Una historia y medio siglo de poso que he tratado de pintar en esta página y perseguido a su protagonista desde que la pelota se hizo cuestión principal en el diario con el viernes de cada semana. Pero Rogelio no quería; “que soy introvertido y reservado, Ramón…”, se excusó en más de una ocasión, “…pero creo que ahora sí, que tras tres años en el dique seco, mira, que sí, que ahora te voy a hacer caso y… a ver si sale algo que interese a la gente”. Asiente pues, con la txapela recién conquistada en la cancha de Adurtza, y se compromete a contarme cosas de los últimos 47 años de su vida personal y deportiva.
Resulta que la victoria en el Provincial de paleta cuero senior junto a Xabi Agirre, cuando tan siquiera había imaginado en volver a jugar y mucho menos competir tras ser operado en el hombro en 2019, le ha animado y ha accedido a asomarse aquí para contarnos una bonita parte de su vida. El tendón del hombro, donde encaja el hueso, tiritaba cuando apenas una parte del mismo resistía cada vez que pisaba la cancha. “Tenía que calentar bien la zona si quería jugar un poco”, recuerda, “hasta que llegó el día que ni coger una bolsa de fruta era capaz”. El labrum apenas era capaz de mantener el hueso del brazo dentro de la cavidad del hombro. Ahí intervino la mano del cirujano con éxito y tres años después “no sólo puedo seguir jugando sino que hasta compito y gano”. Y son 53 los años que soportan sus flacas piernas, un cuerpo no muy fornido pero una voluntad de hierro y un carácter ganador “que heredé de mi padre”. Rogelio, igual se llama el padre, inculcó en el hijo garra, ilusión, espíritu de lucha y, también, “lo que diferencia la pelota de los demás deportes: educación, comportamiento, darlo todo y admitir el error sin culpar a nada ni a nadie”.
Rogelio Solana, hijo de Rogelio y Asunción, vino al mundo en México DF. Sus cuatro abuelos, naturales los cuatro, de cuatro diferentes zonas del norte de España, emigraron a Hispanoamérica y la familia se agrupó entre los suyos en el Club España, donde Musi, los Mendiburu, Iniestra y el Trucas entre otros “marcaban el paso en la herramienta”. Con todos esos, y con Beltrán, su pareja, con quien conseguiría un título nacional, Rogelio Solana padre introdujo a la familia y al pequeño Rogelio de seis años en el ambiente pelotazale. Con una paleta de 20 cm fabricada por el padre comenzó todo. El progenitor jugaría luego hasta los 74, ya en Vitoria, con Talo e Infante, cuando el corazón le pegó “un sustito”.
En 1995, por detrás de Mikel Elio, “ganaríamos la Liga Vasca de Clubes, mi principal éxito deportivo seguro
–luego jugaría otras dos finales con Iván Temprano y dos veces más un par de semifinales en compañía de Eneko Martínez– pero nunca disfruté tanto como cuando gané los provinciales de mis primeros años junto a mi padre”; entre los 14 y los 18 años del hijo, los Solana jugaron juntos en todo tipo de escenario, “cuando Areitio, Igartua y Ciaurriz eran punta de lanza del cuero alavés”. Tenía 10 cuando debutó, allá en DF, en el Torneo llamado del Pavo junto un tal “Cuco” Morales. Pasado aquel año la familia se vino a España; a Málaga primero y a Jaca después, “donde retomé la pala” –con la maciza de goma porque no había frontón adecuado para jugar a cuero, “para hacerlo”, cuenta, “teníamos que desplazarnos hasta Hecho, en el valle oscense del mismo nombre”–, y Vitoria-Gasteiz al fin, “donde me quedé loco en cuanto visité el Beti Jai”. Había cumplido los 14. “Lo primero que hicimos”, cuenta sonriendo, “fue comprarnos un pantalón blanco para jugar en el Ogueta. No se podía si no”. Lo segundo, entrar en el Zidorra “de la mano de Akitxo”. En el élite del Estadio, sede del Zidorra, “pude ganar con Alain Vega –contra una pareja de Sestao– y jugarlo muchos años con mi padre, algo muy especial para mí”.
La familia regresó a México, entre el 89 y el 93, donde entró de nuevo en escena el club España, inmerso por aquel entonces en la pelea por buscar representantes del país en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 donde la pelota fue deporte de exhibición. Musi e Iniestra consiguieron pronto su billete y Peiro Aguirre, y Solana con Juan Rosel –estos se quedaron a las puertas– pugnaron para participar en Barcelona representando a su país. “Imagina lo que fue quedarnos a un peldaño de los Juegos, Ramón”, cuenta Rogelio con pena. Aquella fue, sin duda, una gran oportunidad perdida. El título de Euskadi del 95 con Elio suavizaría aquel pesar. Luego, de aquellos dos subcampeonatos con Temprano, todavía recuerda “cómo pudimos perder uno de ellos cuando dominábamos por 32 a 22, no me lo explico”.
Pepe Musi, José Antonio Musi Chaya, “era mi referencia, un fenómeno”; los dos comparten cierto estilo y un revés a dos manos que hay que verlos y disfrutarlos en la cancha. El vigente campeón del mundo, el valleladense Carlos Baeza, “es buenísimo”, e Imanol Ibáñez, el zaguero de la pareja, “lo hace tan fácil que parece que juega contra niños”. El argentino Emiliano Skufka es otro de sus palistas preferidos.
El hijo de Rogelio y Asunción es un “disfrutón”, un gallo de pelea, un ganador. Ahora ya, con medio siglo pasado a la espalda, va despacito pero llega, sigue ágil. Le pega bien con la derecha y hace volar el cuero a dos manos de revés. Hace magia al rebote y cada día saca mejor. Sara Acha y Rogelio han tenido tres chavales: Iker, Asier y Eneko, “que han elegido el fútbol y de pelota cero”. La familia entera, padres, mujer, hermanos, sobrinos e hijos “me vienen a ver cada vez que juego una final, y eso me encanta, no fallan”.
Rogelio Solana hijo pensó que esto acababa ya, que la herramienta “no tenía recorrido en Álava” en cuanto él mimo, Temprano, Martínez, Lakalle… y demás pelotaris de su generación colgaran la pala, pero “hay un grupo de chavales, muy jóvenes, que le ha metido vida a la paleta y que empuja aún más a los chavalitos”. Opina Solana que “la paleta ha resucitado”. Aquí todavía hay tema, cuate.