La carrera ha pasado de todos los tonos del verde al amarillo terroso omnipresente del sur mediterráneo. Una chica murciana que hizo el viaje al revés me contó su emoción frente al paisaje de Euskadi. Decía que era como si le hubieran regalado una caja de lápices de colores. Pero mientras el pelotón se deslizaba por la costa hasta el cabo de Gata, yo seguía bajo el eco de la contrarreloj soberbia de Remco. Será conveniente quedarnos con ese nombre, más fácil que su apellido, Evenepoel, porque tendremos que usarlo a menudo, pues el belga, de 22 años, va para gran figura. Voló entre Elche y Alicante, sacándole 48 segundos al campeón olímpico de la especialidad, Roglic, en 31 kilómetros. Enric Mas llegó a casi dos minutos, a punto de ser doblado en la recta de meta. Hasta el momento se ha mostrado implacable. En la montaña, al más puro estilo de Merckx, Hinault, o Indurain, marcando un ritmo infernal, y el que pueda que le siga. La Vuelta está en su mano si la fortuna no le juega una mala pasada, como ayer lo hizo con Alaphilippe.
En las tertulias ciclistas se habla de los vatios, del pulso, del consumo de oxígeno y otros elementos científicos que construyen el edificio de un campeón. Sepultando bajo esos datos toda espontaneidad. Todo parece ser fruto de un exhaustivo plan. Y, sin embargo, cuando miro a los ojos traviesos de Remco veo al chaval que juega y disfruta sobre la bici, sobre la que realiza sus fechorías. Y esa juventud de Remco, con toda su ingenuidad y rebeldía aún sin erosionar, nos permite vincularnos más con nuestro pasado. Mirándole vemos al niño que fuimos, y nuestros sueños se redibujan con él. En esos jóvenes como él, como Pogacar, tenemos un espejo. Cuando un chaval corre en bici, no sueña con los largos periodos de transición que le llevan a ser ciclista de elite, sueña con vencer en el Tour, el Giro, la Vuelta. Así es la naturaleza de los sueños, no obedecen a etapas, sino que asaltan los cielos. Por eso Remco nos vuelve la mirada a los sueños que fuimos y nos rejuvenece.
La contrarreloj tuvo su auge en el ciclismo de los noventa. Aparecieron avances técnicos en las bicicletas y, gracias a ellos, las ruedas lenticulares, los apoyos de triatlón, pero es una modalidad que ha caído en desuso en el ciclismo actual, contagiado por la vorágine convulsa de los tiempos en los que todo debe proveer una recompensa inmediata de emoción. Y la contrarreloj, una persona sola pedaleando contra el tiempo, no proporciona ese vértigo. Por eso los organizadores las han ido reduciendo. Antaño era frecuente encontrar, en una gran vuelta, a lo largo de sus tres semanas, varias contrarrelojes, y alguna de ellas larga, de más de 50 kilómetros. Eso ya ha desaparecido. Prevalecen las etapas cortas con final en montaña que ofrecen más disputa aparente. Pero los buenos aficionados saboreamos con fruición las pocas contrarrelojes que quedan, pues en cierta forma son la prueba reina del ciclismo. La que señala al más rápido, sin ninguna ayuda, para ir de un punto a otro. Es la prueba contra uno mismo. No todos valen para ese reto. Incluso algunos excelentes rodadores, cuando se les somete al esfuerzo en solitario, no rinden lo mismo que cuando se expresan en un pelotón. Y al revés, algunos grandes contrarrelojistas no pueden hacer lo mismo cuando están rodeados por los demás, y sucumben. Ha habido muchos casos de éstos. Uno de ellos fue el de Julián Gorospe. La razón de estas anomalías es que enfrentarse a uno mismo, con toda su complejidad, es muy diferente a lo que representa enfrentarse a los demás, al teatro del mundo, que diría Calderón de la Barca.
Para compensar la menor espectacularidad también se optó por colocar las contrarrelojes como remate. Así, si varios corredores llegaban con posibilidades de disputarse el triunfo, la emoción la proporcionaba esa lucha. Recuerdo dos históricas. La contrarreloj final del Tour de 1989, cuando Lemond, contra todo pronóstico, arrebató la prueba a Fignon por 8 segundos en una crono de 24 kilómetros. Fignon, seguro con su renta de 51 segundos, salió hasta sin casco. Y Lemond fue un adelantado usando el acople de triatleta. Esas ventajas aerodinámicas resultaron decisivas. Un caso parecido fue el de Perurena en la Vuelta de 1975, en la que Tamames le arrebató, por 14 segundos, el maillot de líder en la crono final, de 31 kilómetros, que terminaba en Donostia, en el velódromo de Anoeta. Txomin confiesa que aún se despierta con esa pesadilla. La carrera se celebraba en mayo, y ese día llovía a cántaros. Yo era un niño y fui a verla en bicicleta a Oriamendi, con mi amigo Tito. Como la carretera estaba cerrada, decidimos subir desde Hernani por el monte. Bajo la lluvia y trepando sobre la bici por las duras pendientes embarradas, nos sentimos tan héroes como los corredores. Representábamos como ellos nuestra proeza, en otro marco. Queríamos dejar nuestra marca, que quizá es el sentido de toda hazaña. Dejar la huella de nuestro paso por aquí. Lo mismo que hacían los hombres primitivos pintando animales sobre las cavernas. Quizá sólo es eso lo que late detrás de todo. l
A rueda