Siempre me ha parecido que, tras la fachada principal de las grandes capitales que sirve para su promoción, existen rincones plenos de encanto que sirven para identificarlos. Descubrirlos y disfrutar de ellos es toda una delicia. ¿Qué sería de Viena sin su Prater? ¿O París sin Pigalle? Buenos Aires perdería mucho sin la calle Caminito y Londres sin el Soho. A Nueva York le definió Truman Capote como “la única ciudad-ciudad del universo”.
El autor de la novela Desayuno con diamantes fue un gran rastreador de la capital de los rascacielos, como también lo fue Roman Polanski a la hora de rodar Chinatown, una de sus obras maestras en la que un detective privado, incorporado por el actor Jack Nicholson, se veía envuelto en un turbio caso de corrupción e incesto.
El estilo oriental impera en el barrio.
No era la primera vez que este barrio saltaba a las pantallas, ya que, por sus especiales características, aquí se han producido muchas trifulcas cinematográficas enmarcadas en el curioso marco vital en el que se desenvuelve la colonia china, la más populosa y activa fuera de su país.
Con vida propia
Si Nueva York es para el resto de los norteamericanos una ciudad extraordinariamente rica, espléndida, deslumbrante, teatral, ruidosa, excitante y abrumadora, Chinatown, donde se editan siete periódicos chinos, constituye una importante parte del corazón de la gran manzana. ¿Razón? Su vida propia. Las calles tienen otro sonido, se respira un aroma diferente y me atrevería a decir que hasta el paisaje urbano posee un colorido distinto, en el que predomina el rojo. A nadie extraña que una de las plazas centrales esté dedicada a Confucio, posiblemente el gran inspirador.
El barrio está situado en el extremo opuesto a Harlem y a Central Park, frente al puente de Manhattan que lo une a Brooklyn y que tantas veces hemos visto en el cine. Su población supera los 150.000 habitantes y se encuentra en pleno ensanchamiento. Lo notan sus vecinos de Little Italy, la zona italiana a la que está invadiendo en ese camino de ampliación que tienen los orientales y al descenso de población que se ha experimentado en el europeo.
Faroles que no alumbran, pero lucen.
El número de fábricas de ropa que hay en Chinatown supera los tres centenares, lo que viene a confirmar la sospecha de que aquí se encuentra el mayor centro de piratería del mundo. Son prendas que llevan las marcas de mayor prestigio y que el cliente difícilmente diferencia de las originales.
Una parte importante de esa producción sale a la venta a través de las muchas tiendas que se sitúan en Canal Street y en el laberinto de callejuelas adyacentes que sólo los más viejos del lugar saben dónde tienen su final. Asomarte a ellas es como tratar de averiguar los enigmas de la vieja China y te lleva a pensar si primero estaba Chinatown y luego creció Nueva York a su alrededor. Pero todo este misterio se torna alegría cuando, en enero o febrero, se celebran las fiestas del año nuevo chino, toda una explosión de colorido, con desfiles de dragones y representaciones de los dioses del bien y del mal.
Cartel de la película 'Chinatown', de Polanski.
Los sábados y los domingos es cuando Canal Street alcanza cotas insospechadas de mercadeo. Sus casi dos kilómetros de recorrido se ven abarrotados de puestos callejeros con vendedores que incitan a la compra. Los clientes adictos revuelven los stands buscando tallas adecuadas en los lotes de ropa nueva y usada. Los hay indiferentes que ojean entre las baratijas, mientras señoras de alto copete prueban todo tipo de perfumes y los jóvenes examinan los aparatos electrónicos reutilizados. Todos saben que son falsificaciones por mucho que el vendedor te jure por los dioses una pretendida autenticidad, pero siempre hay algún incauto que lo pregunta. Es uno de los mercados de pulgas más visitados del mundo.
Chinos fuera de su patria
En el Museo de los Chinos en América se estudia la migración de una parte del pueblo chino hacia Estados Unidos y el fenómeno de su implantación en suelo americano.
“Existe una leyenda que asegura que Chinatown fue fundado por un grupo de chinos que llegó a esta costa en 1846 a bordo de un junco denominado Keying o Ch’i-ying. La histórica embarcación navegó de Hong Kong a Nueva York y luego a Londres, pero, al parecer, en el primer tramo del viaje se produjo a bordo un conato de motín por lo que el grupo de alborotadores fue dejado en tierra”.
