Por lo general, cuando escribo este artículo suelo llevarlo bastante pergeñado antes de teclear. Ayer, no. No era un encuentro al uso, sino una pequeña final, porque el equipo se jugaba mucho y trascendente. Todo dependía del desenlace de la película. Más allá de la panoja que siempre se valora por el cajero, era muy importante acabar en primera posición, evitarse una eliminatoria de enjundia y quitar del calendario un par de pesadillas. Estos partidos decisivos no son fáciles de jugar si dependes de alguna opción, como era el caso. Servía ganar, también empatar e, incluso, perder por la mínima. El futbolista maneja en su interior esas posibilidades. Es el fuero interno al que no accedemos. Lo único que nos sirve es el comportamiento exterior y ante los de Ten Hag se produjeron subidas y bajadas.
Por eso, cuando Garnacho adelantó a su equipo, se puso en ebullición el motor del yo personal. Se sucedieron golpes, caídas, dolores, traumas, dudas. Se paró el juego, se cortocircuitó el ritmo y se enfriaron las fortalezas de los primeros minutos. Los ingleses, que no habían hecho nada para cobrar ventaja, se encontraron el escenario que más les apetecía y que les acercaba al objetivo de descabalgar al líder. Los contraataques, siempre por su banda izquierda, aceleraban el ritmo cardíaco de los 36.744 aficionados que aceptaron la propuesta de acudir al estadio. Aún más en la jugada de Gorosabel, cuyo remate salvó De Gea y que Pablo Marín no pudo aprovechar después. El empate hubiera respondido mejor a la realidad de los primeros cuarenta y cinco minutos.
Entraba dentro de lo probable que al técnico le llegara una tentación. Eva no se presentó con una manzana, sino con cinco defensas, es decir, con la posibilidad de cambiar el sistema, montarse atrás, cerrar caminos y salvar el mobiliario de las conquistas precedentes que le llevaron a la situación idílica de la primera posición. El oriotarra vio a la serpiente y dijo nones hasta que restaban diez minutos y la prolongación para que todo terminase. Entonces, sí, abrigaditos. Los papeles del guion estaban repartidos. De un lado, el peso de la púrpura inglesa, cargada de trofeos, plantilla multimillonaria, pasta para decir basta y rozando el ridículo. Venga a lanzar balones a la olla, con nula propuesta futbolística, quintos en la Premier a ocho puntos del líder y cautivando más bien poco.
Del otro lado, un equipo con sus límites, pero con un corazón que bombea cosa fina. Comportamientos imperiales de futbolistas como Merino o Zubimendi. Nos aburrimos de decirlo pero es milagroso todo lo que pasa cuando el plantel cuenta con más bajas que una clase de gimnasia de niños gordis. Para que nadie se moleste, yo era el primero que me escaqueaba y me escondía detrás de las columnas del gimnasio cuando nos hacían correr. Seguro que si Imanol hubiera sido nuestro profe allí no se tapaba ni el tato. Lo saben los suyos de sobra. Repite una hora Marín; salta Magunazelaia, al tiempo que Robert Navarro dispone de bastantes minutos, como otros jóvenes dinámicos que saben lo que supone jugar este tipo de partidos, donde no son gratis ni los saludos. Disponen de un montón de espejos en los que mirarse, compañeros que hace poco vivían situaciones análogas. Escribía Cortázar que la indiferencia jamás pasa desapercibida. En este grupo que nos ocupa, es imposible hablar de desdén, indolencia o desafecto.
Los minutos fueron avanzando al mismo ritmo que los miles de aficionados empujaban a su equipo. La grada olfatea mejor que un fox terrier y sabe el momento en que su gente está con las reservas bajas. Le faltó fortuna y acierto en los remates. Merecían un gol para llegar al tramo de las taquicardias con más calma. No fue posible y volvió la heroica. Nunca una derrota por la mínima fue tan celebrada porque era una de las posibilidades de cantar bingo. Se han merecido de largo liderar el grupo, evitarse una eliminatoria de armas tomar (a ver qué depara el bombo con tanto mediático en las bolas) y afrontar desde el objetivo cumplido los dos próximos partidos antes del parón.
Apunte con brillantina. Pablo Marín es un chaval que, probablemente, no se afeite todavía. Como muchos de nosotros dispone de una cuenta en Instagram. Al comprobar que era titular, entré en ella. Le empecé a seguir y me convertí en el 5.091 de sus partisanos. Por curiosidad, al acabar el partido, volví a entrar en su página y el número estaba ya en 5.198. Hace cuatro semanas era un desconocido para el gran público y ahora cuando se siente en una cafetería a comerse unos buñuelitos no pasará desapercibido.