Justo en la mitad de la Lieja-Bastoña-Lieja, Tadej Pogacar, el chico pizpireto, de la sonrisa cálida, se desabrochó. Se desprendió de la ropa de abrigo que le dio bienestar y le mimó en el amanecer lluvioso y de bajas temperaturas que agarró por la pechera la clásica. Había entrado en calor. De algún modo, ese gesto, era la señal de lo que vendría en La Redoute. Estaba escrito como en una novela de Gabriel García Márquez.
Pogacar bien podría ser un personaje del realismo mágico. El movimiento artístico se define por su preocupación estilística, –las victorias de Pogacar son de una belleza arrebatadora por su relato valiente– y el interés de mostrar lo irreal o extraño como algo cotidiano y común. Eso define al esloveno. El chico de oro. Pogacar es realismo mágico.
Se rompió la camisa en la famosa cota y solo quedaron escombros tras de sí. Grandioso, que no grandilocuente, Pogacar contempló su obra maestra con la mirada traviesa de un niño que juega entre risas.
Despeñó cualquier resistencia para tallar otro Monumento para su museística colección de logros, una galería que acumula 70 victorias de enorme pedigrí. Este año acumula siete en diez días de competición. Un ciclista de época.
Su jerárquica victoria en el Monumento belga, tras la de 2021, restañó las heridas pasadas. Cerró con la sutura del triunfo la memoria de Lieja-Bastoña-Lieja que le descabalgó el pasado curso, cuando se rompió la mano en una caída. Con esas manos apuntó al cielo para suturar otra herida, más profunda, en el corazón.
Honró la memoria de la madre de su chica, Urska Zigart, fallecida dos años atrás. Pogacar dejó entonces la Lieja para acompañar en el duelo y en el dolor a su pareja. Dos calendarios después dedicó la victoria a la madre de su prometida. “Ha sido una victoria muy emocionante”, dijo el esloveno.
De La Redoute a Lieja
Nada se le resiste a Pogacar, imperial, inaccesible. Despegó con furia en La Redoute, a 34 kilómetros de la felicidad, y anidó en Lieja tras un vuelo sensacional. Un paseo por las nubes. Habita en el Olimpo Pogacar, morador del cielo. Desde su perspectiva, desde su plano cenital, observó a los hombres, a los humanos, en su lucha decadente por emparejarse a él. No es posible. Pertenece a otra estirpe.
Romain Bardet alcanzó la meta un 1:39 después y Van der Poel, tercero, el mejor del grupo, tardó dos minutos más. Pello Bilbao, notable una vez más, fue noveno. El esloveno engastó otra piedra preciosa en su joyero de clásicas.
Otra postal de la Lieja-Bastoña-Lieja con la que decorar su hogar de campeón con el sexto Monumento: dos Liejas, tres Lombardías y el Tour de Flandes. Aspira a lograrlos todos. Voraz, hambriento, caníbal. Un elegido.
Es una explosión Pogacar. Richard Carapaz, alma de guerrillero, buscó su estela, pero se arrugó de pura impotencia cuando se detonó el esloveno. El optimismo había embaucado al ecuatoriano. La prosa de Pogacar le sometió sin contemplaciones. Le enroscó en el sillín de la derrota. El esloveno es un verso libre, ajeno al cálculo del resto. Derrocha potencia, fuerza y carisma.
Todos tras él sabían que se encresparía en La Redoute, subrayado en rojo el lugar de peregrinación de la clásica. Nada cambió. Inmediatamente asumieron que mientras él silbaba la ascensión sentado, zapateando su superioridad, ellos, los otros, jadeaban y se retorcían asistiendo una vez más a otra exhibición de Pogacar. Contorsionistas del sufrimiento, padecieron al esloveno, tan superior bajo cualquier análisis.
En solitario, a lo grande
Pogacar cepilló la ascensión con una docena de segundos sobre el grupo, donde se evaporó Van der Poel, fuera de foco. Lejos de sus dominios de piedras, le tocó morder el polvo. No había paz para el neerlandés, el arcoíris descolorido, en tonos sepia. Pogacar, pura alegría. El esloveno, sin sombra, un ente, tomó distancia de inmediato.
Llanero solitario entre cotas que planchaba con efecto devastador sobre sus centinelas. Vieron cómo el esloveno atravesó la puerta a otra dimensión, vetada para ellos.
Reservado el derecho de admisión. Su lucha sería por salir con él en la foto del podio. El retrato de Lieja estaba descartado. Lo acapararía el esloveno. “Llegar solo ha sido muy bonito”, apuntó con una sonrisa franca.
Un comienzo helador
Un sopapo de frío y el desencanto de lluvia dio la bienvenida a la Lieja. La realidad va por libre, aleatoria, vive a su manera. Ingobernable. Argumentan algunos que no existe el mal tiempo, que solo es necesaria la ropa adecuada para combatirlo o disfrutarlo.
Con esa duda existencial, el pelotón se bunquerizó con los ropajes precisos, un blindaje para atravesar 254 kilómetros y once cotas, la travesía que proponía La Decana.
Después de la fuga de la costumbre, del rutinario primer acto, la Lieja se sobresaltó con una caída múltiple que generó el caos. Montonera, un tapón y el pelotón fragmentado en dos frentes. Por delante, lucía libre el mechón rebelde de Pogacar, arrullado entre los edredones de sus muchachos, dispuesto a olvidar las pasadas Liejas, malditas para él. “Quise estar delante”, expresó.
Dura caída de Carlos Canal
En el retrovisor se desgañitaron Pidcock, Van der Poel o Pello Bilbao, aislados por la caída. La trama del suspense no duró demasiado. No se trataba de un filme de Hitchcock. La intriga y la incertidumbre no alcanzaron el éxtasis. Fue más un uy.
Se empastó todo nuevamente unos kilómetros después a la espera del nudo gordiano de la clásica, que contó, por desgracia, la tremenda caída de Carlos Canal. El ciclista gallego impactó contra un bordillo y se estrelló de mala manera.
El sol fue tomando posiciones, abriendo el cielo, arrancándole la capota gris a la carrera a medida que se consumía como un cigarro al ritmo de Novak, que limpiaba la pasarela de la hojarasca antes de que brotara, exuberante, el fértil esloveno, un ciclista fuera de concurso, para florecer en meta. El sol esloveno alumbra Lieja. Pogacar es realismo mágico.