No fue marinero por vocación, más bien por obligación. De hecho, su verdadera pasión era la enseñanza, pero la descubrió tarde. Juan Mari Benito Eizaguirre, pese a todo, se siente "orgulloso" de lo conseguido en todos sus años en alta mar
donostia – Podrías pasarte horas escuchando sus historias de esos interminables viajes en unas condiciones casi inhumanas. "Todavía me pregunto cómo pudimos llevar aquella aventura adelante", se cuestiona a menudo Juan Mari Benito Eizaguirre (Donostia, 1933), autor de Acaecimientos: Memorias de un capitán en Terranova y Groenlandia, una novela de aventuras de este capitán de barco donostiarra que empezó a mediados de los 50 sin haber cumplido los 20 años.
'Nadie muere mientras se le recuerda'. Es una frase que aparece en el prólogo de su libro...
–Es verdad, pero no solo en la mar, sino en todos los ámbitos. Verdaderamente es así. Este libro es un pequeño extracto de mis memorias, que son tres libros que no los va a leer nadie hasta que me muera. El primero trata desde que nací hasta que terminé el bachiller; el segundo, mi época en la mar; y el tercero, mi vida de jubilado. Por falsa modestia, no voy a decir que escribo mal. Lo hago relativamente bien. Además, he dado muchas clases. De hecho, mi verdadera vocación, aunque me di cuenta tarde, era la enseñanza. He enseñado toda mi vida. Te pongo un ejemplo de la frase de la pregunta. Mi padre se murió hace mucho tiempo y quién se acuerda de él. Entonces pensé, si dejo algo escrito, la gente lo leerá.
¿Por qué el título de 'Acaecimientos'? ¿Qué quiere decir?
–Muy buena pregunta. En los barcos se lleva un documento que es el diario de navegación. Es algo muy importante. Lo rellena el capitán todos los días. Este diario tiene dos partes. A la izquierda, aparecen datos como el día, condiciones atmosféricas... y a la derecha está en blanco y ahí pone Acaecimientos y es donde el capitán tiene que rellenar cosas que pasan, que si el contramaestre se ha caído y se ha hecho una herida... Es algo que hay que rellenarlo con mucho cuidado porque si hay algún litigio, el diario de navegación tiene mucha importancia. Cuando llegó la hora de poner el título, decidí que lo mejor era ponerle Acaecimientos y así se ha quedado.
¿Cómo surgió esa afición por escribir?
–Yo fui el fundador de una sociedad de gente mayor de 50 años, Helduen Hitza (la Escuela de la Experiencia). Éramos diez y ahora son unos 500. Había una clase de narrativa, de lectura, y nos daba clase un profesor de literatura del Gobierno Vasco, recién jubilado, que nos daba una novela al mes para leerla y luego debatíamos. Yo ya había escrito los tres libros, que ya están encuadernados, por cierto. Y hablando con ese profesor le comenté lo que había hecho, que igual no valía para nada, y me pidió que le llevara uno. Le llevé el segundo, el de la mar. A los tres días me llamó y me dijo que era una maravilla y que había que editarlo. Yo, al principio, tenía mis dudas. Me propusieron que fuera entonces una de las novelas que se leían al mes en esa sociedad, pero había cosas que yo no quería que se supieran en ese momento. Hicimos un extracto lo más aséptico posible y salió esto. Y gustó tanto que llegó a manos de la Fundación Fram, unos noruegos que se dedican a la comercialización de bacalao, salmón... Y como tal fundación les interesó y ellos son los que se han encargado de todo.
¿Qué es la mar para usted?
–Un recuerdo, nada más. Para mí la vocación no existe, salvo casos excepcionales como ciertos médicos, ciertos curas, maestros... Aquí de lo que se trata es de tener amor propio. Por ejemplo, voy a ser periodista, y hago todo lo posible por serlo. En eso sí creo. En mi caso, lo mismo que fui marino, podía haber sido veterinario o deshollinador. No tenía ningún interés. Luego resulta que fui muy buen capitán. Pero donde más éxito he tenido ha sido en la enseñanza.
Eso le iba a preguntar. Ha sido marino, capitán y profesor. ¿Con que oficio se queda?
