Asturias, sus montes, el eco ancestral de sus valles, su geografía abrupta, tienen para mí la mejor expresión en el poema del mismo título de Pedro Garfias, otro de tantos lanzados al exilio y la muerte por el franquismo, un poema que el cantante Víctor Manuel convirtió en un himno, jugándosela en los recitales, pues estaba prohibido por el régimen. Como esa silueta recortada que canta, veo yo las montañas asturianas, como los millones de puños alzados y clavados en el cielo del poema.
El australiano Jay Vine ha vencido en las dos llegadas en alto, gracias a saber meterse en escapadas que han tomado diferencias importantes y que ha conseguido defender en la subida final, con sus dotes de escalador. Vine tiene una historia atípica, proviene del ciclismo de rodillo y plataformas digitales donde se confrontan ciclistas virtuales. Durante la pandemia venció en un campeonato mundial de esta especialidad y el premio fue ser fichado como profesional por el equipo Alpecin. De los favoritos, Evenepoel se ha mostrado superior, valiente, atacando, y acompañado por un buen equipo. Ayer, en Collaú Fancuaya, y sobre todo en la llegada en el Pico Jano, en Cantabria, detrás de la gesta de Evenepoel, estuvo el trabajo de todo su equipo, y en especial de Alaphilippe, el campeón del mundo, que no dudó en actuar como gregario tirando a bloque en el puerto anterior, la collada de Brenes, en la bajada y en los primeros kilómetros del Pico Jano. Un trabajo encomiable que desgastó a los adversarios dejando en evidencia a los más resistentes.
No pasó desapercibido para mí un cambio de imagen de Alaphilippe. Abandonó su perilla habitual para dejarse bigote. A veces uno necesita estos cambios para proyectarse hacia afuera de otra manera, redimido de sus problemas. Es como levantar la cabeza y decir: ¡Allá voy! Y estoy seguro que algo así se dijo Alaphilippe esa mañana ante el espejo, mutando los días grises que lleva este año, por los de gloria, aunque esta vez al servicio de un compañero. Recordé una anécdota, fatal para Julián Gorospe en la Vuelta de 1983, el famoso ataque demoledor de Hinault en el puerto de Serranillos que dejó sin el maillot de líder a Gorospe. Hinault contó que esa mañana se miró al espejo, y frente a su cara sin afeitar, se dijo: “Aujourd’hui ça va!” El mismo gesto profundo, interior, de hacerse con su destino, que el de Alaphilippe y su nuevo bigote.
Esta reflexión viene ayudada por lo raro que fueron antaño los bigotes o las barbas en el pelotón. Estaba mal visto en el ciclismo, al que muchos querían encerrar en una burbuja al margen de la sociedad. Aunque hubo ilustres excepciones que lo llevaban. Entre ellos recuerdo al suizo Urs Freuler, un gran esprínter, que también solía venir a disputar nuestras Seis horas de Euskadi en el velódromo de Anoeta. Pero mis favoritos con bigote estaban al otro lado del telón de acero, aquellos que arrollaban en la categoría amateur a finales de los setenta. Mi preferido era Sergei Morozov, un escalador soviético a quien el bigote, en mi opinión, le daba un aire inequívocamente bolchevique. Morozov, pequeño, inquieto, dominaba los puertos del Tour del Porvenir, ganando algunas etapas, llevándose el maillot de líder de la montaña, y llegando a quedar tercero en la general, dominada esos años por su jefe, Soukoroutchenkov. Los puertos alpinos o pirenaicos del Tour eran más adecuados a sus características de escalador puro, ligero, que aquellos más tendidos de la Carrera de la Paz, en los montes Tatra polacos o eslovacos. Otro campeón soviético con bigote era el estonio Aavo Pikkus. Un rodador excepcional, ganador de los Juegos Olímpicos de Montreal en 1976, de la Carrera de la Paz 1977, del mundial de los 100 kilómetros contrarreloj, y del Girino italiano. Reconozco que en mis simpatías por la imagen contestataria de esos campeones con bigote. Se encontraban la pasión por el ciclismo con mi incipiente compromiso político, guiado por el antifranquismo y el deseo de cambiar de base un mundo que consideraba injusto.
En el comienzo de la Vuelta en Utrecht resalté la grata impresión que me causó ver el buen aspecto de Jan Jansen, vencedor de la Vuelta en 1967, y del Tour de 1968. Hoy, sin embargo, me sacude la pena por la muerte del belga Van Springel, quien precisamente perdió el Tour de 1968 frente a Jansen, en la última etapa y por 38 segundos. Van Springel era un corredor rocoso, ganador de muchas carreras importantes, como Giro de Lombardía, Gante-Webelgem, Paris-Tours, Burdeos-Paris y cinco etapas del Tour. Era un gran corredor al que le faltaba ser mejor escalador para vencer en esta prueba. Recuerdo a Van Springel en los reportajes gráficos del Tour de la revista francesa Miroir du cyclisme que comprábamos en los quioscos de la Avenida, siempre el tercero o cuarto en las fotos de los puertos, tras Ocaña, Merckx, Zoetemelk, y con el maillot verde de la regularidad, que ganó en 1973, y rondó en muchas ocasiones, porque la regularidad era su fuerte. Por cierto, en este mundo globalizado ya no llegan esas revistas francesas a los quioscos de Donostia. ¿No será que, a pesar de estar muy conectados, leemos cada vez menos porque tenemos menos curiosidad verdadera?