscuridad a las instituciones democráticas de distintas épocas y latitudes.
La primera oleada surgió en los años 20 del siglo pasado, después del enorme trauma que supuso la Primera Guerra Mundial. Los supervivientes de las trincheras ya no creían en la democracia ni en las instituciones, las cuales los habían conducido a una carnicería como nunca antes se había visto. Ellos sólo creían en la “trincherocracia”, es decir, en sus compañeros de armas. La democracia ya no era un faro de civilización, pues les había conducido a la mayor barbarie de la historia. De los barros y la sangre de las trincheras francesas surgirían el comunismo y el fascismo, sustento intelectual y apoyo ideológico de la primera oleada de hombres fuertes que subyugarían la democracia en Europa.
Mussolini, el iniciador
Según Ben-Ghiat, Benito Mussolini tiene el dudoso mérito de ser el iniciador de la nueva estirpe de hombres fuertes. Proveniente del socialismo, el fundador del fascismo fue capaz de intuir la desafección de los italianos por las instituciones democráticas. Erigido como caudillo de su movimiento, encarnó a la perfección lo que Max Weber entendió como gobierno carismático. Como buen periodista, Mussolini también fue capaz de crear un halo de misticismo y un culto sobre su persona, en la que él era no sólo la encarnación de los valores nacionales italianos, sino el único capaz de retornar al pasado esplendoroso de la Roma imperial.
Mussolini marcó la tipología clásica del hombre fuerte. Mezclando populismo y el culto exagerado de la personalidad, el hombre fuerte se ve como la única esperanza ante un futuro oscuro e incierto. Siendo el único guía posible, se encuentra por encima de todas las instituciones, por lo que no habrá freno institucional que pueda pararlo, lo que implica la utilización de la violencia sin ningún límite. A esto hay que unir la exageración de la virilidad de una manera marcadamente machista, que lo convierte en una figura que se encuentra más allá de medida alguna en todos los ámbitos.
Al igual que el duce italiano Mussolini, el führer alemán Adolf Hitler también fue un claro exponente de este fenómeno, sobre todo en lo que respecta a la manera de actuar de este tipo de líderes. Al principio se sirven de las instituciones democráticas para tomar el poder, para después ir poco a poco minándolas desde dentro para, con el tiempo, acabar con el régimen democrático, dando lugar a una dictadura donde el líder y sus secuaces se convierten en la única verdad y donde la violencia, la corrupción y la propaganda se convierten en el sostén de su dictadura personal.
Sudámerica, África...
Una vez asentado el modelo en los años 20 y 30, con la posterior derrota del fascismo, entraríamos en la segunda oleada, que se inició a partir de los años cincuenta, en la que los hombres fuertes se valdrían de las consecuencias de la Guerra Fría y de la descolonización para emerger de nuevo. Los golpes de estado fueron el nuevo trampolín para hacerse con el poder.
En Sudamérica el miedo al comunismo permitió a generales como Pinochet erigirse como los nuevos líderes, iniciando una cascada de dictaduras militares por todo el continente. En África el intento de desembarazarse de las cadenas del colonialismo propició dictadores como Mobutu Sese Seko en Zaire, Muamar el Gadafi en Libia o Idi Amin en Uganda que, en poco tiempo, pasaron de libertadores a una nueva generación de hombres fuertes capaces de las mayores atrocidades.
La tercera ola es la que vivimos actualmente. Y Gideon Rachman, en su libro La era de los hombres fuertes, es quien mejor la ha estudiado. Para este autor estamos ante una nueva era, la de los líderes autoritarios, los cuales desde el año 2000 han ido haciéndose con el poder en Moscú, Delhi, Pekín, Ankara e incluso en capitales tradicionalmente democráticas como Budapest o Washington. Una ola que parece extender su influencia a todos los países y a todos los gobiernos de uno u otro signo.
El ascenso de Putin
Rachman entiende que la caída del muro de Berlín implicó el inicio de la supremacía indiscutible del liberalismo en el mundo, en el que la victoria de la democracia liberal y su sistema económico parecían indiscutibles. Pero fue a partir de la crisis económica de 2008, junto a la resaca que trajo la invasión de Irak y el ascenso de China, cuando esta victoria se puso en duda. En esos años es cuando Putin formuló su famoso discurso en Dresde en contra de Occidente, y Xi Jingping inició su escalada al poder en China.
