“He visto cambiar mucho Cojimíes. Antes, en cualquier parte encontrabas conchas (un tipo de molusco), cangrejos… Ahora, la contaminación, por la codicia de las camaroneras, es lo que nos tiene así, sin un medio de vida”, asegura Gabriel Cheme, un vecino de 25 años de la comunidad La Bonilla (parroquia de Cojimíes, cantón Pedernales, provincia de Manabí, Ecuador).
Las 50 familias de esta población, de tradición pesquera gracias al estuario de 3,5 km de ancho y 22 km de largo que serpentea la parroquia de Cojimíes, han sido testigos de la progresiva desaparición y merma de especies. Esta pérdida se remonta al boom de las piscinas de cultivo de camarón desde los 80, la tala indiscriminada de manglar y la contaminación de este brazo de mar del Océano Pacífico.
Al igual que La Bonilla, unas 25 comunidades de la parroquia de Cojimíes son acompañadas desde 2018 por Cáritas para fortalecer su economía y mejorar sus condiciones de vida. Cojimíes abarca un núcleo urbano de unas 10.000 personas y 89 comunidades rurales en sus 796,34 km2.
Cada población tiene sus particularidades, pero varias problemáticas prevalecen. Destaca una falta de servicios básicos como agua, luz, alcantarillado, recogida de residuos, centros de salud y educativos o vías asfaltadas. Enfermedades parasitarias se ceban con la población en la época de lluvias (entre diciembre y mayo) por la proliferación de mosquitos, la falta de agua potable y la insalubridad.
Cojimíes solo dispone de una carretera que le une con el municipio de Pedernales (capital del cantón) y el acceso a las comunidades pasa mayoritariamente por pistas de tierra, llenas de hoyos y protuberancias.
El analfabetismo es común entre la población adulta y la falta de planificación familiar provoca que familias sin recursos se compongan de hasta 12 miembros. A su vez, el trabajo infantil y el abandono escolar son habituales entre la población pesquera, especialmente la más vulnerable.
El empleo es informal, con salarios muy bajos (el mínimo es de 425$. El dólar ecuatoriano está más o menos uno a uno con el euro) y sin protección social frente a enfermedades o desempleo. El porcentaje de pobreza extrema alcanza al 65% de la población de Cojimíes.
Las comunidades beneficiarias del proyecto de Cáritas
La Bonilla, El Churo, El Aguacate, El Toro, Colorado, Mache, Pueblo Nuevo, Chindul, Puerto Cotera, Veche, Eloy Alfaro, Puerto Tizal, Surrones, Guadual, Cañaveral, Carrizal, Cheve, Punta de Veche, Marco Moracumbo y Nueva Unión.
El proyecto de Cáritas Fortalecimiento de capacidades organizativas, sociales, ambientales y económicas para 200 familias del estuario de Cojimíes, financiado con 306.000 dólares por las delegaciones española y austríaca, se despieza y entrelaza en tres patas vertebradoras: la organizativa, la ambiental y la económica . Impulsan la creación de grupos organizados, cajas de ahorro comunitarias, huertos, la construcción de baños y formación en reciclaje y emprendimiento.
“Con este proyecto se busca que despierten, que se organicen, que se capaciten y queden fortalecidos. Así, cuando nos vayamos, ellos seguirán adelante solos. Nosotros estamos para acompañarles en todo el proceso”, fundamenta la abogada de Cáritas Ketty Vidal, de 48 años.
Turismo a La Bonilla
La aspiración de Gabriel es atraer al turismo a La Bonilla. No será fácil. El acceso a la comunidad desde la carretera principal que une Cojimíes con Pedernales es un pedregoso camino de tierra de 4,5 km. “Hasta este año no teníamos ni una vía. Solo se podía acceder en verano porque, con las lluvias, no había carro que entrara”, recuerda el joven. De hecho, hubo que pedir al Ejército que les ayudasen con sus vehículos a meter todo el material para construir los baños en mayo de 2022.
