La Sierra de Albarracín es un lugar tranquilo cubierto de pequeños secretos; por ella serpentea un bonito río, el Guadalaviar, que juega al escondite entre frondosos árboles y arbustos. Pasear por sus orillas supone disfrutar del sonido de sus aguas y de la hermosa naturaleza que le rodea. En una de las colinas que surge de uno de sus tantos meandros, fue que en torno al año 965, durante la ocupación musulmana de la península, se levantaron las primeras construcciones defensivas que, con el tiempo y los consiguientes cambios históricos, dieron lugar a la población que hoy conocemos. Allí se asentaron los invasores del norte de África, pues aquel era un lugar de gran valor estratégico y económico, ya que era cruce de caminos y comercios.
Aunque es verdad que la provincia de Teruel guarda numerosos parajes dignos de ser visitados, es Albarracín la que se lleva casi todo el protagonismo. La ciudad asombra al primer vistazo y no hace sino deslumbrar a medida que se avanza en su recorrido.
Calle arriba y calle abajo
Si se va para una sola jornada, se puede dejar el coche aparcado en alguno de los aparcamientos ubicados abajo, en la entrada del pueblo, cerca del río, en lo que ellos llaman la zona de el Barrio; sólo está permitido entrar en el interior del recinto, la Ciudad, si se dispone de una tarjeta especial de residente, y casi mejor, pues sólo ellos cuentan con la destreza necesaria para manejar un vehículo por tan estrechas y empinadas callejuelas.
Calzado cómodo, sin prisas, tienes mucho que recorrer en esta pintoresca localidad de Teruel. No sólo está rodeada por diferentes rutas naturales para caminar y andar en bici, sino que, a lo largo de su trazado urbanístico, tienes rato para recorrer, a ritmo lento, un legado histórico que no te dejará indiferente. Hay que detenerse y contemplar sus pequeñas plazas, sus cuestas, que no son pocas, su larga y bien conservada muralla, sus característicos edificios que parecen vencer a la gravedad, sus balcones colgantes, sus forjas, puertas y llamadores de curiosas formas. Todo invita a descubrir despacio rincones curiosos que cuentan su propia historia.
Se puede empezar subiendo por la calle de Bernardo Zapater, pasando por detrás de ese gran edificio que hoy es un Hotel pero que en otro tiempo fue el Colegio de los Escolapios que aún muestra su antigua y cuidada arquitectura. Toda esa subida nos llevará hasta la calle Azagra, que llega a un punto neurálgico de la población, la plaza del Ayuntamiento o la Plaza Mayor, lugar de encuentro para propios y extraños, y donde suelen dar comienzo las diversas visitas guiadas que ofrecen algunas oficinas y que permiten conocer mejor los rincones y anécdotas que jalonan la historia de este conjunto histórico declarado Monumento Nacional. Desde ahí comenzamos a observar mejor algunos detalles y ejemplos de la arquitectura de la zona, uno de ellos, el color ocre de los muros irregulares de sus fachadas, que, nos dicen, procede del óxido férrico que contienen las piedras con que fueron construidas las casas. Es ese óxido de la roca y otros componentes como el cuarzo y los hematíes, los que emiten pequeños brillos cuando luce el sol. Y al contemplar los tonos y brillos, observamos también la peculiaridad de las construcciones, que, en ese equilibrio entre la gravedad y el cielo, sobresalen hacia el exterior según la edificación crece en altura, ganando así un espacio extra en la vivienda; eso y en calles tan estrechas, hace que algunos aleros de las casas casi se toquen.
Ahí en la Plaza, de planta irregular debido al terreno en el que se sitúa, continúan también los pórticos con arcos de medio punto en los que antiguamente se ubicaba el mercado local donde los agricultores ofrecían sus mercancías, donde descansaban los viajeros, donde se realizaban intercambios; un mercado al que llegaban comerciantes y pastores en su paso hacia el norte o sur, dependiendo la época del año y en busca de mejores condiciones para los animales. Hoy, aparte del Ayuntamiento, se ubican algunos bares con sus terrazas que, con el buen tiempo y la llegada de turistas, son un buen lugar para hacer un descanso entre tanta subida y bajada.
Continuando el camino, llegamos al Portal de la Molina, ante el que se ubica una casa emblemática gracias a la cual Albarracín comenzó a darse a conocer a nivel internacional tras un concurso de fotografía. Una joya simbólica construida en el siglo XIV, la Casa de la Julianeta. Aunque pases cerca de ella tres o cuatro veces durante la visita a la ciudad, no te cansarás de verla. Y es un ejemplo claro del tipo de edificio local que, teniendo poco espacio en la base, se va ampliando a medida que la casa gana en altura, dando la sensación a veces de que vaya a inclinarse. Actualmente tiene un uso académico y sirve de residencia temporal a diferentes artistas y/o investigadores que desarrollan algún tipo de trabajo sobre el Patrimonio e Historia del municipio.
El río y la muralla
Dicen las crónicas: «Esta ciudad de Albarracín está entre cuatro reinos, a saber: entre el reino de Aragón y el reino de Valencia y entre el reino de Castilla y de Navarra y se encuentra rodeada totalmente por altas y agrestes montañas, y la ciudad se halla entre ellas en el fondo y la rodea un río alimentado de nieves, de forma que nadie puede entrar más que por un lugar muy estrecho y está muy bien amurallada con fuertes muros y muchas torres».
Es esa muralla la que por sí sola cuenta una historia y la que se extiende sobre la ciudad como si fuera un abrazo. El conjunto total es armonioso y equilibrado, y hay diferentes miradores, algunos naturales en la montaña, desde los que puede contemplarse toda esta joya medieval, además de la parte del “Arrabal”, al otro lado del río Guadalaviar donde vive la mayoría de la población de Albarracín actualmente.
Antes de despedirnos y dirigirnos a la capital, Teruel, bajamos hacia el cauce del río, en ese paseo fluvial que transcurre a los pies de la ciudad y que la adorna como un precioso collar de distintos verdes. Es una pequeña ruta que no llega a los dos kms. de largo y que se hace fácilmente, eso sí, con un calzado cómodo pues tiene algunos desniveles. A lo largo del paseo, el sonido del agua, el frescor de las sombras que ofrecen sus árboles y el avistamiento de algunos pájaros como el mirlo de agua o la garza real si hay suerte, hará que la visita haya merecido la pena.
Y es que nada mejor para dar punto final a nuestro encuentro con la encantadora Albarracín, que conocer también el río que la vio nacer, hace ya más de 1000 años.