Cultura

Críticas de cine: 'Almas en pena en Inisherin', 'Llaman a la puerta' y 'Joyland'

Resulta inimaginable pensar en “Almas perdidas en Inisherin” sin Brendan Gleeson y Colin Farrell, dos actores que dirigidos por Martin McDonagh hacen creíble lo que quieran.

Dirección y guión: Martin McDonagh. Intérpretes: Colin Farrell, Brendan Gleeson, Kerry Condon y Barry Keoghan. País: Reino Unido. 2022. Duración: 114 minutos.

Con Almas en pena de Inisherin, el dramaturgo, guionista y directorMartin McDonagh filma su cuarto largometraje con la certeza de que los cuatro merecen la pena. Si ya conocen Escondidos en Brujas (2008), Siete psicópatas (2012) y Tres anuncios en las afueras (2017), ya lo saben; si todavía no las han visto, subsanen cuanto antes esa carencia. No se arrepentirán. No lo lamentarán porque McDonagh pertenece a la estirpe de los narradores puros que gozan (y hacen gozar) con lo que están contando.

Aunque Almas en pena en Inisherin sea su último filme, en realidad su gestación empezó hace muchos años. Dramaturgo antes que director, McDonagh le ha dado muchas vueltas a esta experiencia que se percibe proviene de entrañas propias, del fondo donde se palpa eso que nos atraviesa. Su historia posee un origen, un acto que todo lo determina; el rechazo. Además cuenta con dos protagonistas fundamentales; tres o cuatro comparsas de lujo y un paisaje que todo y a todos condiciona.

En este viaje, sus intérpretes desprenden humanidad y reclaman la ascendencia fordiana de la Irlanda mítica, pintada de casas blancas, campos verdes, el azul del mar y la sequedad gris de piedras plúmbeas.

A McDonagh no le hace falta más para bucear en la desesperación vital, en la soledad y en la angustia. ¿Cómo escapar de esa Arcadia feliz?, ¿cómo transcender de ese tiempo hierático donde, hora a hora, la existencia se desmorona en una rutina de inanición y tedio? McDonagh ha vuelto a llamar a Brendan Gleeson y Colin Farrell; y ambos, viejos conocidos, le devuelven lo que les pide: esencia de autenticidad para el ritual de un desencuentro de resonancias bíblicas y de dimensiones colosales: ¿el final de una amistad? De eso trata en apariencia Almas en pena de Inisherin. Del desgarro que un día sacude la pequeña aldea de Inisherin cuando un hombre deja de hablar a su amigo del alma.

Las banshees, esos fantasmas en pena a los que alude el título original, provienen de la vieja mitología irish. Son hadas, espíritus feéricos que anuncian la inevitabilidad del óbito. Pero aquí la muerte adquiere diferentes niveles de representación. Con ecos de guerra civil irlandesa, la que acontece entre 1922 y 1923, y presagios funestos en la vida cotidiana de esa isla de ficción llamada Inisherin donde un músico folklorista, Colm, y su eterno compañero, Pádraic, ponen fin a una relación secular, suenan campanadas a muerte.

En realidad, McDonagh filmó esta fábula de recio humanismo en las islas de Inishmore y Achill. En ese espacio donde vemos moverse a la hierba y morder al frío, donde la cerveza invita a empinar y la música deshiela la incomunicación, McDonagh bucea en el hartazgo, la insatisfacción, el derrumbe emocional y el ocaso. Y al hacerlo, enfoca cuestiones como la honestidad y la venganza; la violencia y la bonhomía.

McDonagh, sin los fuegos de artificio que han rodeado a cineastas que no lo son, evidencia su naturaleza de bardo impregnado por una manera de entender el cine ajena a las cuestiones anecdóticas del tiempo presente. Y es que estamos ante una pieza mayor, un filme de los que de verdad importa. Un recital deslumbrante a cargo de dos virtuosos que desprenden tristeza y emoción. Estas almas en pena lo son y nos hablan de cuando los hombres apenas hablan. De hecho, los diálogos son escasos pero en Inisherin se sabe todo y se proyectan en público muchas de las paradojas y quebrantos que condicionan lo que somos como individuos abocados a convivir con los demás. En su deriva hacia la tragedia, parece evidente que esa escenificación de un deseo de soledad no trata del fin de la amistad. En realidad nada en la petición de Colm a su amigo Pádraic implica reproche, ni animadversión, ni enfado. Solo cansancio. Un agotamiento existencial e íntimo. El vértigo de pasar sin dejar huella hace de estas Almas en pena un texto hermoso filmado, como el presente, con la guerra de fondo. Lo que nos recuerda que el peor pecado es nuestra irreprimible tendencia de ceder a la pulsión de muerte, al odio, al miedo y, lo peor, a la venganza.

Joyland: sexo y libertad

Dirección: Saim Sadiq. Guión: Saim Sadiq y Maggie Briggs. Intérpretes: Ali Junejo, Alina Khan, Rasti Farooq y Sarwat Gilani. País: Paquistán. 2022. Duración: 126 minutos. 