Carecen de alumbrado público y no hay agua, “las autoridades lo aprobaron, pero no llega. Y no hay posibilidad de pozos por la cercanía de la ría”, explica Gabriel. Tienen que comprarla a tanqueros (vendedores de tanques de agua de 200 litros) que llegan cada dos o tres días. “Ni el recolector de basuras pasa por aquí”, critica.
Los niños tienen que ir a la escuela de Cañaveral (a menos de un kilómetro de la vía de entrada a La Bonilla) y el centro de salud se encuentra a unos 17 km, en la entrada de Cojimíes. Pero solo atiende hasta las 5 de la tarde y, si hay una urgencia médica a partir de esa hora, hay que ir al hospital de Pedernales (a unos 18km).
Los habitantes de La Bonilla, en su mayoría matrimonios jóvenes, están inmersos en la creación de una cabaña rústica con cañas de bambú al lado del mini puerto de la comunidad, con un fogón manabita (un cajón de madera donde cocinar a leña con ollas de barro).
“Somos productores de pescado y camarón, principalmente. Todos vivimos de la pesca artesanal con atarraya (red redonda para pescar). Criamos gallinas y chancho (cerdo). Cultivamos cacao, café, frejol (frijol), verde (plátano), yuca, maíz, melón, sandía, pepino… Todo eso se lo podemos mostrar a quienes vengan y explicarles lo que sufren las personas para obtener estos alimentos. Estamos preparando un sendero y damos paseos en botes para enseñar a pescar”, detalla Gabriel.
Además, dentro del proyecto de Cáritas está previsto que se les entregue un préstamo de unos 300$ por socio para fortalecer su medio de vida. Esta cantidad, que debe devolverse en 10 meses, tiene un interés del 1,5%. El 1 regresa a la caja comunitaria y ese 0,5 se destina a Cáritas, para que siga con el acompañamiento. Se les vuelve a prestar y, así, van teniendo cada vez más fondo gracias al interés que acumulan.
Sin embargo, las circunstancias que rodean a las comunidades no son las óptimas. “Las camaroneras nos afectan un 100%, porque botan (vierten) químicos en cada pesca y arrasan con lo que hay. Hasta diésel echan en la ría. Solo les importa su piscina. Aunque esta zona sea rica en pesca, uno se queda sin trabajo dos o tres meses, hasta que vuelve el pescado”, denuncia GabrieL
Critica que las autoridades hacen caso omiso de las denuncias por arrojar vertidos químicos. Otros representantes de comunidades aledañas aseguran que el meta (un conservante) y el karate (un insecticida) son responsables de la muerte y desaparición de especies como la concha o el cangrejo.
El ingeniero agrónomo y presidente de la Asociación de Servicios Ambientales de Cojimíes (Asoserambcoj) Cristian Figueroa, de 35 años, explica que la explotación camaronera ha venido creciendo en las costas de Manabí desde los 80, provocando que el espesor del mangle rojo en las riberas del estuario haya pasado de cincuenta metros a cinco.
Esta deforestación ha llevado a una pérdida de las especies que nacían, crecían y procreaban en este ecosistema, cuyos ejemplares pueden alcanzar entre 15 y 20 metros de altura. No sólo en sus raíces (concha y tipos de cangrejo como la jaiba o el guariche), también las que anidan en sus ramas (garza, pelícano, piqueros de patas azules… más de 100 especies de aves en total).
Además, añade Cristian, “el sector camaronero usa químicos altamente tóxicos. El karate se utiliza para acabar con la plaga del camarón brujo. Actualmente, utilizan el meta, un conservante químico para que el camarón pueda ser exportado, ya que la Unión Europea lo exige. Este se usa indiscriminadamente y no tratan el agua antes de devolverla al estuario, porque no hay un reglamento que regule el tratamiento del agua salada”.
Sobre las piscinas de cultivo de camarón
- Dimensiones. Los tamaños varían entre 5 y 15 hectáreas. La mayor parte ocupan el área en el que crecía el manglar, que pertenece al Estado y son concesionadas. Por su uso se pagan unos mil dólares al año.