–Profesor. Yo empecé a enseñarle a mi hermano, que también es capitán. He estado 22 años en la Escuela de Pesca de Pasajes y he tenido la suerte enorme de oír por parte de mis alumnos: Este ha sido mi profesor, el mejor profesor que he tenido en mi vida. Eso es orgullo. Lo hacía porque me salía y porque me gustaba ayudarles. Lo hacía con verdadera ilusión. Lo de la mar fue por obligación. Mira, eso no le puede gustar a nadie. Eso de que yo no puedo vivir sin la mar. Con perdón, ¡no me jodas! Es algo increíble. No es lo mismo andar en un pesquero de los años 50 como en los de ahora. Yo estudié para navegar en un barco mercante, pero no ganábamos ni para comer y tuve que volver a la pesca, que era donde se ganaba algo. A mí me consideraban los días de trabajo de ocho horas cuando yo trabajaba 24. Estuve en Terranova 20 años pero es como si fueran 60. No nos apeábamos del barco y en qué condiciones.
¿Cómo eran esos viajes?
–Nosotros les llamábamos campañas. Fueron variando. Esta historia es muy larga de contar. Mi primer viaje de prácticas fue de 135 días sin tocar tierra. Y el segundo, de 120 días. Y así hice las prácticas para piloto. Yo empecé de capitán con 23 años. Era el más joven del barco y el más joven de la pareja. Trabajábamos con dos barcos. En la pesca del bacalao había dos modalidades, con un barco solo, más grande, y luego con dos barcos más pequeños. Entre los dos barcos no llegábamos a la tripulación de uno solo. Las campañas fueron cambiando con el tiempo. Yo, algunas veces, me pasaba todo el año allí, sin venir. Había tal cantidad de pescado que en relativamente poco tiempo llenábamos los barcos. Venir a casa eran diez días como mínimo, otros diez días descargando, más otros diez días de vuelta, casi un mes de pérdida. ¿Solución? Descargar en la isla de Saint Pierre et Miquelón, territorio de ultramar francés. Descargábamos en unos almacenes enormes que fueron de Al Capone. Esa isla fue su base. Había unos almacenes de cemento en los que nosotros descargábamos 250.000 kilos de bacalao y casi no se veían con la cantidad de botellas de whisky y de champán que había. Era una locura. La gente nos preguntaba que cuánto tardábamos. Pues depende a dónde fuéramos. Si empezábamos a trabajar nada más llegar a los bancos, diez días, pero también dependía de los temporales, que en invierno eran la leche. Menudas palizas. Hemos llegado a trabajar a las puertas de Nueva York. Groenlandia era otra historia.
Cuénteme algo de aquellos viajes...
–Hay tanto de lo que hablar. En aquella época yo andaba en la mejor pareja que he estado, Borda Aundi-Borda Berri. Cargábamos 1.000 toneladas. Fueron mis últimos cinco años. No sabes qué orgullo el andar con aquellos barcos. De andar muchos años sin radar, con una niebla indescifrable, con la que no se veía ni el palo de proa, a hacerlo con radar. En uno de esos viajes a Groenlandia, el técnico de pesca se puso malo, un ataque de apendicitis, y decidimos entrar, algo que nunca habíamos hecho. Entré por el fiordo. Vino el médico y le operaron enseguida. De repente, me viene un sanitario y me dice que toda la tripulación tenía que pasar una revisión para mirarles, ya sabes, sus partes. Yo me quedé de piedra. Me decían que había enfermedades venéreas endémicas y yo les dije, en plan broma, que a los que teníamos que mirarles eran a ellos, porque llevábamos dos meses en la mar. Imagínate las caras de los marineros. Bueno, pues yo me quedé con el técnico de pesca para ver que estaban bien y el resto de la tripulación se marchó al barco. A mi vuelta, había un escándalo a bordo que no te lo crees. ¡Menuda fiesta habían montado! De locos, estaba asaltado por un montón de chavalas. Yo les dije: ¡Mirad lo que hacéis! Nosotros en una semana nos vamos para casa. Vaya fiesta me montaron la primera vez que fuimos a Groenlandia.
¿Cómo pilotaban el barco con tanta niebla y sin radar?
–Con un pito. (Risas). No sabes lo que es durante cuatro o cinco meses, día y noche, pitando. Y no hubo casi accidentes. Había que tener una atención constante, horas muertas. No sabes además cómo mojaba esa niebla, porque teníamos que tener las ventanillas abiertas de la cabina de mando para poder ver algo. Éramos kamikazes. Cuando íbamos en arrastre, vaya, íbamos con una velocidad de tres nudos, cinco kilómetros por hora, y a nada que pasaba algo te parabas y ya. Pero cuando íbamos en marcha, bien a puerto o cambio de banco, íbamos ciegos. Pero así, años y años. Yo hasta el 63 no tuve radar. Diez años. Mi armador me decía: Tu tienes una cana por cada ola de niebla. Cuando nos pusieron el radar, me decía mi mujer: Parece que estás con ganas de salir. Y era solo la ilusión por ir con radar.
