La cineasta vasca Estibaliz Urresola estrenó ayer en la Berlinale su ópera prima, 20.000 especies de abejas, un canto a la diversidad aspirante a Oso de Oro con el que espera contribuir a “construir un horizonte de aceptación” para niños y niñas trans o identidades diversas y minorizadas. Es la primera vez que una película rodada en parte en euskera compite en la sección oficial de este festival.
La directora explica que el origen de su filme, rodado en euskera, español y francés, es el triste suicidio en 2018 en Euskadi de Ekai, un niño trans que tomó esta decisión con la esperanza de que esa acción “visibilizara su realidad” y “facilitara el camino a quienes venían por detrás suyo”.
Su esperanza, tal y como dejó escrito en una carta, es que “estos y estas niñas encontraran un horizonte de más aceptación, con mayor facilidad para ser quienes son, tanto en el seno familiar como en el social”. La cineasta, emocionada por la carta, quiso “recoger ese testigo” para intentar aportar desde su ámbito “un relato que pudiera contribuir a ese deseo que tenía Ekai de construir o de ayudar a pensar un horizonte donde niños y niñas trans o identidades diversas y minorizadas pudieran encontrar un referente donde identificarse”.
Quiso hacerlo, además, intentando rehuir “la narrativa clásica” y la “representación habitual” de personajes trans, “donde encontramos dolor, sufrimiento y conflicto”, para enclavar el relato “en un escenario natural, luminoso, diverso”.
Cocó, no Aitor
Cocó (Sofía Otero), de 8 años, la protagonista de 20.000 especies de abejas, no encaja en las expectativas del resto y no entiende por qué. Todos a su alrededor insisten en llamarle Aitor, pero no se reconoce en ese nombre ni en la mirada de los demás.
Su madre Ane (Patricia López Arnaiz), sumida en una crisis profesional y sentimental, aprovechará las vacaciones para viajar con sus tres hijos a la casa materna, donde reside su madre Lita (Itziar Lazkano) y su tía Lourdes (Ane Gabarain), estrechamente ligada a la cría de abejas y la producción de miel.
La madre trata de garantizar para Cocó “un espacio de libertad y de exploración lejos de los prejuicios y de los convencionalismos de género” que quizás durante un tiempo fue suficiente para la protagonista. Pero, una vez trascendido el espacio familiar, lo cierto es que “la sociedad está clara y rígidamente diseccionada en dos posibilidades” –hombre y mujer–, con unas características, una corporalidad, unos roles y una expresión determinada. Cuando Cocó se encuentra de bruces con la realidad de un “mundo segregado binariamente”, necesita “ir un paso más allá y nombrarse o identificarse con una de esas dos posibilidades”, al menos de momento. “Quizá, a medida que también vaya creciendo y esta familia continúe avanzando, y como sociedad lleguemos a nuevos escenarios, encontraremos más materialidades y más paradigmas posibles donde poder pensarnos”, dice la cineasta.
La familia, como en este filme, es “una representación de una microsociedad y es la primera instancia social a la que accede el individuo cuando nace y se cría, inevitablemente en grupo, porque, si no es en grupo, no podríamos sobrevivir”, señala.
La biodiversidad en la colmena
En cuanto a la abeja –un animal sagrado en muchas culturas, como la tradicional vasca, explica– como elemento narrativo, en primer lugar está la idea de que son “las garantes de la biodiversidad”. En la colmena, “todos y cada uno de los individuos tiene una función especifica necesaria para la supervivencia del grupo y, sin embargo, la colmena en sí misma es algo más que la suma de los individuos”, señala. El funcionamiento de la colmena permite a la cineasta abordar esta “tensión entre el individuo y el grupo”, esta constante negociación de “esa necesidad de autonomía frente al grupo y de reivindicarnos como individuos últimos”. “Pero formamos parte de ese magma y de una especie de vinculación constelar con todos esos elementos de la familia de la que no nos podemos separar”, añade.