Érase una vez, un perro que nunca vio mundo. Que nunca recorrió más allá de los 2 metros que le 
permitían su cadena. Que sus años de vida se consumieron vigilando la entrada de una casa. 

Cobijándose de la lluvia, del viento, del frío o del implacable sol en una caseta de cemento.
Pasando las noches en una húmeda y roída colchoneta. 

Y en sus genes, su propia condena, al ser incapaz de arremeter, atacar o rebelarse contra su carcelero. Al no ser capaz de escapar de lo único que ha conocido en su vida...