Ahora echa la vista atrás. ¿Está satisfecho de lo que ha vivido?
–Estoy muy orgulloso. No me explico cómo fuimos capaces de llevar aquella aventura adelante con buen fin y sin tener grandes estropicios. Yo hablo mucho de las mujeres en este libro. De las mujeres que han leído este libro, todas me han dado unos besos y unos abrazos que no te imaginas. El comportamiento de nuestras mujeres fue muy fuera de serie. Nosotros nos íbamos y ahí se quedaban. Por ejemplo, mi mujer se quedaba en casa ella sola con tres críos. Era cuidadora, administradora, llevaba las cuentas... Nosotros, los capitanes, no teníamos Seguridad Social. A mi hija mayor, a Mari Mar, la conocí ya con tres meses. Y a la pequeña, con dos meses.
¿Ha merecido la pena todo lo que ha vivido?
–Sí, estoy orgulloso de haber tenido la fuerza necesaria para haber hecho aquello, pero no solo yo, toda la cuadrilla. Saint Pierre era nuestra casa. Estábamos cada dos por tres allí. Le dimos la vida a esa isla. Cuando empezamos a ir allí, era una miseria. Cada vez que entrábamos y salíamos teníamos que rellenar unos documentos, temas burocráticos. El vicecónsul, nuestro contacto allí, vivía en una villa preciosa, al lado de una iglesia. Más de una vez, entré a esa iglesia y solía preguntarme: ¿Está mereciendo la pena todo este tinglado?. Es que yo me dejé mi juventud y mi mujer también. Pero a pesar de todo, pienso que sí mereció la pena.
Era capitán y también médico, ¿no?
–(Risas) Hacíamos unas curas que podría estar horas contándote. Algunas fueron milagrosas. Me acuerdo de una. Ya veníamos hacia casa. Resulta que los tronchadores tenían unos cuchillos especiales, muy afilados. Eran muy personales. Estaban todos en la sala de ocio. Estaba uno leyendo en su catre y el otro estaba afilando el cuchillo para guardarlos. Estaban haciendo bromas y el que estaba leyendo le fue a apartar con su mano, y el otro, con el cuchillo, le dio un tajo en las venas. Me aparece en el puente lleno de sangre. Saqué el pañuelo, le puse un torniquete. ¿Qué hago con este tipo?, me pregunté. Si nos damos la vuelta, tengo tres días y para las Azores, otros tres días. Como no se le pare la hemorragia, qué hacemos. Me acuerdo que utilizaba mucho coaguleno. Le puse unas compresas con dos ampollas de coaguleno, que era como anticoagulante. Estuve vigilándole todos los días y llegó un momento en el que no sangraba. Llegamos a casa y tenia cicatrizado. Todavía me pregunto cómo le pudo cicatrizar. Era gallego y le dije que se fuera al médico. Y a los pocos días le pregunté, y me dijo que sí había ido y que le preguntó que qué médico le había hecho eso, porque menudo médico se había perdido la medicina.
¿Ha pensado alguna vez que no volvía?
–No, no he pasado nunca miedo. Los barcos, si bien no estaban acondicionados para habitación humana, para los temporales estaban muy bien. Teníamos mucho cuidado, porque la mar no te avisa dos veces. Perdona, ahora que me acuerdo, sí que tuve una accidente gordo, en el año 1958. Hice una buena escapada. Estábamos en un barco nuevo, estábamos fondeados y empezó a hacer mal tiempo. Era septiembre, tiempo huracanado. Subimos el ancla y, de repente, un golpe de mar. Había estado en el timón, con las ventanillas abiertas mientras metíamos el ancla. Me había mojado, me fui a cambiar. Vino el timonel, cogió el timón. Cerré la ventana, me di la vuelta y el golpe de mar entró por la ventanilla aquella, arrasó el puente. Si llego a levantarla unos segundos más tarde, me mata, fijo. Fue uno de los errores de mi vida ir en aquel barco. Yo no tenía que haber estado allí.
"Descargábamos 250.000 kilos de bacalao en unos almacenes de Al Capone. Y no se veían con la cantidad de alcohol que allí había"
"El comportamiento de nuestras mujeres fue fuera de serie. Nos íbamos y ahí se quedaban. Yo conocí a mi hija mayor con tres meses"
"En 1958 un golpe de mar a punto estuvo de acabar con mi vida. Menuda librada. Fue mi mayor error. No debería haber estado en ese barco"