Tres días de julio: 1, 2 y 3. De fiesta. Bilbao-Bilbao. Gasteiz-Donostia. Amorebieta-Baiona. El éxtasis. Un millón de aficionados. Jonas Vingegaard-Tadej Pogacar. Pello Bilbao-Ion Izagirre. El telegrama de las jornadas de gloria que bañaron las arterias de Euskal Herria. La salida del Tour de Francia desde Euskadi, con Bilbao como epicentro, proyectó a un país al mundo entero. “No existe mejor anuncio que este”. Ese anuncio, la Grande Boucle, configuró el año ciclista entre ikurriñas y las gargantas de centenares de miles de personas que festonearon el Tour por Euskadi.
Un logro extraordinario para un pequeño país que se agiganta cuando se acerca a la cuneta a dar ánimo. Fue el Tour de casa, lo nunca visto desde la salida de Donostia, en 1992. Tres décadas más tarde, el epicentro del mundo ciclista, fijó su residencia en Euskadi, convertida en la casa del ciclismo. El Tour se presentó en el Museo Guggenheim, símbolo de la modernidad, del Bilbao con piel de titanio, vistiendo a los ciclistas con una txapela conmemorativa. Txapela buruan ta ibili munduan. En ese hábitat, Pogacar se convirtió en el maestro de ceremonias. Estrella.
Con ese papel despegó el Tour. Pike Bidea, abrigado de los gritos de la afición, del color naranja de la marea que nunca se ha ido, de las ikurriñas que acariciaban cada palmo de terreno, el Tour entró en combustión. Chupinazo. Adam Yates voceó a Pogacar. Vingegaard, siempre el danés, se encoló a la ambición del esloveno. En Bilbao no fue un inglés, fueron dos, los que vinieron: Adam y Simon. Entre ellos se jugaron el primer amarillo del Tour. Venció Adam.
Pogacar y Vingegaard, las dos caras de la moneda de oro del Tour, se retaron desde Euskadi. Superiores al resto, trazados en el retrovisor de las causa perdidas, fijaron las normas de su esgrima. El esloveno atacaría siempre. El danés, campeón en curso, se defendería a la espera de su momento. Antes de alcanzar Donostia, segundo final vasco, donde se impuso el inopinado Lafay, Pogacar y el danés continuaron con su pulso en Jaizkibel. En tierra de ciclismo, dos conquistadores. En cada pulgada, una mirada aviesa, en cada palmo del terreno, la posibilidad de un alzamiento.
Ese día, Pello Bilbao, que pinchó en la jornada inaugural, revoloteó. El gernikarra, muy activo, entusiasmado con el Tour que se puso de pie en Euskadi, no quería perder la conexión con la Grande Boucle. Más adelante encontró el chispazo necesario. Desde Amorebieta, donde el público se entusiasmaba con Pogacar, una rock star, a Baiona, tejida de ikurriñas, el Tour se dio otro baño de masas por las carreteras de Euskal Herria. Muros edificados con personas, encolados por la pasión de un evento único, una postal para siempre, para el recuerdo.
El Tour trepó hacia las alturas después de las ráfagas de las locas y exigentes clásicas de Euskadi. El “pimpampum” con el que definió Christian Prudhomme, el director de la carrera francesa, los tres días de algarabía en Euskadi. El Marie Blanque descubrió una grieta en Pogacar y el filo en el colmillo de Vingegaard, que en lugar de emplearse a ráfagas, a modo de una ametralladora que escupe fuego a discreción, eligió el rifle con mira telescópica. Francotirador. El danés revirtió el Tour. Esa jornada, Mikel Landa mudó el gesto. La ilusión con la que acudió a la carrera viró hacia la incomodidad. El alavés no se encontraba a gusto en el Tour de casa. No era el suyo.