- El proceso. La primera parte es la limpieza. Una vez preparado el terreno, se siembran alrededor de un millón de larvas de laboratorio y se cosechan a los 90 días. Se les alimenta con ‘balanceado’ (pienso a base de maíz y soya). En una piscina de 10 has se pueden pescar hasta 200 quintales de camarón, de 15-18 gramos cada ejemplar.
- La exportación. Casi la mitad va a China y alrededor de un 20%, a Estados Unidos.
“No hay contaminación”, contrapone Jonny Párraga, que afirma llevar 30 años trabajando en el sector camaronero de Cojimíes: “La gente está equivocada. Si nosotros contaminamos, contaminamos nuestra producción. El agua va nutrida, enriquecida”. Defiende que las familias de la zona “viven del cultivo de camarón, no de la concha. Mueve más que la ganadería o la pesca. Un camaronero con una piscina le está dando de trabajar a más de 15 personas en cada pesca”.
No le falta razón en las astronómicas cifras que genera el camarón. Ecuador es el segundo mayor exportador a nivel mundial, solo por detrás de la India. Según cifras de la Cámara Nacional de Acuacultura, en 2021 se exportaron más de 861.800 toneladas por un valor de 5.078 millones de dólares. Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC), el 63,53% de la población de Cojimíes se dedica a pesca y agricultura.
Pero los sueldos de los trabajadores encargados del cuidado y vigilancia de la piscina ( de uno a tres, según el tamaño) oscilan entre los 350 y los 500$ mensuales. Los jornales de pesca, cada tres meses, se pagan a 20$ por día.
Párraga, natural de Pedernales pero afincado en Cojimíes desde niño, calcula que en la zona hay hasta 7 mil hectáreas de piscinas dedicadas al cultivo de camarón. Un diagnóstico del Sistema Nacional de Información ecuatoriano de 2015 eleva a “8.374,3 hectáreas el área destinada para producción camaronera en el cantón Pedernales”.
Felipe Gallardo (Cojimíes, de 34 años), abogado y expresidente de la Junta Parroquial de Cojimíes, asume el daño de las camaroneras a la naturaleza, pero asegura que ya no se están haciendo más piscinas y se ha frenado la deforestación. En las suyas, afirma, cuidan de no verter diésel al agua y ya no usan el meta. “Ahorita ya no estamos utilizando químicos como el meta porque le hace daño al suelo. Mata todo. Nos dimos cuenta de cuánto perjudica y queremos mejorar en ese sentido.. El karate también daña el suelo, pero tienes que usarlo para matar el camarón brujo”, expone Gallardo.
A la vez, reconoce, no existe mucho control de las autoridades ni obligación de tratar el agua antes de devolverla al estuario. La legislación ecuatoriana sí contempla sanciones, que incluyen penas de prisión, por "tala o afectación a los manglares" en el Código Orgánico Integral Penal, así como "la obligación de restauración y reparación por daños al ambiente".
Las limitaciones no solo afectan a la pesca, también se extienden a la agricultura. La falta de agua en La Bonilla hace que solo siembren cuando llueve. Mientras sí comercializan la pesca ( evitan intermediarios que les compran a la mitad de lo que luego venden al mercado), los cultivos son principalmente para autoconsumo y trueque con los vecinos.
Así, en alimentación apenas gastan, más que sus “básicos”: arroz, aceite, azúcar y sal. Pero sí en agua. Unos 6 dólares por 4 tanques de 200 litros a la semana, en el caso del hogar de Gabriel, que vive con su mujer y sus dos hijas, una de 9 años y otra de un año y medio. Sin contar con el agua para beber, a dos dólares cada bidón de 20 litros de agua. En energía, 10 dólares al mes y en transporte, sólo para llevar a la niña al colegio, dos dólares diarios en el alquiler de una moto.
Debido a la avería del motor del bote que usan para pescar, actualmente lo hacen en canoas a remo. De enero a junio (dentro de la época de lluvias) los ingresos familiares rondan los 100-150 dólares a la semana, pero de julio en adelante, bajan a 70-80$.
