Tirando de agenda propia y/o prestada por amistades de la máxima confianza, el reportero solo cosecha calabazas entre las personas todavía vivas que pueden dar pelos y señales de eso sobre lo que, 50 años después, todo quisque parece hablar con desparpajo y un conocimiento de causa situado entre cero y menos cero.
Las negativas se apelotonan, casi siempre perladas de palabras cariñosas –“Javier, te sigo desde hace años; pregúntame de lo que quieras menos de esto, me dicen en diferentes versiones los interpelados”–, mientras me va quedando claro que los que verdaderamente tienen algo que aportar se hacen a un lado. En contraste, los medios se llenan de blablablás de personas que tienen un conocimiento tangencial de los hechos o, directamente, ni estaban ni se los esperaba. “Eso ya en sí mismo es significativo”, me dice uno de los mediadores a los que intenté recurrir infructuosamente.
Pienso que tiene toda la razón, antes de que, por esos rebotes de la vida, me llegara el sí condicional de alguien que estuvo metido “no en la parte fundamental, ojo”, aunque solo puede contarme de la misa la mitad y, por supuesto, con un alias inventado y que ni remotamente pueda llevar a identificarlo a quienes sí están en el secreto de los acontecimientos.
Así es como Serantes –insisto, apodo falso– empieza contándome que en el día de autos él era un miembro liberado de la organización, eufemismo, ya saben, para no nombrar a ETA. Llevaba semanas haciendo “ciertas cosas”, pero asegura que no tenía gran idea sobre el motivo por el que se las habían encargado.
“Sí es verdad que en las semanas previas teníamos la intuición de que se estaba preparando algo importantes. Pero ni la menor idea sobre el tipo de acción ni, desde luego, las personas que estaban implicadas”, dice Serantes.
Algo gordo había pasado
Solo el día de autos se enteró de que se trataba nada menos que del asesinato del presidente del gobierno franquista Luis Carrero Blanco. “Volvía a comer a casa, cuando vi un montón de gente arremolinada ante el escaparate de una tienda de electrodomésticos. Miraban los televisores que mostraban los destrozos y, como el sonido estaba activado en el exterior, se escuchaba la narración del locutor contando que el almirante había sido asesinado”, recuerda nuestro interlocutor.
Con el paso de las horas y de los días, se iría enterando del resto de los detalles. La acción la había llevado a cabo el Comando Txikia, bautizado en honor de Eustaquio Mendizabal, miembro de ETA que murió tiroteado por la policía nacional en Algorta en abril de aquel mismo año.
Como estos días se está recordando hasta la saciedad, el grupo lo integraban Jesús Zugarramurdi Kixkur, Javier Larreategi Atxulo, Iñaki Pérez Wilson, Iñaki Mugika Ezkerra y José Miguel Beñaran Argala, que fue el que activó el explosivo colocado en el punto exacto del túnel de la calle Claudio Coello que estuvieron excavando desde hacía semanas.
Es sobradamente conocido también que su tapadera había sido hacerse pasar por escultores para justificar los ruidos de la construcción del subterráneo y el movimiento de tierras. Y también se sabe, porque lo contó ella misma en Operación Ogro, el libro que documenta el atentado, que Eva Forest y su marido, Alfonso Sastre, tuvieron un papel destacado en la logística.
Después de la espectacular acción, mientras sus autores se ocultaban –precisamente en viviendas proporcionadas por Forest–, entre los miembros de ETA que lo habían visto a distancia cundía una doble sensación. Por un lado, la euforia por haber derribado un objetivo de tanto significado. Por el otro, el miedo a la descomunal represión que pensaban que vendría y que, efectivamente, vino después.
Represión sin límites
“Yo recuerdo que tuve miedo, tanto físico como psicológico. Temí que me fueran a capturar pronto, pero también las consecuencias impredecibles por parte del régimen. La represión fue brutal. Eran los tiempos del acción-reacción-acción y, por desgracia, se cumplió a rajatabla, dice Serantes.
Esa represión indiscriminada puede leerse como una de las lecciones que el régimen aprendió después de haber perdido a su delfín a manos de una organización, ETA, a la que apenas concedía importancia por entonces pese a haber dado muestras de ser bastante más que una panda de entusiastas.
Pero la soberbia franquista operaba así. Incluso la propia víctima, Carrero Blanco, había desdeñado las decenas de advertencias que le llegaban desde Bilbao del legendario comisario José Sáinz, el primero que alertó, desde el conocimiento de los innumerable militantes que mandó torturar, de que ETA tenía capacidad para desestabilizar el régimen.
A Carrero Blanco, puesto al corriente por sus servicios secretos –el torpón pero violento SECED, precedente del actual CNI– todo aquello le entraba por una oreja y le salía por la otra. “Mi vida solo está en manos de Dios”, porfiaba el almirante una y otra vez. La macabra ironía es que aquel 20 de diciembre de 1973, después de arrodillarse ante Dios en la Iglesia de San Francisco de Borja en la calle Serrano de Madrid, Carrero ascendió , casi literalmente, a los cielos.
Murió el hombre y nacieron muchas leyendas que, medio siglo e innumerables estudios históricos después, siguen dejando en el aire un buen puñado de incógnitas.
Anecdotario
“No hay mal que...”
Enigmática frase. Solo tres días después de haber llorado la muerte de quien estaba llamado a continuar el régimen, Franco sorprendió a todo el mundo con una enigmática frase en el tradicional mensaje de nochebuena: “No hay mal que por bien no venga”. Además de incomodar a la viuda de Carrero, la sentencia sirvió para alimentar las innumerables teorías de la conspiración sobre el atentado.
El papel de Eva Forest
Colaboradora algo más que necesaria. La escritora Eva Forest, autora con seudónimo de Operación Ogro, el libro en el que se narraba el atentado desde dentro, nunca ocultó que tanto ella como su marido, el dramaturgo Alfonso Sastre, tuvieron un papel muy destacado en los hechos. La amnistía de 1977 evitó que el matrimonio (igual que los demás identificados como autores materiales), fueran juzgados.
Kissinger, humor negro
Récord. Como es bien sabido, el siniestro Secretario de Estado de USA, Henry Kissinger, fue una de las últimas personas en ver con vida al almirante. La víspera del atentado se había reunido con él durante un viaje relámpago a Madrid. Una investigación de La Vanguardia reveló el pasado domingo la tremenda frase del recientemente fallecido político: “Aseguraos de que cuando explote yo, vaya más arriba de cinco pisos... No tenemos que dejar este récord a los españoles”.
La venganza
Asesinato de Argala. Justo cinco años y un día después del atentado contra Carrero, el 21 de diciembre de 1978, un grupo de militares adscritos a las cloacas del Estado acabaron en Angelu con quien había accionado el explosivo que mató al almirante. En una escena que hemos visto recreada en la película Yoyes, el Renault 5 anaranjado de José Miguel Beñaran Argala saltaba por los aires provocando la muerte del carismático líder de ETA. En 2003, uno de los asesinos, apodado Leónidas, contaba al diario El Mundo que se trató de una operación ideada y ejecutada por miembros de la Marina española. Por supuesto, sin mostrar ningún arrepentimiento.