"A veces la infancia es más larga que la vida", afirmó en una ocasión la escritora Ana María Matute. La frase podría haberse ganado el entusiasta aplauso de Sigmund Freud; y es que pocos discuten a estas alturas la trascendencia que en la edad adulta tiene lo visto, oído, experimentado y sentido en los primeros años de vida. Una etapa que parece moldear de forma determinante, aunque no siempre consciente, gran parte de nuestro perfil emocional y comportamental.
Cabría preguntarse si la vida –y quién sabe si también la prematura muerte– de Elvira Zulueta estuvo definida por lo visto, oído, experimentado y sentido durante su infancia en Cuba. Si lo interiorizado y normalizado desde la ingenuidad de la niñez pudo con los años cobrar un nuevo y lacerante significado.
Nacida en Vitoria en 1871, se crió en La Habana, rodeada del lujo y las comodidades que la acaudalada posición de su familia garantizaba. El precio de tan opulenta forma de vida era, no obstante, mucho más elevado de lo que aquella niña podía todavía comprender.
Su padre, Julián de Zulueta y Amondo, originario de Anúcita y miembro de una familia de agricultores, se estableció pronto en La Habana a petición de uno de sus tíos, quien lo eligió como heredero de sus negocios. Con los años se acabaría convirtiendo en potentado terrateniente y hombre de incontestable peso en la política española de ultramar. Fue, entre otros pomposos y relevantes cargos, alcalde de La Habana, marqués de Álava, senador vitalicio por Álava y hasta padre de la provincia. Además, claro está, de uno de los hombres más ricos de su tiempo. Su secreto, más allá de un carácter avispado y emprendedor, fue su total y absoluta falta de escrúpulos.
El calificado por el historiador e hispanista británico Hugh Thomas como "el último gran negrero de Cuba" no dudó en mezclar el cargamento de sus veloces barcos con miles de esclavos de origen africano y, más tarde, chino. No eran para él sino una mercancía más. Siguió haciéndolo incluso cuando esta abyecta práctica estaba ya perseguida.
Murió en 1878, tras caerse de su caballo mientras visitaba una de sus plantaciones azucareras. Elvira tenía entonces solo siete años, pero, pese a que mantuvo con su a menudo ausente padre un contacto más bien superficial, vivió por siempre bajo su alargada y particularmente oscura sombra. Entregada a una compulsiva labor como benefactora que parecía responder a la culpa, o, siquiera, al imperativo moral de purgar los pecados de su progenitor; quien, dicho sea de paso, era al tiempo su tío.
Esto no significa que renunciara a disfrutar como heredera de una fortuna construida en gran medida con la sangre, el sudor y, a buen seguro, las lágrimas de incontables seres humanos.
Una capilla privada
Junto a su marido, el abogado y promotor inmobiliario Ricardo Augustin Ortega, ideó una mansión de ensueño que contó, solo faltaría, con los más afamados profesionales de cada gremio, los más exquisitos materiales y la más suntuosa ornamentación. No le faltó ni una capilla privada a la muy pía Elvira.
Solo disfrutó de aquel palacio, reconvertido hoy en Museo de Bellas Artes, durante un año. Su delicada salud, fruto de la depresión según algunas teorías, posible consecuencia de la endogamia según otras, solo resistió 46 años.
Si bien sus restos reposan hoy en la capilla del por ella sufragado Seminario Diocesano, fue inicialmente enterrada junto a su padre, en el cementerio de Santa Isabel. En el hoy célebre panteón familiar custodiado, cuenta la leyenda, por un ángel exterminador: aquellos que sean señalados por su dedo morirán de forma trágica en menos de una semana.
También sobre Elvira Zulueta parecía pesar una maldición; la de los hijos condenados a expiar los pecados de sus padres. Quizá, como escribió la poeta Louise Glück, "miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria"