Javier Cercas cierra con El castillo de barbazul la serie que inició con Terra Alta y continuó con Independencia. Al menos de momento, “porque nunca se sabe”, dice. Prefiere volver a cambiar de rumbo, como ha hecho ya varias veces a lo largo de su carrera, para desafiarse a sí mismo “y jugármela”. Si no, sería repetirse y eso le convertiría “en un escribano” más que en un escritor. La literatura, cree, debe ser “placer y conocimiento”, pero también “riesgo”.
¿Cómo lleva estos encuentros con el público?
–Muy bien. Como muchos escritores, y más cuando empiezas a tener cierta edad, vivo en una contradicción. Por una parte, tengo que confesar que a mí lo que me gusta es estar escribiendo en mi casa. Puede que suene mal, la verdad suena mal casi siempre, pero suelo decir que si la pandemia no hubiese sido una catástrofe colectiva, como fue, habría sido una bendición personal para mí porque me permitía quedarme en casa. Por otra parte, también me gusta el contacto con la gente, sobre todo porque el protagonista de la literatura no es el autor, sino el lector. Hay una frase que le dice un bibliotecario a Melchor Marín en Terra Alta, y es que la mitad de una novela la pone el autor y la otra la pone el lector. Esta es una de las pocas verdades inapelables que yo conozco. Una novela es una partitura, y es el lector quien la interpreta y cada uno lo hace a su manera.
Leemos las novelas desde lo que somos.
–Absolutamente. Y ahí está gran parte de la magia de la literatura. El lector es quien dota de sentido a lo escrito. Un libro sin lectores es letra muerta. Esto no es populismo literario, es así. Y a mí no me gustan las conferencias, quizá porque fui profesor y me harté de hablar solo; lo que me gusta es el diálogo con los lectores. Siempre puede ser inesperado y es cierto que no todas las lecturas pueden ser inteligentes. Como dice Lichtenberg, un libro es como un espejo, si un asno se mira en él no puede aspirar a ver un profeta. Pero raramente te encuentras a un asno de verdad. Normalmente te llevas estimulantes sorpresas.
Ha comentado que con ‘El castillo de Barbazul’ cierra la serie que comenzó con ‘Terra Alta’. Y eso que había dicho que sería una tetratogía. ¿Por qué ahora?
–Al acabar el primer libro decidí que esto iba a ser una novela en cuatro partes. Y estaba planeado así, pero al acabar la tercera, que tiene un final muy abierto, me entraron las dudas. Tanto es así, que gran parte de la cuarta está escrita, y no solo eso, sino que también he escrito un spin off. Pero últimamente siento que ya tengo que parar.
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¿De dónde viene esa sensación?
–Las novelas se sabe cómo empiezan, pero no se sabe cómo acaban. Cervantes no sabía que iba a escribir una segunda parte del Quijote. En Terra Alta se creó un mundo con gente que me subyugó. Por eso seguí escribiendo porque, literalmente, me enamoré de este tipo y de su entorno. Y necesité seguir. Nunca me había ocurrido y no creo que me vuelva a ocurrir. Por eso creo que ahora mismo es bueno parar.
¿Necesita separarse de Melchor, romper ese enamoramiento? Cuidado con el desamor...
–(Ríe) No lo sé. Mi editor no está muy contento... Pero es que yo quiero descubrir todos los escritores que llevo dentro. No me gusta nada la idea de encontrar una fórmula y aplicarla indefinidamente. Cuando un escritor se repite y convierte sus novelas en la aplicación de una fórmula, está muerto porque ya no puede decir nada nuevo. Un escritor que no corre riesgos no es un escritor, es un escribano. Yo podría hacer 25 novelas más como las que ya he hecho; hay gente que me dice que haga otra como El inquilino, que entonces no la leyó nadie porque yo no era conocido. Y yo contesto que ya lo hice y no lo voy a hacer más. Cada novela obedece a una serie de cosas y es un error grave repetirse.
Pues las librerías están llenas de fórmulas repetidas hasta la saciedad.