El ‘cambiante’ acceso a Guadual
El acceso a Guadual por tierra, dicen, varía por capricho de las camaroneras, que van reubicando las piscinas por el terreno sin respetar los caminos previos. “Necesitamos una carretera bien construida y no tener que estar dando vueltas cada vez que el dueño de una camaronera cambia su piscina de lugar”, exige Elsa Marilyn Panezo Villegas, secretaria del grupo de Cáritas de Guadual, que forman 27 socios. El otro modo de acceder a la comunidad es por lancha, que cobra unos 15 dólares o fletar (alquilar) una moto por 7$ para salir por tierra. En ambos medios de transporte se tarda unos 15 o 20 minutos en llegar.
Su otra prioridad es el agua. Marilyn explica que solo cuentan con un pocito para abastecer a toda la comunidad. Así, aunque dispongan de baños, deben tener un tanque con un cubo para desaguar sus necesidades. La mayoría de casas son de cemento, de un solo nivel, con techos de zinc, ventanas enrejadas y tablas de madera que cercan la entrada. Incluso hay una escuelita en la que un maestro da clases de forma escalonada a todos los niños de la comunidad.
El nombre de Guadual quedó por una hacienda de ganado que había décadas atrás, a la que venía mucha gente a trabajar, rememora su padre Pablo Vasilide, de 79 años y uno de los más ancianos del lugar. Lo que ahora ocupa el puerto era una empacadora de camarón cuyos dueños acabaron en prisión por tráfico de drogas y los antiguos trabajadores, a quienes debían dinero, se lo llevaron todo, recuerda Ketty Vidal. En la actualidad, la comunidad está habitada por unas 80 familias.
Marilyn y su marido, Danny Rodolfo Salazar Salvatierra, tienen cinco hijos varones y se dedican a la pesca, principalmente en las camaroneras. “Un cuñado nos suele llevar a una nuera, a mi hermana y a mí cuando hay pesca ( en las piscinas de camarón), de noche o a la hora que sea”, cuenta la mujer, de 36 años.
En El Churo no hay trabajo
“Ahora no hay ni pescado, ni cangrejo, ni concha por los químicos. Antes había conchas, igual conseguías 500 al día, ya no hay. Tan felices que éramos, por todo había que pescar. Ya no hay trabajo. Sólo para las camaroneras. Le sacan todo al pobre”, lamenta Leonidas Pacífico Jama, Jacinto, vecino de El Churo. De hecho, la desaparición fue tan brutal que, para el festival de la concha de la comunidad en 2019, hubo que traer esta especie de otras zonas.
Jacinto, de 71 años recuerda tiempos pasados mientras se toma un descanso de cavar, pala en mano. Observa el hoyo de metro y medio, primer atisbo de su futuro baño, y a Jorge Pazmiño, el albañil de Cáritas, que suda para llegar al metro 70 de profundidad necesario para continuar la construcción. Pero ese día no pudieron avanzar más porque no tenían agua para mezclar con el cemento y ponerse a enladrillar. En El Churo tampoco hay agua y dependen de la llegada del tanquero. Pese a la falta de agua o energía en algunos lugares, Jorge instala tuberías y focos, en previsión (o tal vez esperanza) de que la tengan en un futuro.
La mujer de Jacinto, Juana Chere, explica que su marido no puede trabajar por problemas del riñón, aunque de vez en cuando va a limpiar potreros a machete (estos trabajos se cobran a 15-20 $ al día ). Ella, que de joven iba a conchar (recoger conchas en el manglar), recibe el bono del Gobierno para mayores de 65 años, 100$ mensuales. Tuvieron 11 hijos, pero por la falta de trabajo, “se fueron a otras partes”.
A Colorado, solo en lancha
A Colorado solo se puede llegar en lancha y cuando crece la marea. Esta comunidad es una de las más vulnerables de la zona, totalmente rodeada por camaroneras y dedicada a la pesca y la cría de gallinas y alguna vaca. Antes del terremoto de 2016 vivían en casas elevadas, pero se cayeron y muchas las volvieron a construir en la pura tierra , con paredes de caña y tablas de madera, lo que contrasta con los nuevos baños de cemento.