Vladímir Putin no sólo será el precursor de esta nueva ola, sino también su arquetipo. Al igual que otros antecesores suyos entre los hombres fuertes, Putin llegó al poder con un halo de liberal y con el beneplácito de Occidente. A partir de 2007, Putin cambió hacia un discurso anti-occidental, y poco a poco fue instituyendo un poder personal en contra de cualquier oposición, convirtiéndose en un autócrata omnipotente que no permite oposición o crítica y que ha sido capaz de eternizarse en el poder hasta hoy día. Sin olvidar el culto a la personalidad creada sobre él, basada en una figura de hombre duro y viril, expresado en sus múltiples poses con ropa militar demostrando su poderío físico.
Pero también las dictaduras más asentadas pueden ser caldo de cultivo para los hombres fuertes. El ascenso y la acumulación de poder por parte de Xi Jignpin demuestran que los regímenes autoritarios son capaces de generar estos actores políticos que profundizarán aún más en los aspectos más autoritarios del régimen.
Tras la muerte de Mao Zedong, Deng Xiao Ping instauró en China un ejercicio del poder más colegiado y limitado, tratando de evitar que una única persona tuviese todo el poder en sus manos, como había ocurrió con el padre de la nación, Mao. Sin embargo, Xi Jingpin ha sido capaz de acabar con los mecanismos que dejó Deng para limitar la concentración de poder, llegando a alcanzar un poder personal que no se había visto desde Mao. Incluso la limitación de su mandato ha sido eliminada, por lo que Xi puede eternizarse en el poder.
¿Pero, cómo es posible que los hombres fuertes emerjan también en los sistemas democráticos más arraigados del planeta, como Europa o los Estados Unidos? En Europa Orbán fue el iniciador de esta nueva forma de hacer política. Uniendo populismo y xenofobia, Orbán ha sido capaz de mantenerse en el poder e implementar cambios en las instituciones que, sin hacer caer a Hungría en una dictadura, sí han sido capaces de limitar la independencia de la justicia o la prensa. Orbán mismo no ha dudado en calificar el régimen húngaro como “iliberal”, chocando constantemente con los principios democráticos de la Unión Europea. Puede que los hombres fuertes de las democracias occidentales sean incapaces de generar una dictadura, pero está claro que pueden hacer que una democracia gire hacia el autoritarismo en muchas parcelas de su funcionamiento.
El caso de Donald Trump
Pero, para Rachman el caso más claro es el de Donald Trump, quien emergió en un país con raíces democráticas asentadas ya desde sus inicios como nación. Rachman ve a Trump como síntoma de una nación que ya no cree en las élites políticas, paralizada por la inseguridad económica y que tiene una fe demasiado arraigada en su sistema como para temer por su democracia. Así como los franceses se movilizaron contra líder ultraderechista Jean-Marie Le Pen, los americanos fueron incapaces de parar el fenómeno Trump cuando surgió. Y sus años en la Casa Blanca han dejado claro cuáles pueden ser los efectos de los hombres fuertes incluso en democracias como la norteamericana.
Estamos por tanto ante una involución hacia tiempos pasados, pero Rachman cree que todavía hay esperanza. Al igual que los hombres fuertes surgieron en el pasado, también sus regímenes cayeron. Su talón de Aquiles radica en su virtud. Los hombres fuertes basan su poder en el apoyo de ciertos grupos y no en las instituciones, lo que hace que, cuando pierden ese poder sobre la gente, sus regímenes caigan al no tener nada que los sostenga. Hay razones para pensar que estemos ante un nuevo ciclo histórico de desconfianza hacia la democracia, pero también para pensar que esta etapa también pasará. Pero, ¿y si no fuera así?
Se atribuye a Recep Tayyip Erdogan una frase que resume el pensamiento autoritario: “La democracia es como un tranvía, te sirve hasta que llegas a tu destino”. Según Rachman estamos ante una nueva era, la era del autoritarismo, liderada por el resurgir de los hombres fuertes frente a las instituciones democráticas.
Parece que nos toca de nuevo elegir. Una elección que ya se tuvo que hacer en los años 30, en la que parecía que comunismo y fascismo estaban por encima de la denostada democracia. Las consecuencias, incluso en nuestra tierra, fueron más que trágicas.
Quizás haya llegado la hora de decidir si damos la razón a Winston Churchill: “La democracia es el peor sistema diseñado por los hombres. Con la excepción de todos los demás”.