Es una de las zapaterías veteranas del Casco Viejo, en plena curva de la plaza Consistorial, en el número 2 de Mercaderes. En 1966 la pusieron en marcha Manolo Encinas y Conchita López. Hasta hoy. “Con 15 años ya estaba ayudando aquí”, recuerda Rubén Encinas, uno de los miembros de la familia, que regenta ahora el comercio de Mercaderes. Trabajar en el recorrido del encierro tiene su gracia. Antes, todos los Sanfermines, en la fachada de Samoa se colocaban unos puntales de hierro que encajaban de suelo a techo, “y a estos se sujetaban ocho tableros”. Era el vallado que protegía el comercio, un mirador para los hijos, entonces unos críos: “Había una ventanica de medio metro, y podíamos vera algo. Te tenías que apartar, porque los toros venían pegados...”, recuerda Rubén. Y otra curiosidad: “Teníamos una llave grande para cerrar y abrir el vallado, como de hierro. Se la llevaba el que iba a abrir la tienda”. Aquello desapareció cuando pusieron persianas, a comienzos de los 80. “Había manifestaciones y en las algaradas nos rompían los cristales; por eso las pusimos”. Por eso, durante años los Encinas veían el encierro en el piso de Felipe, en el portal de al lado, con 10 ventanas a la carrera. Y después, a desayunar.
La fachada de Samoa es difícil de encontrar en las fotografías antiguas, porque hay un contraluz que cada mañana de San Fermín la deja en sombra. De hecho, ese efecto tan especial es el que buscó Mikel Urmeneta, que durante años se asomó por debajo de la persiana de Samoa (“la levantaba justo 20 centímetros para sacar la cámara”) para fotografiar ese punto en concreto de la carrera.
“Tener una tienda en el encierro tiene algún inconveniente, pero, sobre todo, es especial. Sentir pasar a los toros y oírlos respirar. Ese recuerdo no se te olvida”.