Apenas cuenta con una docena de familias, en su mayoría emparentadas. María Mera Salazar, de 82 años, es la “abuela” de todos. Lleva toda una vida allí, excepto la temporada que fue a Veche con su hermano y conoció al que sería su esposo, fallecido en la pandemia, con quien tuvo 8 hijas y 3 varones, además de otro de una unión anterior. Todos nacidos en casa. Algunos de sus hijos viven ahora en otras partes del país y sus nietos, varios con sus propios vástagos, vienen y van. Dos de ellos le están ayudando a construir el baño y llevar la pesca de chame (una especie de pez) que tiene en una pequeña piscina al lado de su casa, ya que no dispone de una bomba de agua necesaria para cultivar camarón.
Las “chicas” le preparan la comida porque ella casi no ve, aunque tiene luz. No tiene agua, pero tampoco la compra porque aprovecha la de un pozo y la de lluvia que recolecta en invierno. Tenía gallinas pero las mató la peste y vive de un bono del Gobierno de 100$ al mes.
Antes de la pandemia iba a la escuela para aprender a leer, hasta que su marido cayó enfermo. Cuando alguien enferma, deben ir en lancha unos 25 minutos hasta la comunidad de El Churo, de ahí esperar a un vehículo que les lleve a Cojimíes o Pedernales. Los niños también van a El Churo a estudiar, para lo que deben llevarles una parte en lancha y luego caminar entre las camaroneras.
Hasta el proyecto de Cáritas, las viviendas tampoco disponían de baño. “Gracias a Dios que llegaron”, expresa Felicidad Cedeño (hija de María), de 49 años, que vive con su segundo esposo, Miguel Altafuya. Antes, hacían “un huequito” en la tierra para depositar sus necesidades, lo tapaban y en un cajoncito de madera se lavaban las manos. Lo mantenían apartado de la casa, cercado con sacos.
Felicidad tuvo 8 hijos (4 mujeres y 4 varones). Las mujeres viven en Cojimíes y los varones se quedaron en Colorado. Cuenta que una de sus hijas le ha dejado a cargo a sus dos hijos para poder irse a trabajar a Cojimíes. Primero estuvo en una empacadora, donde cobraba 25 centavos la libra (equivale a 0,45kg) de camarón pelado y destripado. Luego pasó a la hostelería, sector en el que gana entre 10 y 20$ al día en un comedor de la playa.
“Aquí el trabajo es la pesca”, resume la mujer. “Uno empieza a las 5 de la mañana y hay veces que no coge ni media libra”. La libra de camarón ronda entre el dólar 20 y los dos dólares. “No alcanza, pero es lo que hay. La necesidad le obliga a uno”, lamenta.
Pueblo Nuevo, una comunidad “olvidada”
Hace casi 30 años, el mar empezó a comerse Cojimíes, lo que provocó que mucha gente se trasladase a unos 3 kilómetros hacia el interior. Así nació Nuevo Cojimíes o Pueblo Nuevo. Actualmente residen unas 4.000 personas, cifra Luis Panezo, presidente del grupo de casi medio centenar de socios de Cáritas de la comunidad.
Una de las principales preocupaciones de este vecino de 53 años, que trabajó 15 en docencia, es la juventud de la zona y sus perspectivas de futuro. La droga ha hecho su entrada con fuerza entre la población, especialmente en los jóvenes, igual que un incipiente tráfico, con sus terribles consecuencias.
“Tenemos un sinnúmero de niños (unos 300, estima). Queremos que tengan posibilidades de futuro, que terminen de estudiar y puedan conseguir un trabajo aquí, si es que no pueden ir a la universidad, y evitar que se queden sin hacer nada. En definitiva, que la comunidad se desarrolle y cree empleo”, pide Luis, quien, a seis meses de las elecciones locales, no tiene mucha fe en las autoridades: “Los dos últimos presidentes de Ecuador no nos han tomado en cuenta en nada. Esta es una comunidad olvidada”.
