Bizkaia

“El cáncer te roba mucho, pero toca seguir viviendo”

Recién terminada la quimioterapia, María Liz cuenta su dura experiencia con la enfermedad que le ha arrebatado un pecho a los 34 años, pero no la sonrisa ni su sueño de ser madre
María Liz Costantini, paraguaya afincada en Bilbao desde hace trece años, ansía volver a empuñar los bastones y acompañar al monte a personas con discapacidad.

María Liz Costantini tiene dos tortugas, Leia y Karumbé. Y una amiga que la chincha diciendo que si algún día le pasa algo y se tiene que hacer cargo de ellas, las tirará a la ría. “Si les haces eso a mis hijas, vengo del más allá a buscarte”, le contesta ella. Es la broma con la que tratan de quitarle un poco de hierro al cáncer de mama que le diagnosticaron cuando llevaba cuatro años dejándose crecer el cabello precisamente para donarlo. “Mira lo irónico de la vida. Al final me tocó a mí”, dice. Aun así, no cejó en su empeño. “Tenía una melena preciosa, así que antes de la quimio fui a cortármela. Daba la medida exacta para una peluca”, cuenta satisfecha esta paraguaya afincada en Bilbao que, tras la última sesión el mes pasado, camina por el parque de Ametzola con sus piernas doloridas y sin su prótesis de pecho. “Quiero visibilizar que el cáncer te roba mucho, pero para mí es un huésped. Hemos hecho un viaje juntos y ahora me toca a mí seguir viviendo. Como dice un amigo: Eres tan cabezota que seguro que lo expulsas. Y yo no me voy a rendir, aquí se pelea hasta el final y mi final lo veo lejos, con hijos y siendo feliz”, imagina esta mendizale que ha tenido que colgar las botas y sueña con volver a calzárselas para guiar a las cimas a personas con diversidad funcional.

Nunca es buen momento para recibir el mazazo, pero con 33 años y en plena pandemia es el colmo de la mala suerte. Sobre todo, si el diagnóstico te llega, como denuncia María Liz, con nueve meses de retraso. “En 2020 ya me había notado el bulto, pero como todo era covid no me hicieron caso. Me empezó a doler mucho el pecho, insistí y la doctora que me atendió, en febrero de 2021, me dijo que tenía ansiedad por la situación y que me apuntara a pilates. Si le hubiese hecho caso, hoy estaría muerta”, sentencia. Un mes después, por fin, una matrona le palpó la mama y puso en marcha la maquinaria. “A la doctora que me hizo la ecografía le pregunté si era malo y me dijo: No es lo mismo una chica de 33 que una mujer de 86. Contigo vamos a correr. Salí con muchos papeles del hospital y pensé: Esto no pinta bien”. Su sospecha se confirmó, “tienes cáncer de mama”, el 14 de abril. “El mundo se me vino encima. Había perdido meses y el cáncer me había ido ganando terreno. Cuando tuve la cita con la oncóloga, en junio, me dijo que se había expandido al pecho, al esternón y a los ganglios linfáticos de la axila”, se duele.

Tras congelar sus óvulos, comenzó con la quimioterapia. “Te dicen que es dura, pero no cuánto. La quimio en sí no duele en el día, pero después te duele todo, pierdes el gusto, se te seca la zona mucosa desde la nariz hasta el ano y no te entra ni el agua. Yo vivía en el baño, llegué a llevarme allí la almohada. Lo pasé muy mal. Nadie te prepara para eso”, lamenta. Ni para eso ni para el aspecto que se te queda. “Tras varias sesiones y tantos efectos secundarios, no te reconoces. Fue duro mirar un cuerpo y una cara tan machacada en el espejo”, se sincera.

