Los mitos solo responden a la voluntad de hallar posibles explicaciones a aquellas preguntas que no tienen respuesta. Por lo tanto, no pueden desligarse de la condición principal que hace humano al ser humano, el principio de autoconservación. El filósofo rumano Mircea Eliade enunció la abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en el tiempo mítico mediante un sistema: el de la repetición. Cuando un mito se vuelve a contar, no solo acontece la narración en sí misma, lo que ocurre es que, al igual que en los rituales de las sociedades arcaicas, se insufla vida al hecho primigenio que dio origen al mito. Por lo tanto, cuando Paul Urkijo dirige Irati o Errementari no está, simplemente, creando un tratado del siglo XXI de lo que fue el panteón vasco en la antigüedad; va más allá. Lo que hace Urkijo es renovar las leyendas, actualizarlas mediante un nuevo ritual sustentado en el principio de autoconservación adscrito a la mitología: la transmisión oral.
Izena duena bada reza el lema de este segundo largometraje del cineasta alavés, que ha inaugurado la Semana de Cine Fantástico y de Terror. Lo que tiene nombre, existe. Extrae la enseñanza, una vez más, de su afición por las leyendas y la historia de su país, y le sirve para hacer ver que lo local también es universal y que todas las tradiciones son sincréticas a base de repetir un ritual que se mantiene inalterado y al mismo tiempo evoluciona con cada generación.
'IRATI'
- Director: Paul Urkijo.
- Guion: Paul Urkijo.
- Intérpretes: Edurne Azkarate, Eneko Sagardoy, Itziar Ituño, Nagore Aranburu, Elena Ruíz, Kepa Errasti, Iñaki Beraetxe.
- País: Euskal Herria.
- Duración: 114 min.
La escritora británica Ursula K. Le Guin, una de las autoras de fantasía más influyentes del siglo pasado, aludió a una idea parecida –ya decimos que todo, en definitiva, bebe del mismo pozo– en su saga Cuentos de Terramar cuando estableció que en aquel mundo de fantasía todos los seres animados e inanimados tenían dos nombres: aquel que se les otorga al nacer y uno secreto que es la base de toda la magia. Quien conozca el nombre secreto de un sujeto podrá controlarlo. Stephen King, otro de los referentes del género, jugó con reglas parecidas. Por ello decidió no revelar el nombre real del ente malvado de It, porque señalar algo otorga poder sobre ello. De hecho, cuando el conglomerado de miedos que conforma ese ente adquiere una forma física, por ejemplo, la del payaso Pennywise, es cuando las limitaciones anidadas al cuerpo permiten su subyugación. Siguiendo con los miedos, el propio Wes Craven, creador de un mito moderno como es el de Freddy Kruger, volvió a la saga que había creado con una Nueva pesadilla para, en un ejercicio metacinematográfico, asegurar que los mitos son tan reales como las ficciones que los contienen –la tradición oral, en definitiva–, ficciones que avivan el fuego de las leyendas, al tiempo que las aprisionan.
Otro ejemplo literario que, como los anteriores, también resuena muy bien con el segundo largo de Urkijo, se encontraría en American Gods, novela en la que Neil Gaiman plantea que los dioses solo existen si hay quien cree en ellos. Por lo tanto, la existencia está condicionada por la creencia particular de cada individuo. Como en el caso del clérigo de Irati (Ramón Agirre), que decide atribuir los rasgos de María, madre de Jesús, a Mari, la madre tierra, en un ejercicio de síntesis hegeliana.
Urkijo se alinea con todos esos creadores convencidos del poder de nombres y titula su segundo largo como lo ha hecho, Irati, para hacer referencia, por supuesto, al cómic en el que se basa, El ciclo de Irati; al personaje protagonista que interpreta Edurne Azkarate y a su dimensión más metafórica como la encarnación de la naturaleza enraizada en la selva navarra.
Es precisamente ahí donde acierta Urkijo a recrear y modificar un ritual que Jon Muñoz Otaegi y Juan Luis Landa, autores de la obra original, repitieron al principio de este siglo; algo que el propio Barandiarán hizo a mediados del pasado... y así hasta el origen mismo del ser humano y de la historia de la oralidad, quién sabe si alrededor de un fuego.
Además de la constatación empírica que otorga el hecho de que se agotasen las entradas para los pases de Irati en el Principal y en el Victoria Eugenia, decimos que acierta porque, al igual que el ser humano y que los mitos, las sociedades, como contenedoras de todo ello, también manifiestan un instinto de autoconservación que, en el caso colectivo, se alza sobre la necesidad de sentir y ver su cultura y su idioma representadas, sin preocuparse de caer en el sesgo de la confirmación.
Irati, como reconoce su director, sigue la estela del cine de espadas y brujería y viaja por el camino por el que transitaron Willow, Legend o Excalibur, pero también otras obras que tienen mucho de tradición oral. Es difícil no pensar en El guerrero número 13, de John McTiernan, y en las Venus de Willendorf que adoran los salvajes del norte cuando el cineasta vasco propone una revisión de la diosa Mari, que tras un velo esconde a Itziar Ituño. Y es en la cueva de Mari, en la que pintados en piedra se hace un repaso de los innumerables hijos e hijas de la diosa, en la que se lanza una advertencia a los hombres que profesan la fe cristiana y que evoca irremediablemente a los primeros compases de Alexander, de Oliver Stone, en los que rey Filipo desea alejar a su hijo Alejandro Magno del misticismo de su madre Olimpia. Como siempre, la historia escrita por los hombres ha firmado la brujería con nombre de mujer.
La excelente factura de la película, sus solventes interpretaciones –en especial, las de Eneko Sagardoy y la de Kepa Errasti–, la preciosa y preciosista fotografía y, música, pero, sobre todo, la necesidad social de que exista una gran película como esta, no puede hacernos obviar el hecho de que está lejos de ser redonda a causa, principalmente, de unos efectos digitales que no funcionan –por mucho que fuesen premiados en Sitges– y que podían haberse resuelto con maquillaje, prótesis o por una apuesta mucho más plástica, mecánica y orgánica que, por otro lado, también se encuentra con acierto en varios otros momentos de la película; y por un segundo acto que baja en picado después de una impresionante batalla de Orreaga, perdiéndose en el tedio y en la frondosidad de unos árboles que no dejan ver, no la selva que se filma, sino a dónde se dirige la propia historia, haciendo que la segunda obra de Urkijo se aleje de propuesta robusta de Errementari. Esto, por supuesto, no desmerece el hecho de que Irati responda a un auténtico ritual que tanto el individuo, como la sociedad y nuestros propios mitos reclamaban.