Luis critica que las propuestas de mejora que presentan al municipio son ignoradas. Muestra el terreno en el que les gustaría crear una empacadora de camarón. Pero para eso necesitan una buena vía de acceso, de la que carecen, ya que las camaroneras solo les han dejado estrechas pistas de tierra para llegar a la comunidad. “Aquí, lo que siembra un agricultor se pudre porque no lo puede sacar en condiciones. A un enfermo, lo sacamos más muerto que vivo”. La comunidad espera la inminente llegada del agua y piden la instalación de Internet.
Por el momento, les motiva el préstamo de unos 300$ por socio para emprender, parte del proyecto de Cáritas. Quienes viven de la pesca artesanal, la mayoría, lo invertirán en comprar material de pesca. Otros se afianciarán en la crianza de pollo o chancho.
Hay quienes apuestan por un puesto de empanadas, fritadas o piqueo (picoteo) y la idea de Luis es montar una heladería en su casa, vender jugos de coco, naranjilla, manzana del coco, entre otros, ya que es un comercio que no hay en Nuevo Cojimíes.
Un huerto a la altura de Mache
Para subir a la capilla de Mache hay que tener fe, bromean al referirse a la frondosa loma por la que se asciende a la construcción de madera y zinc, en la Reserva Ecológica Mache-Chindul (a unos 50 km de Cojimíes).
En la parte trasera de la capilla, un grupo de vecinos, en su mayoría mujeres, machete en mano, se dispone a preparar el terreno para un huerto comunitario. Comienzan a desbrozar, retirando la maleza y dejando la parcela de 2 por 6 metros lo más limpia e uniforme posible. La previsión es que en ese espacio, antes pasto de ganado, crezcan rábanos, lechugas, perejil, acelgas, zanahorias, coles, apio, cebollas, remolachas, zucchini y cilantro.
El ingeniero agrónomo Cristian Figueroa (Cáritas) supervisa los trabajos y les va indicando, con ligeras zancadas, los espacios destinados a cada semilla de los once tipos que han sido donadas para el proyecto. Pide que cuiden las distancias para que luego las plantas no compitan entre ellas y crezcan correctamente. Comprueba la porosidad del suelo y que este no contenga partículas muy duras que impidan la germinación de la semilla.
A la vez, resuelve las dudas sobre posibles fertilizantes y pesticidas orgánicos para evitar plagas y les explica el calendario de siembra de cada una. Insiste en la importancia de respetar los ciclos y cosechar en su momento.
Les aconseja plantar el cilantro en sus casas, ya que se usa mucho para condimentar. Cuando falta el agua, recomienda regar con la que se lavan las manos o las verduras. Y que usen botellas o utensilios de plástico como macetas para darles una segunda vida.
“¿Qué quieren cultivar?”
“De todo”, responde con una sonrisa Mercy Lorena Cambicasa Loja, de 42 años . Actualmente, es la secretaria del grupo de Cáritas, en el que lleva dos años. Nacida en pleno campo, asegura, está acostumbrada a la dureza de la agricultura. “Es como un deporte”.
“Queremos una alimentación sana, porque lo que compramos de fuera es puro químico, por eso también nos animamos a aprender a cultivar hortalizas y fortalecer la economía de nuestro hogar. Es una inversión y un ahorro”, explica Lorena.
Con todo, reconoce, en esta comunidad más de mil personas que se dedican a la agricultura y la ganadería, no se gasta mucho en alimentación. “En mi caso, no más de 80-100$ al mes, porque tenemos verde, gallinas, cuyos, patos, queso, leche… Nos ahorramos bastante, solo compramos lo que no podemos producir aquí”, enumera la mujer, que añade que coge el agua del río, la hierve para beber y cocina a leña, ya que donde vive no hay energía.
En su próxima visita, Cristian promete tomate, pepino y pimiento, las hortalizas que más se consumen, sobre todo en familias de bajos recursos. Además de fomentar la seguridad alimentaria de las familias, los huertos comunitarios son un proyecto piloto para recabar información con la que tener una base que sostenga un proyecto a mayor escala.
También plantea un vivero ecológico de plantas injertadas, cuyos ciclos de producción son más rápidos y producen antes. El ingeniero concluye: “En definitiva, si mejoramos el campo, mejoramos la economía de las familias y su alimentación”.