Pocos datos más rocambolescos en la biografía de Teresa de Calcuta que el exorcismo que le fue practicado en 1997, mientras yacía, insomne y angustiada, en la cama de un hospital californiano. El arzobispo de Calcuta temió ver en su estado de agitación la potencial presencia del maligno, y optó por tomar desproporcionadas cartas en un asunto que a posteriori suavizaría, aludiendo a ordinarias oraciones destinadas a la pronta recuperación de la paciente.
El ingreso de la futura santa en un moderno hospital norteamericano, y no en alguno de los loables pero escasamente dotados centros asistenciales que las Misioneras de la Caridad gestionaban en Calcuta, es uno de los recurrentes argumentos esgrimidos por sus detractores, que ven en ello una notable falta de coherencia.
La propia aludida explicaba que el objetivo de los hospitales puestos en marcha por su congregación no era tanto el tratamiento de la enfermedad como el acompañamiento a quienes agonizaban en las calles de la ciudad a merced de las alimañas.
El doctor Robin Fox, que visitó estos centros en 1994, denunció en la revista médica The Lancet la carencia en ellos de profesionales cualificados, diagnósticos y tratamientos inadecuados y una deficiente analgesia. A sus críticas se sumaron otras voces que acusaban a la célebre misionera de envolver la enfermedad y el sufrimiento con un pernicioso lazo de virtud. Un enfoque que, como su explícito y militante rechazo al divorcio, al derecho al aborto o al uso de anticonceptivos, es tildado por sus críticos de fundamentalismo católico.
Todas estas cuestiones afloraron durante el particularmente acelerado proceso de beatificación y posterior canonización de una de las más célebres personalidades del siglo XX. No hará falta decir que también esta exposición mediática irritaba a quienes, valga la oportuna expresión, no comulgan con la filosofía de la santa.
Ciertamente, fue indiscutible su poder de convocatoria, que, en palabras de sus censores, no era sino proselitismo. Prueba de ello es la presencia internacional de una congregación que nació con una docena de integrantes; gracias, en buena medida, he aquí otra reiterada crítica, a millonarias donaciones de cuestionables benefactores.
“ Se ha acusado a la célebre misionera de envolver la enfermedad y el sufrimiento con un pernicioso lazo de virtud ”
Toda vida humana, por canonizada que sea, se mueve entre las luces y las sombras; como lidió también Teresa de Calcuta con una profunda y prolongada crisis de fe; una “larga oscuridad” de la que dejó constancia en su correspondencia privada y que tampoco les fue ajena a otros santos y místicos. “¿Dónde está mi fe? Incluso en lo más profundo, no hay nada, excepto vacío y oscuridad”, reflexionaba afligida.
Más allá de las críticas, no cabe negar a esta mujer, nacida en el seno de una familia acomodada de origen albanés, el mérito de una vida de servicio y cuidado de “los hambrientos, los desnudos, los que no tienen hogar, los lisiados, los ciegos, los leprosos, toda esa gente que se siente inútil, no amada o desprotegida por la sociedad”. Y así lo reconoció también el Premio Nobel de la Paz que, en 1979, se sumó a una creciente lista de reconocimientos.
Su salud se fue deteriorando de forma inexorable a partir de un infarto sufrido en 1983, al que siguieron nuevas crisis cardíacas, una neumonía, una congestión pulmonar, malaria, la rotura de tres costillas y una fractura de clavícula.
Los desheredados del mundo perdieron a su Madre el 5 de septiembre de 1997. Agnes Gonxha Bojaxhiu cruzó, a los 87 años y despedida con un funeral de estado, los límites terrenales de la existencia. Y su “diminuta figura, doblada por una vida transcurrida al servicio de los más pobres entre los pobres, pero siempre cargada de una inagotable energía interior”, en palabras de Juan Pablo II, se convirtió, envuelta en un sari blanco de algodón ribeteado en azul, en icono de la cultura popular.