No es la primera vez que recuerdo que ninguna buena acción queda sin castigo. Nos lo pueden atestiguar José Luis y Marina, padre e hija de Barcelona que, con la mejor de sus voluntades, permitieron la entrada en el domicilio habitado por la joven a un hombre que estaba pasando un rato apurado.
Bien pronto, el individuo dio muestras de no ser el compañero de piso ideal. Cada dos por tres montaba un cirio y en varias ocasiones se mostró violento con Marina que, al final, tuvo que abandonar la que era su morada.
Cuando José Luis fue a pedir de buenos modos al usurpador que se marchara, no hubo manera, se negó en redondo. Llamados los Mossos, todo lo que hicieron fue encogerse de hombros. Legalmente, no podían hacer nada.
De eso hace casi dos años, así que a los expulsados de su vivienda no les ha quedado otro remedio que la presión en la calle. Y aquí es donde viene la parte rocambolesca, porque resulta que Marina y José Luis son activistas del movimiento antidesahucios de la capital catalana.
Imaginen la escena. Quienes habitualmente se movilizan para evitar desalojos reclaman ahora el desalojo del ocupador de su propiedad.
Ni qué decir tiene que, más allá de sus militancias, Marina y José Luis son víctimas de un indeseable que les ha robado su casa. Pero es difícil callarse que, de algún modo, han probado de su propia medicina.
Ojalá pronto les devuelvan lo que es suyo, y ojalá de paso que este episodio sirva para que los jueces, políticos y tertulianos que, frente a la evidencia clamorosa, aseguran que este tipo de cosas no pasan, se bajen ya de la burra de su negacionismo.