El día después de tamborilear los dedos en el juicio crono, el Giro, zarandeado de punta a punta por Tadej Pogacar, se acodó en la barandilla del cielo, al fin en los tejados de Italia. Cerca del friso de nubes, habitantes de las alturas y el vértigo. La montaña como altar para el sacrificio de los mártires. A los pies del Gran Sasso, Prati di Tivo, (14 kilómetros al 7%) incrustado entre las rocas, reclamaba a los mejores para radiografiarlos.
El camino a la cumbre es un tratado de anatomía, una mirada que se incrusta hasta el tuétano y recorre los recovecos del alma. Allí donde el ser humano se evapora y se convierte en una sensación, abandonada la carne, ondeó Pogacar. El esloveno está hecho del material con el que se confeccionan los sueños. Campeón divino.
Victoria desde la calma
Es una fábula el esloveno, que manda en todos los escenarios con suficiencia. En la crono abrió una falla entre él y el resto. Una distancia sideral. En Prati di Tivo se mostró más mundano. Optó por la prudencia y el cálculo porque con eso le basta. En cualquier caso, se mostró en una pose que le representa. Giró la cabeza porque las derrotas acontecen a su espalda. Sistemáticamente. Es su retrato.
Miró para atrás, donde situó a Daniel Martínez, Ben O’Connor y a los que pelean por sacarse con él la foto en Roma. En las alturas aclaró aún más el Giro, que no es otra cosa que Pogacar y paisajes fastuosos. El factor sorpresa no existe con el esloveno en carrera, tan superior, inaccesible para sus rivales, que compiten con los hombros encogidos asumiendo que comparten época con un ciclista descomunal, histórico.
La realidad de Pogacar, un ciclista escultórico, no deja poros abiertos ni rincones para la frustración porque fumiga las expectativas. No existen. Hasta el “y si” es una quimera, un brindis al sol. Solo un accidente puede destronar a Pogacar, que son las manos de un juego de marionetas.
Pogacar venció en el esprint de la cima con enorme facilidad. Le alcanzó con el modo ahorro para golpearse el pecho y lanzar el puño al aire. Evitó el ensañamiento y el derroche de un ataque para acumular su décima victoria del curso, la tercera del Giro y la 73ª de su carrera. Pogacar tiene 25 años. Conviene recordarlo para fijar la magnitud de sus logros.
Lejos del linchamiento y de pavonearse esperó al final para ejercer su poder intimidatorio. Demostró que es el mejor pero venció desde el respeto y la humildad. Coleccionó su tercera pose victoriosa en la Corsa rosa. Cuando se vistió de rosa en el Santuario di Oropa, honró la memoria de Pantani.
Dominio absoluto
En la crono desarticuló la carrera con una actuación portentosa. Fue un auto homenaje. En Prati di Tivo dominó la ascensión con jerarquía pero sin grandilocuencia, como esos actores que lo dicen todo sin decir nada. No necesita grandes discursos el esloveno, siempre convincente. En los Apeninos coronó el trabajo solidario de los suyos. De algún modo, ganó por ellos. Era su deber. Después del buzo azul del trabajo, lució el esmoquin rosa de la victoria.
Las montañas del Giro conducen a experiencias místicas, laceramientos y estigmas. La belleza magnética, frondoso el valle, converge hacia una frontispicio cruel. La hermosura a modo de alivio. La tirita del paisaje que sana el padecimiento.
Prati di Tivo es un paraíso para los escaladores que buscan los límites en las rocas. Por la carretera de montaña, puñetera, la nariz respingona, los desniveles altaneros, reptar es un ejercicio que conecta con el infierno.
El averno que seduce festoneado por la foresta se comió la esperanza de la fuga. Los antorcheros de Pogacar prendieron la montaña. Ardieron los escapados. Ceniza en una montaña que no hacía prisioneros, que contaba implosiones por pura agonía y asfixia. Piernas de madera en un muro de las lamentaciones.
El líder, comodísimo
Pogacar, fresco como una rosa, silbaba su melodía. Daniel Martínez y Thomas le sombreaban la marcha en un grupo que estiraba el cuello. La marcha marcial del UAE iba eliminando lípido, cada vez más magro el grupo, que se retorcía entre herraduras. Aurelien Paret Peintre, el último símbolo de la fuga, un bastión de dignidad, se arengaba a sí mismo como un mantra.
Rafal Majka pastoreó a Pogcar, el lobo entre ovejas. Con el líder apenas jadeaban un puñado de rostros descuadrados. El esloveno, el muchacho de las piernas de oro, lucía elegante y fluido, como el diseño del mejor bólido.
Un pizpireto querubín con los mechones alborotados entre las ranuras del casco. A su espalda todos aguardaban la detonación. El esloveno no tenía intención de reventar el Giro otra vez. No lo necesita. Esquivó la tentación de la tierra quemada.
Tiberi, nervioso, impaciente, se movió. Acto reflejo, a Pogacar le bastó con chasquear los pedales para encapsularle. General con mando en plaza, Pogacar pasó revista y a todos controlaba con la mirada. Le basta con eso.
Nadie le puede alcanzar. Tampoco cuando se muestra magnánimo y huye del aplastamiento. No quiso abusar el esloveno, el mejor en el esprint de la nobleza en Prati di Tivo. Venció por inercia a la espera del día de descanso. El Giro es lo que quiera Pogacar.