–Por desgracia, así es. Pero es el problema de esos escritores, no el mío. Yo intentaré jugármela en cada libro, en cada página, en cada frase y en cada palabra. Así es como yo lo entiendo. Ahora he tenido este sentimiento, aunque no descarto nada, más que nada porque lo mejor que puede hacer un escritor siempre es contradecir sus propias ideas, sobre todo si un libro te lo pide. Pero ahora mismo tengo la sensación de que es bueno que esto acabe aquí, de esa manera abierta. Yo opero con intuiciones. Por instinto.
Sería otro de los muchos cambios de rumbo de los que ha vivido en su trayectoria. ¿Da vértigo y al mismo tiempo emociona enfrentarse a un tiempo de descubrimiento?
–Es que sin eso no hay escritura. La literatura o es una aventura para el escritor en primer lugar o no puede serlo para el lector. Una novela que no es una aventura es un viaje en autobús, ya sabes adónde vas. Eso no es literatura, puede ser entretenimiento.
¿Y qué es la literatura para Javier Cercas?
–Yo entiendo la literatura como una exploración. Eso sí, antes que nada es un placer, como el sexo. Y también es una forma de conocimiento, como el sexo. Por eso cuando alguien me dice que no le gusta leer, lo único que se me ocurre es darle el pésame, porque es como alguien al que no le gusta el sexo. Tiene un problema. Insisto, la literatura es las dos cosas, placer y conocimiento. Entonces, si ya no es conocimiento, si ya no es averiguación, es algo meramente mecánico y no merece la pena. Excepcionalmente, hay algún escritor que se repite y que, a pesar de ello, me interesa. Thomas Berger, por ejemplo, siempre escribe el mismo libro, pero está tan loco y es una vomitona tan bestia... (ríe) Pero creo que un escritor tiene que correr riesgos; yo procuro hacerlo cada vez.
Así que no tiene un método.
–No. Escribir una novela para mí consiste en formular una pregunta compleja de la manera más compleja posible. Y en no contestarla. Los novelistas tenemos que formular preguntas, pero no debemos contestarlas, al menos no de una manera taxativa. Nuestras respuestas siempre son ambiguas, contradictorias, poliédricas. Así que como cada pregunta que haces es distinta, la manera de formularla también tiene que ser distinta. Por eso cuando empiezo a escribir una novela siempre tengo la sensación de que empiezo de nuevo. Salvo con estas tres últimas, porque, como ya digo, son una novela en tres partes. Y en ellas se formula una sola pregunta. Pero, aparte de eso, siempre tengo la sensación de que estoy creando un juego nuevo, creando las reglas a medida que juegas, e, idealmente, el lector debería tener la sensación de que está descubriendo las reglas a medida que lee. Decía Baudelaire que había que ir al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo. Escribir tiene que ser la búsqueda de algo que tú no sabías y que averiguas en el proceso. Si lo que vas a escribir ya lo sabías de antemano, no merece la pena que lo digas; lo dices en un artículo o se lo dices a tu pareja y pa’casa.
No caeré en la trampa de preguntarle qué tiene el personaje de Melchor Marín de Javier Cercas, aunque sí que ha afirmado en alguna ocasión que volcó en él muchos sentimientos que experimentaba personalmente en el momento en que lo creó.
–Es muy amable, pero esta pregunta es muy pertinente, aunque los escritores la eludan. Toda la literatura es autobiográfica. No en el sentido de que el escritor cuente en ella su vida, sino en el sentido de que parte de su propia experiencia y la transforma en otra cosa. La propia biografía es la carne y la sangre de la que están hechos los libros. Cervantes es Don Quijote, ¡por supuesto que lo es! De la misma manera que es Sancho Panza, Dulcinea y el resto de personajes. Y no está claro si fue así o no, pero parece que Flaubert dijo ‘Madame Bovary soy yo’, y en mi caso podría decir que Melchor Marín soy yo... Pero solo en lo malo.
¿Solo en lo malo?
