La semana comenzó con la alarmante noticia sobre un misil que impactó en territorio polaco causando dos muertos. Las primeras informaciones apuntaban a un artefacto ruso, lo que habría elevado el conflicto a una nueva dimensión al involucrar directamente a la OTAN y a la UE. A las pocas horas la versión de que se trataría de un aparato ucraniano fue imponiéndose, lo que rebajó la tensión. Hay quien denuncia que este tipo de relato desvela el doble rasero o la hipócrita doble moral con que muchos estaríamos valorando el incidente: si el misil es ruso, entendemos que el suceso es inaceptable, criminal y gravísimo; pero si resulta ucraniano, nos vemos compelidos a optar por lecturas más complacientes y apaciguadoras. Sin duda, juzgar dos sucesos iguales –un misil produce muertes civiles– de modo diferente revelaría una parcialidad aviesa de la que deberíamos cuidarnos si queremos analizar la realidad con rigor. Pero no menos incorrecto sería incurrir en el defecto inverso u opuesto: juzgar dos sucesos diferentes de modo igual.
Los misiles rusos fueron lanzados en el marco de una campaña militar ilegítima e ilegal (según la Asamblea General de la ONU, que la calificó de agresión y exigió su fin) y que incumple la orden directa de la Corte Internacional de Justicia de detenerla. Además, la acción tenía como fin objetivos civiles sin valor militar directo (es decir, que independientemente de su causa o contexto ilegal, sería en todo caso ilegal por sí misma). Sin embargo, los misiles ucranianos se lanzaron en el marco de una campaña legítima y legal (amparada por la legítima defensa reconocida por la Carta de la ONU y por el derecho internacional consuetudinario) y, por lo que a día de hoy puede saberse, el objetivo de los lanzamientos era interceptar los misiles agresores, lo que constituye un medio necesario y perfectamente proporcional para proteger a la población civil (de ser así, estaríamos ante una acción legal y moralmente irreprochable: derribar un cacharro asesino para salvar vidas). Considerar los incidentes indeseados que una u otra acción pudieran causar como equivalentes desde un punto de vista moral, político o jurídico no se sostiene. A los muertos sin duda les dará ya igual cualquier consideración que hagamos sobre estas u otras cuestiones, pero al resto, a los vivos, no nos debería dar igual salvo que sea nuestra capacidad de análisis la que estuviera definitivamente muerta. Como dice la profesora Cheng en su libro Pensar Mejor, “el objetivo de los humanos racionales inteligentes no debería simplemente ser lógicos, sino más bien ser lógicos de manera útil”.
Justo la víspera, el lunes, la Asamblea General había vuelto a adoptar una resolución que exige de nuevo a Rusia que “ponga fin de inmediato al uso de la fuerza contra Ucrania y retire de inmediato, por completo y sin condiciones, todas sus fuerzas militares”. Pero esta vez se añadió, como novedad, que “Rusia debe rendir cuentas por todas las violaciones del derecho internacional que lleve a cabo en Ucrania o contra Ucrania, incluida la agresión en curso, que contraviene la Carta de las Naciones Unidas, así como por cualquier otra violación del derecho internacional humanitario y el derecho internacional de los derechos humanos, y que debe asumir las consecuencias jurídicas de todos los hechos internacionalmente ilícitos que cometa, en particular la reparación por todo perjuicio, incluidos los daños, que se derive de tales hechos”. El embajador ruso protestó, ya que no tenía “ninguna duda de que la financiación procederá de los activos rusos congelados” por las sanciones. La idea de que parte de esos bienes pudiera servir, si se encuentra una fórmula con garantías de derecho, para reconstruir hospitales, escuelas, fábricas, depósitos de agua o instalaciones eléctricas en Ucrania no termina de escandalizarme, si les digo la verdad.