Para que ninguna mujer “vaya a la guerra desarmada”, María Liz comparte su experiencia sin edulcorantes, aunque “cada una tiene una distinta”. Ella, que es “muy echada para adelante”, siguió con su vida hasta que la enfermedad la frenó. “La gente me decía: Estás muy bien, pero por dentro estaba hecha una mierda. Llevaba tantos pinchazos y pruebas... Había personal sanitario que no te trataba bien y decías: Bastante tengo con lo mío. Estaba cansada”, reconoce. Y eso por no hablar de quienes la culpaban de haber enfermado por no cuidarse. “Yo comía superbien, hacía deporte y no fumo. No tengo antecedentes familiares. Ya que me ha tocado esto me podía tocar la lotería también”, bromea y aprovecha para denunciar que “los masajes linfáticos no los cubre la Seguridad Social”, que “los medicamentos cuestan mogollón” –107 euros un parche– y que hay que añadir “las cremas y geles especiales, los sujes de algodón o el colutorio porque la boca se te llena de llagas”. “Tiras de ahorros o de lo de la baja. Nadie te habla de esto ni de que puedes coger un herpes zóster, cuyo dolor es horroroso”, explica y pide que “ninguna mujer acepte un Eres muy joven para tener cáncer como diagnóstico porque al cáncer no le importa tu edad”.

Cuando acabó con la quimio recibió otro varapalo. “Me dijeron que no me podían conservar la mama. Fue un shock. Tanto sufrimiento para que te la quiten. Primero está tu vida, pero soy joven y pasé un duelo. El pelo vuelve a crecer, pero esto no”, dice, echándose la mano a la blusa hueca. “Al principio no me atrevía a mirarme. Me dicen que busque novio, pero no he terminado de aceptar mi cuerpo y no quiero que nadie lo juzgue. Bastante me machaco yo por haber cogido peso por la medicación. Digo: Estoy gorda y luego le pido disculpas. Con todo lo que ha soportado...”, admite esta trabajadora de la limpieza, que recuerda cómo se hinchó con los corticoides. “No quería salir de casa, tenía la cara redonda y parecía una embarazada. No me entraban ni las bragas”. Y a los kilos se suman “las ojeras, los granos que no tuve de adolescente, los sofocos de la menopausia adelantada...”. “El consuelo de mis amigas es: Bueno, son cinco años, luego te vuelve la regla y a los cuarenta y pico tendrás la menopausia normal. Y yo: ¿Serán cabronas?”, cuenta riendo.

“Aprendes a vivir con el miedo”

En esas noches en vela por los dolores, en esos días en los que no se podía ni mover, María Liz recibía el apoyo “en la distancia” de las amigas, pero no tenía mano, a pie de cama, a la que aferrarse. “Siempre pintan el cáncer con un acompañante, pero, cuando no lo tienes, es todo tuyo. Pasarlo sola es aún más duro”, asegura. Hasta el punto de que ella, positiva y luchadora, también pensó en rendirse, aunque solo una vez. “Recién operada, con el covid que cogí en el hospital, un herpes zóster y el drenaje saliendo de la herida, entre lágrimas, le dije a la doctora: Quiero que esto se acabe ya. Fue el día en el que tiré la toalla, pero fue solo un día. Al día siguiente la volví a recoger y dije: ¡Venga, a seguir para adelante!”, recuerda, afortunadamente ahora entre risas.

Sin pareja, si en todo el proceso ha tenido un compañero, ha sido el miedo. “He tenido bastante miedo y lo sigo teniendo. El tipo de cáncer que tengo es muy agresivo. Hace veinte años la tasa de supervivencia era muy baja. Ahora tengo más opciones, pero no me aseguran que no se vuelva a reproducir. Tuve miedo de no salir de quirófano, de coger algo en la quimio que me bajara más las defensas y ahora, que ya estoy limpia, tengo miedo de que en las pruebas que me van a hacer la próxima semana aparezca algo. Aprendes a vivir con el miedo porque siempre está ahí”, confiesa. De hecho, ya tiene pensado qué hará si la enfermedad vuelve a llamar a su puerta. “Si tengo hijos y la cosa se pone mala, mi amiga se quedaría con ellos. O sea, que me vas a dejar a las tortugas y a tus hijos. Y yo: Todo va a ser para ti”, recrea y estalla en carcajadas.

10/10/2022