Tampoco es cuestión de negarlo. Después de un arranque bastante insulso en tierras danesas y del chispazo final de los Jumbo Visma en la cuarta etapa, los adoquines del miércoles nos mantuvieron en vilo durante dos emocionantes horas de ciclismo. La pregunta reside, sin embargo, en el modo en que la carrera consiguió generarnos esa incertidumbre. ¿Lo hizo desde la competición pura y dura? ¿O lo logró convirtiendo el pelotón en una especie de manicomio? Yo me inclino más bien por lo segundo. Si las diferencias generadas se hubiesen basado en la destreza sobre el pavé de unos y de otros, no tendría nada que objetar. Pero no sucedió así.
Damnificados
Tres fueron los grandes perjudicados de camino a Arenberg. Ben O’Connor (Ag2R Citroen) pinchó en un tramo adoquinado y se dejó casi cuatro minutos. Jack Haig (Bahrain Victorious) cayó (y abandonó) porque una moto, apresurada a tomar ventaja respecto a los ciclistas antes de una sección de pavé, propició que un fardo protector de paja terminara en plena carretera. Y este mismo incidente llevó a Primoz Roglic (Jumbo Visma) a pegarse un leñazo considerable para perder el 95% de sus opciones de amarillo. La París-Roubaix resulta una delicia de carrera, preciosa, una cita ineludible cuyas particularidades asumen de serie todos sus participantes: saben que la cosa se puede torcer en cualquier momento, pero también son conscientes de que se trata de una clásica de un día tras cuyo horizonte pueden aparecer enseguida nuevos objetivos. Mientras, lo de etapas como la del miércoles insertadas en todo un Tour de Francia es otra cosa. Hablamos de una vuelta de tres semanas que requiere meses enteros de dedicación y preparación. Y no parece justo que una ginkana plagada de obstáculos ajenos a lo deportivo eche por tierra de forma parcialmente aleatoria las opciones de ciclistas que han entrenado como animales para llegar bien situados a los Campos Elíseos el 26 de julio. Es mi opinión.
La elección
Podrá pensar el lector que el recorrido de la ronda gala se conoce desde el pasado octubre, y que si a alguien no le gustó lo que vio entonces podía haber acudido a otras carreras, al Giro de Italia por ejemplo. Quien así lo vea tendrá también gran parte de razón. Lo que pasa es que el Tour de Francia nos recuerda julio tras julio que se trata de LA CARRERA: la carrera con mayúsculas. Vibramos en marzo y abril con la temporada de clásicas. Decimos en mayo aquello de que el propio Giro es la vuelta más bonita de las tres grandes. Nos encanta la incertidumbre de cada septiembre respecto al próximo portador del arcoíris. Y parece que está incluso mal visto situar a la masificada Grande Boucle entre tus citas predilectas. Luego llega el verano, te conectas a la prueba francesa y compruebas que tiene algo único: todos los ciclistas que participan en ella la han incluido entre sus grandes objetivos de la temporada. Su magnitud pesa mucho más, a la hora de planificar calendarios, que cualquier incómoda etapa de adoquines.
Cifras y sensaciones
Para lo que pudo ser, la clasificación general no quedó tan mal parada. O al menos eso dicen los números del miércoles. Quitando a los ciclistas citados en el segundo párrafo, el resto de candidatos a la parte alta de la clasificación general perdieron solo trece segundos respecto a Pogacar. Sucede, sin embargo, que si huimos de las cifras y acudimos al terreno de las sensaciones, el esloveno está mostrando solidísimas hechuras de campeón. Ha ganado poco tiempo. Restan más de dos semanas de carrera. La montaña no ha llegado todavía. Y aún y todo cuesta imaginarse a alguien, a cualquiera, mojándole la oreja al líder del UAE. Esta tarde, además, corre en casa, en la Planche des Belles Filles, la subida de la crono en la que destronó a Roglic en 2020. Un año después, en 2021, aprovechó la primera jornada alpina para dar un primer gran golpe sobre la mesa. No descarten que hoy abra un socavón.