Stefan Bissegger es el arquetipo de la industria suiza. Un hombre moldeado por el reloj. Contrarrelojista. Un relojero del ciclismo. Con el reloj en hora, Bissegger, que se quedó a cuatro segundos del liderato en la corno inaugural de la carrera, llegó a tiempo al aeródromo de Gstaad para tomar vuelo a la gloria en la curata etapa del Tour de Suiza. Se bañó en el champán del triunfo bajo una cortina de lluvia que empapa la carrera helvética.
Bissegger fue durante un buen tramo el líder virtual de la carrera, pero Van der Poel salvó el liderato después de un día marchito, danzando en el retrovisor, lejos del camerino de las jornadas precedentes, cuando fue todo fulgor. Aunque apagado, de amarillo mate, el neerlandés esquivó la derrota y continúa encajonado en la buenas noticias en el Tour de Suiza. La mala fue la retirada del Wanty tras detectar un positivo por coronavirus en un miembro del staff.
Con el pelotón contemplativo, a la espera de jornadas más severas, Bissegger se olvidó del liderato a medida que apostaba por el jornal de la etapa junto a Thomas y Rosskopf, que se citaron en ese juego de incertidumbre, tensión e inquietud que preceden a las llegadas íntimas, en petit comité. En Saanenmöser, el puerto que se dislocaba sobre el aeródromo, se desprendió el entusiasmo de Joel Suter, el dorsal que acompañó al terceto durante la fuga. El trío obró según el manual después de que Thomas lo intentara antes de alcanzar la cumbre de una ascensión en obras, con las excavadoras sesteando. La misma estampa de los favoritos.
Bissegger, de natural contrarrelojista, era el más forzudo. Rosskopf, el más experimentado, tenía el aspecto de la fatiga a pesar del ímpetu de los jóvenes espumosos. Cada vez que atacaba era más gaseosa que champán. No le faltó el empeño, pero no le alcanzó el caballaje. Thomas, conocedor de que tenía más gas que el norteamericano pero menos empuje que Bissegger, optó por colgarse de la percha del suizo. Esa era la configuración del trío. Rosskopf, Bissegger y Thomas. Con ese orden se alinearon en el aeródromo.
Lejísimos del pelotón, que rodaba a más de cinco minutos, ajeno a la disputa, congelaron el tiempo, en suspensión. Rosskopf, Bissegger y Thomas se asemejaban a los viajeros que esperan en la sala de embarque sin más motivo que distraerse escudriñándose las ideas, intentando descubrir qué piensa el uno del otro para anticiparse. Rooskopf lo intentó en cinco ocasiones, las mismas veces que le atemperó con facilidad Bissegger, emparedado entre el norteamericano y el francés, con el pasado de un pístard. Pero el aeródromo no era un velódromo.
Bissegger era un controlador aéreo. El suizo vigilaba la espalda de Rosskopf y giraba el cuello a modo de un periscopio para situar a Thomas. Bissegger acabó con tortícolis. Así recorrieron la pista, anchísima, lejos de cualquier paisaje. En ese escenario,el norteamericano aceleró sin convicción. Bissegger le destempló. Entonces brotó Thomas de la grupa del suizo. Bissegger, que posee dos mazas por piernas, apenas parpadeó para aplastar al francés, que en realidad ni pudo competir en el esprint con el suizo. Bissegger toma vuelo en Gstaad.