Dirección guión: Cristian Mungiu Intérpretes: Marin Grigore, Judith State, Macrina Barladeanu, Orsolya Moldován, Rácz Endre y József Bíró País: Rumanía. 2022 Duración: 125 minutos
en 1938, Rumanía aprobó la constitución que ponía su incierto destino en manos de la autocracia del rey Carlos II. Hoy da escalofríos saber que, de más de cuatro millones de votantes, apenas 5.000 votaron en contra. Percibir tanta homogeneidad en un pueblo que, más que unido, (a)parece cosido a su suicidio colectivo, provoca estupefacción. Tanta unanimidad, la misma que recibían en vida Nicolae y Elena Ceaușescu, desata al miedo. Sin embargo los Ceaușescu se enfrentaron al pelotón de ejecución con más perplejidad que temor. Su asombro era descomunal. ¿Cómo iban a matarlos quienes, pocos meses antes, con todo el Parlamento puesto en pie, les ovacionaban con devoción fraternal?
Volviendo a 1938, en ese mismo año, Isidor Isaac Rabi, un estadounidense de origen polaco, describió y midió la resonancia magnética nuclear. Allí estaba el origen de la técnica que hoy se aplica para descubrir y diagnosticar las enfermedades que pudren el interior de nuestros cuerpos. Y precisamente así, “R.M.N.”, –el acrónimo de Resonancia Magnética Nuclear–, cuyas consonantes son las mismas que hallamos en la palabra Rumania, el país transilvánico donde se generó el mito de Drácula, se titula el último filme de Cristian Mungiu. Se trata tal vez del cineasta rumano más reconocido de una generación de excelentes directores, empeñado en escuchar las resonancias de aquello que nos está intoxicando.
Es probable que la vida en Rumania sea áspera, difícil, de piedad escasa, con un presente difícil y un futuro oscuro. Su situación y su historia, hacen de este país cuyo idioma proviene del romance, una zona caliente, tierra de aluvión. Ocupa un espacio propio en el arrabal de la Europa de los “27 estados soberanos”. Rodeada por los Cárpatos, esta Rumanía de hoy viene siendo retratada con precisión por Cristian Mungiu.
Para entrever la naturaleza de la que está hecho Mungiu, parece interesante recorrer su proceso formativo. Antes de dedicarse al cine, el autor de “Cuatro meses, tres semanas y dos días” (2007), fue maestro y periodista. Había estudiado literatura y también recibió formación en el mundo del teatro. Esa mezcla de afán de denuncia, vocación de didactismo, hálito poético y capacidad de representar, se vuelcan en un cine que, el propio Mungiu describe, ha nacido bajo una única intención: “hablar de la naturaleza humana sin imponer mis propias conclusiones”.
Así, como un espeleólogo en el interior de la cueva, Mungiu muestra más que narra y recrea más que crea, una radiografía de la Rumania profunda. En ella se dan cita desde los supervivientes del viejo régimen y algunos emigrantes que regresan, a otros migrantes que desembarcan allí provenientes de países todavía menos afortunados. La mayoría son de la tribu que les vio nacer y en cuanto tribu, la xenofobia, el miedo al otro y las viejas heridas del roce vecinal, generan un caldo obviamente tóxico.
Durante muchos minutos, “R.M.N.” presenta a sus personajes, describe el paisaje y el paisanaje y enumera los posibles conflictos y los viejos deseos. En esta época virtual donde internet y lo digital todo lo acerca, todo lo pervierte, más que nunca, en un mismo espacio, por alejado que éste esté, conviven todos los tiempos.
Y en “R.M.N.” ese todos, avanzan hacia una secuencia vertebral de protagonismo coral. Cerca de un cuarto de hora, sin trampa ni corte, Mungiu hace que todo un pueblo verbalice el conflicto en el que vive, la contradicción que le azota y la incomprensión que le obnubila, con la tristeza de ser parte de todo ello. Son minutos de lucidez de la que harían bien en apre(he)nder directores como Loach, Guédiguian, Bollaín y tantos otros comprometidos con lo social. De todos,
Mungiu se vislumbra como el más brillante maestro, el más autorizado para rasgar la pantalla de cine y hacer que se asome la verdad de lo real. Y con ella, la dolorosa percepción surrealista de que la humanidad está en peligro.