–Solo en lo malo, lo bueno lo pone él. Lo digo completamente en serio. Melchor Marín es absolutamente contradictorio, como lo somos todos. De eso habla la literatura, de lo extraordinariamente buenos que podemos ser y de lo extraordinariamente malos que podemos ser. Melchor nace lleno de furia, de dolor, de odio, de deseos de venganza... Recuerdo dónde y cómo se me apareció. Salía de mi despacho y me vinieron dos frases que luego se convirtieron en las dos primeras frases del segundo capítulo de Terra Alta. Dicen más o menos así: ‘Se llamaba Melchor porque la primera vez que su madre lo vio, recién salido de su vientre y chorreando sangre, dijo entre sollozos que era igual que un rey mago. Su madre se llamaba Rosario y era puta’. Esto se me ocurrió por la calle, ahí vi a este tipo. Un tipo profundamente herido por una vida tremendamente complicada. Madre prostituta, nace en el barrio más duro de la Barcelona metropolitana, no conoce a su padre, a los 18 años está a la cárcel... En fin, rock and roll.
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¿Esa furia es suya?
–Sí, yo entonces sentía esa furia. Georges Bataille hablaba de la parte maldita. Todos los seres humanos la tenemos. Quien no ha sentido furia, dolor, deseos de venganza no es una persona; es una máquina o un mentiroso. Esa parte maldita está dentro de nosotros y la literatura la saca. Por eso es maravillosa, terapéutica. Eso es mío. En aquel momento yo me sentía así, estaba lleno de furia porque mi situación personal y la de mi entorno era catastrófica, pero afortunadamente pude sacarlo a la superficie y convertirlo en literatura.
¿Y qué me dice de la parte buena de Melchor, que es grande también?
–Este hombre tiene unas cualidades extraordinarias. Una luminosidad total. Es capaz de las mejores virtudes. Borges dice en un verso del Evangelio apócrifo ‘bienaventurados los limpios de corazón porque ven a Dios’. Y este tipo es un limpio de corazón. Esto a mí me conmueve profundamente. ¿De dónde ha salido tanto coraje? Winston Churchill decía que el coraje es la virtud esencial porque es la que hace posible el resto de virtudes. Tú puedes ser muy bondadoso, pero si de pronto llega una guerra y no tienes el coraje de ejercer esa bondad, te conviertes en un canalla. Melchor tiene ese coraje de manera natural, de manera discreta y sin exhibicionismos.
Parece que le sorprende cómo es el personaje que ha creado.
–Es que yo le he ido conociendo a medida que escribía. He escrito estos tres libros para descubrir quién es. Y he descubierto muchas cosas, como que también tiene otra gran virtud que se llama carisma. Esta palabra se usa mucho en la política, y a mí no me gustan nada los políticos carismáticos, los detesto. Lo que tienen que hacer los políticos es resolvernos los problemas y nada más. Carisma originariamente tiene un sentido religioso. Es un don o una gracia que poseen determinadas personas y que les permite aglutinar en torno a ellos una comunidad de personas normales y corrientes que gracias a ese carisma son capaces de sobreponerse a su propia mediocridad y dar lo mejor de sí mismos. Como ocurre en El castillo de Barbazul, donde una panda de tipos normalísimos hacen una cosa extraordinaria arrastrados por este tipo.
Les lleva a hacer algo que, a priori, no se puede ni se debe hacer, aunque ahí a los lectores nos pone en una situación incómoda, porque nos vemos apoyando ese tipo de acciones.
–La literatura hace eso, sí. A cambio del placer, incomoda. La pregunta fundamental de estas tres novelas es si es legítima la venganza cuando la justicia no nos hace justicia. La respuesta en la realidad es muy sencilla: no puede ser. No podemos tomarnos la justicia por nuestra mano porque esto sería la selva. Pero esa es la realidad, la ficción es totalmente distinta. La literatura pone en cuestión nuestras certezas más arraigadas. Nos obliga a empatizar con personas, con actitudes, con ideologías, con actos de los que en principio abominamos. Tú lees Crimen y castigo y te pones del lado de Raskólnikov, que ha matado a una pobre anciana. Así que cuando me dice que el lector de estas tres novelas por momentos se siente incómodo, me encanta. Vargas Llosa habla de la literatura como venganza de la realidad. Por eso la literatura nos alivia y es útil, siempre y cuando no se proponga ser útil, claro.