El Tour no abandona Euskadi
Sí lo fue el de Pello Bilbao, que encontró la eternidad en Issoire, en Vulcania. El gernikarra, formidable, gestionó de fábula la fuga y poseedor de unas magníficas piernas, remató de manera extraordinaria su mejor victoria de siempre. El vizcaino apuntó al cielo. Le dedicó el triunfo a la memoria de Gino Mäder, su amigo. El suizo, que bautizó a su perro con el nombre de Pello, corría junto al de Gernika el Tour de Suiza. Una fatal caída en el descenso del Albulapass, acabó con su vida. Una tragedia. Desde entonces, Pello Bilbao juró ofrecerle una victoria. Completó su misión el 11 de julio en Issoire.
Dos días después, el Tour seguía en Euskadi, al menos en su imaginario colectivo. Ion Izagirre logró el segundo laurel vasco de la carrera. El de Ormaiztegi se encendió en el Macizo Central. Ignición. Izagirre fue el más fuerte de la fuga. También el más inteligente. Gestionó los tiempos mejor que nadie. Cuando parecía descartado, emergió de la nada y se fue a por todo, en busca de su segunda porción de felicidad en la Grande Boucle. En 2016 venció en Morzine. Este curso su nombre estará unido a Belleville-en-Beaujolais, donde agarró el laurel, y al de una de sus hijas, Iraia, a la que tiró de las orejas desde la distancia. Era el cumpleaños de la criatura.
“ Las tres etapas en las que el Tour recorrió parte de las arterías de Euskal Herria recibieron el apoyo de casi un millón de aficionados. ”
Mientras el champán recorría el gaznate de los vascos, -felices desde que despertaron el sueño del Tour en Euskadi y lo prolongaron con dos magníficas victorias que no dejaron que el Tour abandonara Euskal Herria- Pogacar y Vingegaard continuaron con su pleito cerrado. El esloveno reaccionó en Cauterets, donde venció realizando una genuflexión, arañando a Vingegaard, que con anterioridad trató de desconchar a su rival en el Tourmalet. El esloveno le sometió. El danés se tambaleó, pero se sostuvo aún líder. Vingegaard se ató al arnés de la resistencia para no caer del liderato por el alambre de funambulismo al que le arrastró el esloveno, siempre dispuesto para la ofensiva. En el Puy de Dôme, la cuerda del líder se deshilachó, pero no del todo. Unas hebras le vestían de amarillo.
No cejó Pogacar, dispuesto a rasgarle en cada final exigente. En el Grand Colombier se repitió la escena, pero Vingegaard pudo tirar del hilo de vida y recomponerse. En el Joux Plane comenzó a virar el Tour. Pogacar relinchó. Obtuvo unos metros, después un ramillete de segundos. El líder no se quebró. Cada vez más firme, se reconstruyó. Le comió terreno. Le tocó el hombro. Otra vez juntos. En paralelo. Dos pistard congelados por los techos del Tour. Más arriba sólo el cielo. El danés estaba tricotando su segunda victoria en la carrera francesa. De esa esgrima el líder salió con un suspiro más a su favor, un segundo. El Tour era otro. Crecía el danés. Frente al Mont Blanc, una escena. Pogacar trató de dejar a Vingegaard. No pudo. En el esprint de meta, el líder adelantó por fuera a su enemigo íntimo. Después, le miró. Aquí mando yo.
La sentencia
El tiempo del Tour, su dueño, estaba en la crono de Combloux. Bajo el juicio del reloj sentenció el destino de la carrera Vingegaard a su favor. En una actuación para el recuerdo, prodigiosa, el líder se expresó en todo su esplendor. Exuberante, aplastó a Pogacar. El Tour enfilaba hacia Dinamarca. La remontada era una quimera. Esperaba la etapa reina. Configuró la ceremonia de coronación de Vingegaard en el Col de la Loze, otra montaña sin pasado, que será recordada en el futuro. La mole devoró a Pogacar. Le dejó en los huesos. Desnudo. El hundimiento definitivo a ritmo de Kwiatkowski. “Estoy muerto”. Fue el mensaje por radio de Pogacar. Su epitafio. París era de Vingegaard. Una fiesta en la que Pello Bilbao fue sexto. En la ciudad de la luz finalizó el Tour que extasió Euskadi.