Ahora que Donald Trump nos ha convencido de que las amistades y alianzas no duran para siempre –ni siquiera las de conveniencia– convendría replantearnos ciertas cosas a la hora de seleccionar amistades. Porque las grandes frustraciones que hoy tenemos con nuestro amigo del oeste, nuestros amigos del este y nuestros socios de dentro de la UE no son tanto por ignorancia como porque, durante mucho tiempo, el sabor de ese sapo no lo paladeaban quienes lo metieron en el menú.
¿Cuánto estamos dispuestos a desnaturalizarnos en el modelo europeo de sociedades equitativas, avanzadas en lo social y sostenibles en lo económico? Hemos pasado de dibujar nuestra realidad como una suma de todo ello –derechos, obligaciones, libertades, limitaciones– a ordenarlo en prioridades. Es evidente que ahí tienen mejor discurso quienes nos hablan de libertad y derechos sin atender a responsabilidades y limitaciones objetivas. Es más fácil ser ultra de nuestras prioridades que dispuesto a renuncias por las colectivas; compramos la instrumentalización de la queja porque mi deseo es derecho y mermarlo es mermar mi libertad; en cambio, la igualdad con otros me impone obligaciones. La primera, la de convivir con límites a nuestros deseos. Eso cada vez se contempla menos en el discurso político y en el social porque, como sabemos que tenemos razón, son otros los que tienen que acomodarse.
Nuestro problema con Trump, con la ultraderecha, con la ultraizquierda y con los autócratas de todo signo es que demasiados de nosotros quisiéramos ser ellos. Y, otros que no, quisiéramos en cambio hacer saltar todo en pedazos y empezar de cero. Pero unos y otros nos compramos y vendemos la dinamita argumental.