Pocas señales nos llegan del cine paquistaní. Sí que la visión de Joyland nos alerta de que si el debutante Saim Sadiq representa la calidad media de su producción cinematográfica, se impone la necesidad de recuperar ese legado. Joyland se presentó en la última edición de Cannes y allí sedujo a la crítica y se ganó el apoyo de los colectivos LGTBQ. Ahora se pasea por el mundo dando noticia del estado de la cuestión en la sociedad paquistaní donde, lógicamente en un mundo global, las cosas están cambiando en feroz lucha entre lo viejo y lo nuevo.

Eso, lo que fue y lo que será, es lo que Joyland retrata a través de las vicisitudes de una familia media en el tiempo presente. Sadiq nos habla de las jerarquías y de las relaciones internas, de roles personales y querencias sexuales, de los sueños y las frustraciones.

Su contenido emite señales de una realidad cambiante donde el poso de lo tradicional recibe embates de un orden nuevo; en él algunas cosas cambian pero es de temer que la condición de la mujer sigue siendo la de la víctima escogida, carne de sacrificio.

Básicamente se nos resume el argumento diciendo que su guión trata del resquebrajamiento de una familia patriarcal y aparentemente feliz cuando el hijo más joven, casado y sin descendencia todavía, descubre su atracción por una joven cantante trans. Es cierto, pero el contenido argumental de Joyland abarca muchas más cosas. Si algo sorprende de esta opera prima, de una cinematografía inusual entre nosotros, es que en su aparente ingenuidad encierra un complejo entramado de relaciones, matices y escalas.

Joyland, tras una inicial presencia fantasmal, coge vuelo con un nacimiento y culminará con un funeral. Es decir, Joyland aspira a mostrar las fases de la vida en un calidoscopio que revela, con algo sabido pero siempre olvidado, que las consecuencias de cualquier acto repercuten en los demás de manera más decisiva de lo que queremos percibir. Ese contexto, un mosaico familiar de correa corta y vecino vigilante cuya mirada condiciona los comportamientos colectivos, se mezcla con el de la escena musical de coreografías y cánticos. No es el contrapunto entre la cárcel y la libertad, o entre el paraíso y el infierno, sino dos espacios mediatizados por una cultura de represión.

Sadiq, formado en Nueva York, filma bien, transmite frescura, sabe componer personajes y estos, anclados a un destino amargo, respiran libertad y sueños.

Llaman a la puerta (Knock at the Cabin): fin de la historia

Dirección: M. Night Shyamalan. Guión: M. Night Shyamalan, Steve Desmond y Michael Sherman. Novela: Paul Tremblay. Intérpretes: Dave Bautista, Jonathan Groff, Rupert Grint, Ben Aldridge, Nikki Amuka-Bird y Abby Quinn. País: EEUU 2022. Duración: 100 minutos. 

Fiel a sí mismo, M. Night Shyamalan no ha modificado ni una coma del libro de estilo que dio a conocer con El sexto sentido. Llaman a la puerta, su reescritura de la novela de Paul Tremblay, un escritor de terror de creciente predicamento en la actualidad, le sirve a Shyamalan para ratificarse en esas constantes que hacen de su universo una revisión inquietante, aunque menos perversa, del cine de Alfred Hitchcock. Como el creador de Vértigo, Shyamalan se cuela en sus películas. Y como él, la buena respuesta que (casi) siempre le brinda el público, resulta inversamente proporcional a los reconocimientos de la industria.

Han pasado 30 años de su primer filme y más de quince largometrajes dan noticia de un universo sólido, paranoide y tenso, misántropo y claustrofóbico con dos tropiezos inconcebibles: After Earth y The Last Airbender. Ahora, en Llaman a la puerta, el cineasta agita la percepción del público de los años de la postpandemia. En cinco minutos, reparte con brillantez todas las cartas de esta partida apocalíptica. Una familia constituida por dos padres y su hija de adopción, de origen oriental, pasa unos días en el bosque, ese espacio de magia y terror al que Shyamalan acude con frecuencia, cuando aparecen cuatro sujetos con armas estrafalarias propias de Mad Max.

Llegan tras una visión, se han unido para evitar el fin de la historia y reclaman un sacrificio, una vida humana a cambio de la salvación del mundo.

El misterio avanza y las dudas crecen, tanto en los dos hombres adultos conminados a elegir, como en el espectador que les observa. En el espacio cerrado de una cabaña, sin posibilidad de echar mano de los móviles, pero recibiendo noticias del mundo a través de la televisión, lo que parecía un filme de psicópatas a lo Matanza de Texas, desgrana una reflexión sobre el desmoronamiento de la humanidad, el fanatismo y la locura. ¿O no?

Sin estar entre lo mejor de Shyamalan, su adaptación se beneficia de su pericia para convocar atmósferas desasosegantes. El constructo le funciona con la evidencia de que la verdadera naturaleza de sus temores, ese pesimismo vital, enlaza más con Lovecraft y sus miedos cósmicos que con Stephen King. Quien por cierto, alabó mucho al autor de la novela. l

11/02/2023