El museo es realmente sorprendente porque posee documentación en torno a las impresiones que tuvieron los primeros pobladores de esta zona cuando empezaron a convivir con los chinos, opiniones que no pueden ser más penosas. La literatura y el cine se cebaron en ellas al crear series de novelas y películas que fueron devoradas por el público norteamericano. Parecía una campaña patriótica que alertaba sobre el peligro amarillo.
En 1913, el escritor Sax Rohmer publicó las primeras aventuras del malvado Fu-Man Chu que han sido llevadas al cine en numerosas ocasiones protagonizadas por los inquietantes Boris Karloff y Christopher Lee en las décadas de los años 1930 y 1980. Los curiosos no pueden por menos que sonreír cuando ven este material exhibiéndose en el museo.
EL POLLO, LA POESÍA DE LA GASTRONOMÍA
La gastronomía es, según los chinos, una de las expresiones más importantes de la civilización. No es de extrañar por tanto que el conjunto de tradiciones culinarias represente un tesoro inagotable para ellos.
Las tres máximas de su cocina son: Ten, Yen, Hen (Espera, evita y ataca). Me explico: espera cuando se sirva un manjar que no te gusta, evita los platos cuya cantidad excede la calidad, pero entra al ataque cuando tengas un manjar perfecto.
Para un chino la cocina es un arte igual que la música. Los cocineros orientales están convencidos que un modesto pescado con una guarnición de ordinarias legumbres se puede convertir en todo un manjar. Tienen una cierta aversión a la carne de buey y le respetan porque creen que se trata de un animal trabajador y simpático. Sin embargo, cargan contra el cerdo al considerar que ha venido al mundo directamente para ser comido. Eso sí, adoran al pollo porque le consideran la poesía de la gastronomía.
La gastronomía china está basada en pato y pollo asado.
El tren transoceánico
Hay otra teoría que asegura que los primeros chinos que llegaron a Estados Unidos lo hicieron atraídos por las ofertas laborales que les ofrecía la construcción del ferrocarril desde las costas del Océano Pacífico a las del Atlántico. En ella se basan esas películas en las que les vemos colocando vías y haciendo las labores de cocineros. Otro de los anzuelos fue la fiebre del oro que les empujó a cavar el duro suelo. La idea de muchos –hombres en su gran mayoría– era hacerse con un capital que les permitiera regresar a su patria y vivir tranquilamente el resto de sus existencias.
Unos lograron su sueño, pero otros se quedaron anclados de por vida en los Estados Unidos. Salir adelante en un mundo tan competitivo obliga a muchos a preguntarse dónde está el secreto para que una etnia como ésta no sólo lo consiga, sino que triunfe ampliamente en el empeño. La respuesta tal vez esté en un dicho de muchos de sus vecinos de Little Italy: “Trabajan como chinos, viven como chinos y hasta hablan sólo en chino”.
Fue el germen de Chinatown, donde el apoyo mutuo tuvo unos resultados sorprendentes sobre todo en el aspecto culinario, ya que ofrecían productos exóticos y baratos capaces de tentar a muchos en una gran ciudad como Nueva York. El éxito obtenido rebasó fronteras y todo el mundo supo lo que era el chop-suey y el wan-tun.
En Chinatown proliferaron los restaurantes que servían comida para llevar, lo que agradecieron las mujeres trabajadoras que apenas si tenían tiempo para cocinar en sus casas. Los menús eran variados, tenían sabores hasta entonces desconocidos… y eran económicos. Hoy se calcula que en el barrio hay unos doscientos comedores chinos en los que los rollitos de primavera son inevitables y el pato de Pekín rivaliza con el Jing Du.
La China americana
Las particularidades de esta zona étnica son sumamente evidentes. Sus residentes, algunos llevando aún coleta, los farolillos rojos de sus establecimientos y, sobre todo, el olor que se escapa de las tiendas de té, arroz y ultramarinos así lo atestiguan.
En cientos de puestos callejeros ofrecen cuencos de sopa de aletas de tiburón para entrar en calor. El tráfico no cesa. Unos peatones van por las calles abiertas y otros se pierden por estrechos callejones que te llevan a patios por los que no siento la menor curiosidad.
Algunos restaurantes de toda la vida maravillan tanto por su decoración interior como por la magnífica comida, preferentemente basada en pato y pollo asado. Tristes animalitos estos a los que el gran Walt Whitman dedicó un poema en estos términos:
“Todos los días se matan en Nueva York / cuatro millones de patos, / cinco millones de millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes”.
Este es el principal atractivo de Chinatown, sus restaurantes anunciados con neones colorados y farolillos rojos. Un mundo dentro de otro que es Nueva York. “Realmente, Chinatown es un rincón de China”, dicen a mi lado y me quedo con el dicho.