Miguel de Cervantes Saavedra se ponía de muy mal genio cada vez que le llamaban el manco de Lepanto, porque se las daba de héroe en la gloriosa batalla que tuvo lugar el 5 de octubre de 1571. Tan solo había recibido el arcabuzazo de un turco en el brazo izquierdo, pero algo le había quedado. De manco, nada.
Era recaudador de impuestos, como lo atestigua el facsímil de una carta firmada en Málaga en 1594, pero sus miras futuras estaban puestas en la literatura. Consideraba que para editar libros era preciso trabajar en la capital de la corte y como ésta se había fijado en Valladolid, ahí le tenemos en 1604 a orillas del Pisuerga. No era la primera vez que pisaba este suelo. Tampoco fue solo en esta ocasión, ya que le acompañaron su mujer, Catalina de Salazar, sus hermanas Andrea y Magdalena, su hija natural Isabel de Saavedra y su sobrina Constanza de Ovando.
Se instalaron en el primer piso de una modesta casa del Rastro de los Carneros, un barrio de las afueras de mala nota. En otras plantas se acomodaron algunos conocidos llegados de Madrid, Toledo y Esquivias, y en el bajo había una ruidosa taberna que era frecuentada por lo más selecto del conjunto de matarifes del cercano matadero. El edificio se conserva cerca de la actual plaza de Madrid, aunque el moderno trazado de la ciudad lo ha dejado a un nivel inferior. En el portal de acceso se mantiene el pozo del que el vecindario sacaba agua.
Me pregunto cómo tantas personas pudieron acomodarse en los escasos metros cuadrados que tiene esta modesta casa levantada en la ribera del entonces maloliente y raquítico ramal norte del río Esgueva. Como muchas otras, este tipo de viviendas sirvió para aplacar la demanda que existió en Valladolid para cuantos habían seguido a la corte en 1601.
Aquí fue donde Cervantes escribió una de sus más famosas Novelas Ejemplares, la titulada El licenciado Vidriera. Su afecto por la ciudad quedó patente también en otros dos relatos cortos, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros, cuya acción situó en el Hospital de la Resurrección, que estuvo ubicado en la esquina de la Acera de Recoletos y la calle Miguel Íscar, frente al Campo Grande, a un tiro de piedra de su casa. No es casualidad, por tanto, que hoy se le considere Vecino de honor.
Una casa con pedigrí
El principal interés de estos muros radica en el hecho de que fue entre ellos donde, durante el verano de 1604, Cervantes escribió el prólogo y dio la última repasada a las galeradas de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La primera parte del libro partió de Valladolid hacia el taller del impresor Cuesta, quedando listo para su impresión a finales de diciembre del mismo año.
Al mes siguiente, unos dos mil ejemplares del Quijote se pusieron a la venta en determinadas librerías de Valladolid y Madrid. El éxito fue tal que al poco se hicieron ediciones piratas en Valencia, Lisboa y Aragón. Ejemplares de aquella primera edición llegaron a México y Perú, confirmando el triunfo que la obra cosechaba en tierras castellanas.
Tal respuesta al escrito llevó a Cervantes y su familia a tomarse un respiro económico. Al personal que tenía a su alrededor se le unió una criada, María de Ceballos. Su misión en la apretada estancia era atender en la cocina y en la costura que practicaban las jóvenes, así como recibir a las ilustres visitas que por allí pasaban: los escritores Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, Luis Vélez de Guevara y Tomás Gracián Dantisco.
En la noche del 27 de junio de 1605, cerca de la vivienda de Cervantes, ocurrió un suceso en el que se vieron envueltos todos los vecinos de aquella casa, escritor incluido: el navarro don Gaspar de Ezpeleta, un joven de buena familia, caballero de la Orden de Santiago y seductor de profesión, fue gravemente herido por un desconocido embozado.
Al parecer, el muy calavera ponía los cuernos a un vecino de la zona, actitud harto conocida por aquel oráculo que era la taberna de la casa de Cervantes. Sus entradas y salidas del domicilio del mancillado no debían ser tan discretas como la pareja pretendía, por lo que el romance adúltero llegó a oídos del marido. Faltó tiempo para que alguien señalara que la agresión podía haber sido llevada a cabo por un sicario. Curiosamente, unos días antes, el 10 de junio, Góngora había puesto en solfa la habilidad de la víctima al caer de un caballo mientras llevaba a cabo un rejoneo en una plaza de toros.
El C. S. I. de la época procedió a investigar el caso. El juez de Valladolid, don Cristóbal de Villarroel, dio todas las garantías: “El culpable será detenido en breve”. Se tomó declaración a todos los vecinos de la zona, incluso a Miguel, que bastante tenía con escribir aguantando los follones que a diario se producían bajo su habitación. El dosier policial apuntaba que el navarro acababa de cenar con el Marqués de Falces y, tras la despedida, embozado en su capa, se dirigió a la casa de su amante atravesando la calle Rastro.
El asesinato de Ezpeleta
Eran las 10 de la noche, cuando, según las actas procesales, Gaspar se detuvo a escuchar a unos músicos callejeros. Las cantatas no le llevaron mucho tiempo, por lo que siguió su trayecto. Fue entonces cuando tuvo una trifulca con un tipo de mediana estatura que, enfundado en una gran capa, le instó a que se fuera del lugar. Surgió la discusión y la conversación fue subiendo de tono. De inmediato las espadas salieron a la luz de la luna llevándose la peor parte el caballero Ezpeleta, que cayó bañado en su sangre. A sus gritos de socorro acudió todo el vecindario de la casa de Cervantes.
