La palabra retroceso sintetizaría la línea descrita por el Athletic en la primera vuelta del campeonato de liga. Arrancó como un tiro y se ha ido estancando. Resulta ineludible la sensación de que, como en años recientes, el equipo es incapaz de observar cierta regularidad, como si no supiese responder a la exigencia del sistema de la competición, que básicamente trata de sostener una cadencia de puntuación acorde al potencial. Queda la mitad del calendario para enderezar el rumbo y Ernesto Valverde tiene a gala lograr mejores resultados en este tramo, pero de momento lo evidente es que no ha gestionado adecuadamente el grupo o este no ha sabido interiorizar sus directrices. O ambas cosas.
La presencia de un nuevo técnico invitaba a esperar algo diferente. No ya en lo relativo a estilo de juego o reparto de minutos, que también. Se pensaba que, con los datos correspondientes al pasado reciente en la mano, lograría evitar que pasase lo que ahora pasa. Que su proyecto superaría tendencias pretéritas que atañen al grado de competitividad y su Athletic daría un salto cualitativo. Por supuesto que aún está a tiempo Valverde de promover una reacción, aunque a día de hoy la duda cuenta con un espacio legítimo.
La particularidad del presente ejercicio estriba en que el azar echó un cable. Los emparejamientos del Athletic en los dos primeros meses se valoraron como una excelente oportunidad para proyectarse hacia la zona noble. Cinco de las siete primeras jornadas se celebraron en San Mamés y la totalidad de los rivales había figurado en la anterior edición liguera de mitad de tabla hacia abajo: Mallorca, Valencia, Cádiz, Espanyol, Elche, Rayo y el recién ascendido Almería. Sobre el papel, un panorama muy favorable que el Athletic exprimió. Al cabo de estas siete citas, era tercero en la clasificación, plaza que conservó después del octavo encuentro, en el Sánchez Pizjúan, ante un Sevilla irreconocible, en descenso.
Acumuló 17 puntos con cinco victorias, dos empates y una derrota. Pudo haber incrementado el botín, ni mereció perder dos puntos con el Mallorca ni los tres que le birló el Espanyol en una tarde de infortunio. Marcó diecisiete goles y solo recibió cinco. El estirón, pese a que entrase en los cálculos, despertó ilusiones apagadas. La discreta talla de los oponentes nunca es garantía de éxito, sin embargo el Athletic se manejó con soltura, enderezó el punto de mira sin merma de la solidez sin balón. En suma, confirmó pronósticos y parecía poner las bases para codearse con los poderosos.
Llegados al ecuador del campeonato, cómo negar que la empresa le ha quedado grande. El balance desde la novena jornada se resume en estos datos: nueve puntos de 33; seis derrotas, tres empates, dos victorias; ocho goles a favor, quince en contra. La severidad del contraste es patente. Y viene a demostrar que el empuje inicial ha mutado en una bajada de tensión, agudizada a la vuelta del paréntesis que supuso el Mundial. No es el único al que le ha sentado mal dicha interrupción, pero sí uno de los que más la han acusado. Ni siquiera haberse plantado en las semifinales de Copa sirve como atenuante, toda vez que el Athletic ha disfrutado de un calendario más despejado que la mayoría de los clubes que le anteceden y estuvieron o están inmersos en torneos continentales.