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Entonces se convierte en panfleto.
–Eso es, y entonces es mala literatura. El mexicano Alfonso Reyes decía que la literatura es un depósito de experiencias. Es decir, gracias a ella vives experiencias a las que no tendrías acceso de otro modo. Puedes estar una guerra, en una barricada... Y eso de algún modo te fortalece, te enriquece. Una novela no te tiene que confortar solamente, sino que también te tiene que desafiar, incomodar y obligarte a preguntarte si lo que haces y piensas es lo correcto y si un hijo de la gran puta puede tener razón en un momento determinado. Por eso la literatura es dinamita.
Melchor Marín está marcado por la violencia que han sufrido las mujeres de su vida: su madre, su mujer y su hija. Hoy (por ayer) estamos a 25 de noviembre, Día para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Es 2022, pero parece que damos pasos atrás.
–Discrepo. Creo que estamos en el mejor momento de la historia en este asunto. Venimos de una historia catastrófica en la que la mitad de la humanidad ha tenido a la otra mitad apartada, postergada, sojuzgada... Eso es así. Aristóteles, un pilar de la cultura occidental, escribió en La política que las mujeres son inferiores a los hombres. Y no es que solo lo pensara él, lo creía todo el mundo en su momento. Esto ha sido así en casi todas las épocas y solo en las últimas décadas –aunque podemos hablar de feminismo ya en la Edad Media– hemos empezado a tomar conciencia de que la mitad de la humanidad no puede estar en esa situación. La violencia contra las mujeres es una consecuencia de esa marginación a la que se las ha sometido siempre. ¿Tú sabes cuánto hace que en España hay un cómputo de las mujeres asesinadas?
Unos veinte años.
–Ni eso, porque creo que oficialmente existe desde 2003. Antes por supuesto que ocurría, que los maridos pegasen a sus mujeres era el pan de cada día y los asesinatos se llamaban crímenes pasionales... Y no pasaba nada. Recuerdo que cuando empezamos a cobrar conciencia de esta situación pensé que esto era propio de España por la tradición machista, por la Inquisición y yo qué sé... Pero luego hemos visto que es falso, porque en países con mejores democracias que la nuestra, por ejemplo los nórdicos, los números son aun peores.
Es un problema global.
–Absolutamente. Hace poco, me pidieron que inaugurara un festival en Roma con una conferencia sobre lo que, en mi opinión, define nuestra época. Y escribí un texto que se titulaba El tiempo de las mujeres. La gran revolución de nuestro tiempo sin ninguna duda es la revolución de las mujeres. La mitad de la humanidad ha dicho basta. ¿Es suficiente lo que estamos haciendo ahora? Evidentemente, no, pero al menos le hemos puesto nombre a un problema monumental que tenemos desde hace milenios. No es que me la sople lo que diga Vox, preferiría que no existieran, pero no olvidemos que en España se habla de este tema permanentemente, como debe ser. No vamos por mal camino e intentamos poner los medios para que esto deje de pasar. Y este problema es esencial a las tres novelas de Melchor Marín. A su madre y a su mujer las matan y a su hija la violan. La furia del personaje nace de ahí. Pero es que todas las mujeres, y yo tengo cuatro hermanas, habéis padecido algún tipo de violencia en un grado o en otro. Los escritores no vivimos en Marte, somos termómetros de lo que ocurre a nuestro alrededor.
¿Sabe qué va a ser lo siguiente que escriba?
–Tengo muchas ideas, pero no lo sé. Es imprevisible. Lo único que me preocupa cuando escribo una novela es hacer el mejor libro posible. Todas mis novelas, no solo estas tres, son policiales. Todas tienen un enigma y alguien que intenta descifrarlo. Hay gente que todavía considera la novela negra un género menor. Es su problema. Es muy difícil encontrar un gran escritor del siglo XX que no haya usado los ingredientes del género policial. En definitiva, lo único que hay es dos tipos de literatura, la buena y la mala, el resto es verborrea. Papanatismo cultural.