El primero en llegar fue un clérigo, el menor de los Garibay, quien, asustado por el espectáculo que tenía delante, pidió auxilio a su vecino Miguel de Cervantes. Entre ambos llevaron el cuerpo de Gaspar a la vivienda que compartía con su madre, doña Luisa Montoya. En la escalera del edificio se produjo un gran alboroto. Unos preguntaban qué había ocurrido y otros quién era la víctima. A partir de ahí, comentarios para todos los gustos.
Alguien llamó a Sebastián Macías, un barbero cirujano que no hacía distingos a la hora de obrar con el bisturí. En cuanto examinó el ensangrentado cuerpo aún con vida de Gaspar hizo un gesto a los presentes adelantando lo peor. También se presentó Pablo Bravo de Sotomayor, clérigo que tomó el relevo para confesar al herido y prepararle a buen morir.
Cuando llegó la Ley se tomaron testimonios a cuantos habían tenido algo que ver en el suceso, empezando por los vecinos de la casa. Villarroel, que dirigió la investigación, tiró por la calle de en medio: “Considero sospechosos a todos los vecinos, por lo que quedan detenidos en sus viviendas hasta nueva orden”. La medida fue muy criticada, si bien a Cervantes, que entraba en el lote, no le importó mucho porque su tintero tenía tinta suficiente para aguantar el encierro.
Según el expediente del proceso, que fue descubierto a finales del siglo XVIII, el desgraciado Ezpeleta fue socorrido con celeridad y esmero, aunque no se pudo hacer nada para evitar su muerte. Tuvo tiempo para declarar que no se trataba de un asesinato, como en principio se suponía, sino las consecuencias de una riña que terminó espada en mano y a él le tocó la peor parte. De su contrincante solo sabía que marchó huyendo en dirección a Campo Grande. Dos días más tarde, falleció.
La declaración del moribundo fue recogida por el escribano Fernando de Velasco y significó la libertad para los detenidos. El documento registró también las opiniones que unos vecinos tenían de otros en el inmueble donde Ezpeleta había sido atendido, algunas de las cuales son auténticas perlas que describen el ambiente que se respiraba en aquella escalera.
Isabel de Ayala, beata de la iglesia de San Francisco y habitante del desván, puso a caldo a las compañeras de Cervantes a las que denominó “las cervantas”. Las tachó de promiscuas en base a las visitas que frecuentemente les hacían el portugués Simón Méndez y el genovés Agustín Raggio. Tampoco salió airosa María Pérez, otra de las vecinas, a la que la beata acusó de vivir en pecado con el caballero Diego de Miranda.
Abrumado por tanto cotilleo, el juez declaró que el asunto estaba zanjado. Que todo se reducía a un ajuste de cuentas entre dos individuos y que no quería saber nada de los líos que se traían los vecinos. En cuarenta y ocho horas les libró del encierro y dio carpetazo al asunto.
Cervantes, de mal humor
Se había resuelto el caso, pero para Miguel de Cervantes aquello traía cola. Pasaba el tiempo y los del juzgado no pasaban por su casa a recoger las ropas de Gaspar de Ezpeleta. Una y otra vez les reclamó el servicio, porque las prendas se estaban pudriendo con la sangre que tenían. Pero lo que más le dolió fue que aquel lío le llegara en los días inmediatos a la publicación del Quijote y el caso oscureciera la marcha editorial de la obra.
No lo mejoró ni Don Juan Tenorio
No deja de ser curioso el suceso en el que se vio involucrado Miguel de Cervantes en Valladolid, ya que en esta ciudad nacería muchos años después don José Zorrilla, escritor como él y autor de Don Juan Tenorio. En esta obra, Zorrilla recurrió también a los desafíos a espada y a un seductor como Gaspar de Ezpeleta. Tal vez en alguna ocasión escuchó el viejo relato y tomó de él algunas referencias, porque el triste caso del navarro se puede encuadrar en el mejor estilo teatral.
No obstante, aquel temor fue infundado, ya que su inmortal trabajo fue distribuido con notable éxito y las reediciones no se dejaron esperar. La reputación de Cervantes no había quedado mellada por el suceso, pero la experiencia le resultó harto desagradable. Tanto que decidió abandonar Valladolid y dejar atrás aquella casa y, sobre todo, los escándalos que generaba la taberna. Se ignora la fecha exacta de su retorno a Madrid, pero rondó el 4 de marzo de 1606, que es cuando lo hicieron los reyes y poco después toda la corte.
El Museo Casa de Cervantes, actualmente propiedad del Ministerio de Cultura, es uno de los focos turísticos de la ciudad de Valladolid. En el pequeño jardín delantero, hasta la calle Miguel Íscar, se pueden ver entre otros detalles las reproducciones en placas de bronce de varios cuadros inolvidables del Quijote, como el episodio de la lucha del caballero de la triste figura contra los molinos de viento del capítulo VIII, y el momento en que trata de besar la mano a una duquesa.