Whitney Houston: I Wanna Dance with Somebody
Estrella sin brillo
Dirección: Kasi Lemmons Guión: Anthony McCarten Intérpretes: Naomi Ackie, Ashton Sanders, Stanley Tucci, Clarke Peters, Nafessa Williams y Tamara Tunie País: EEUU 2022 Duración: 146 minutos
La sombra de Bohemian Rhapsody (2018), especialmente el éxito económico que el biopic de Freddie Mercury y Queen consiguió bajo la dirección de Bryan Singer, ejerce un mal influjo sobre esta vida ejemplar que hace de Whitney Houston un arquetipo de alma plana y de ningún recoveco. Poco importa que Naomi Ackie, la actriz que encarna a Whitney Houston, se rompa en un esfuerzo sobrenatural para que sus labios encajen con las canciones de la protagonista de El guardaespaldas y para que su cuerpo rememore aquel otro cuerpo que Kevin Costner llevaba en brazos. Ese esfuerzo de orfebrería y pasión nace muerto como un monstruo de Frankenstein al que le han robado el fuego interior, carente de la energía vital que diferencia un ser humano de un muñeco.
Esa sombra tóxica se percibe no solo porque en ambos casos sus biografías han sido relatadas por el mismo guionista, Anthony McCarten, sino porque el cine de Hollywood, prisionero de su ambición de ganar dinero a toda costa, esclavo del espejismo de ser número uno, lleva años empeñado en distorsionar los hechos. Usa y abusa de sus estrellas mas propicias –mejor si ya han muerto–, para reverdecer sus logros, rentabilizar la inversión y multiplicar los beneficios.
Whitney Houston: I wanna dance with somebody se descubre como una reconstrucción cronológicamente lineal y ensayísticamente vacía. Esta Whitney Houston carece de alma y de entidad, solo se salva de tanto fuego de traca, de tanta oquedad sin fruto, su banda sonora, trufada con las canciones de la citada Houston. Pero si no existe una gran devoción por el cantar de Whitney Houston, por la rotundidad y poderío de su espectacular garganta, apenas hay nada en este filme merecedor de ser ni visto ni recordado. Convencional y rutinaria, Kasi Lemmons, la directora de esta desfallecida recreación, repite lo de siempre; la historia del ascenso y caída de un ¿mito? Sin guion relevante y sin una cineasta para redimirlo, sus 146 minutos se descubren, a su pesar, como un largo y pesado ejercicio publicitario sobre el mayor engaño que nos azota: esta enfermiza querencia por el triunfo, por la fama y el éxito.
Eugénie Grandet: el vicio barato
Dirección y guión: Marc Dugain Novela: Honoré de Balzac Intérpretes: César Domboy, Olivier Gourmet y Joséphine Japy País: Francia. 2022 Duración: 103 min.
ahora, ningún exhibidor (nos) propone hacer un programa doble; aquellos festines maratonianos donde, con acierto o no, se invitaba al público a sumergirse durante horas en un pulso entre (dos) películas. Un duelo del que casi siempre salía ganador el espectador que, durante una larga tarde y/o noche, desconectaba por completo de las miserias cotidianas. De recuperarse aquella costumbre o de llevarse la iniciativa a un centro de arte contemporáneo, comisariado con la voluntad de enhebrar textos convergentes, resultaría fascinante unir Eugénie Grandet con Las ilusiones perdidas que hace un año presentó Xavier Giannoli.
Lo que en el relato de Lucien, o el periodismo en la Francia del París del XIX, se saldaba con un ritual exuberante, un ejercicio brillante, anfetamínico y sagaz sobre el fingimiento y el poder, sobre la crítica, la opinión pública y la manipulación, en el relato de Eugénie Grandet pronto se descubre que Marc Dugain va a optar por una prosa audiovisual más austera, casi minimalista, siempre sutil y con aromas de un feminismo nada timorato y nada oportunista. En ambos casos, el universo de Balzac, su hálito poético y su perspicacia para descender al fondo de las emociones, suministra la materia argumental, un contexto literario que tanto Dugain ahora, como Giannoli hace un año, se empeñaron, para bien, en sin descontextualizar el tiempo histórico ideado por Balzac, imprimirle una mirada contemporánea que revitaliza su enfoque. La condena que amenaza la vida de Eugénie Grandet tiene un nombre, como escribió el propio Balzac, el vicio más barato de todos: la codicia. Que no cueste dinero no significa que sea inocuo. Por el contrario, la avaricia destroza a quien la abraza y hace la vida miserable y mezquina a quienes viven a su lado. Eugénie Grandet es a la novela lo que El avaro de Molière al teatro, el feroz espejo de la maldición de Midas.
Pero además, tanto Balzac en su relato, como Dugain en su película, cultivan una radiografía sobre la condición de la mujer y su epifanía. En ese sentido, con tempo sosegado y renglones rectos, Dugain va aportando los elementos de ese desencuentro entre un padre y su hija. Como en El caballo de Turín, ambos se disuelven en un tiempo crepuscular. Pero, a diferencia de la distopía de Bela Tarr, Eugénie conjura la tacañería paterna dando una lección de generosidad y, sobre todo, de inteligencia femenina que Dugain concluye un poco antes que la novela. l