A la Vuelta le espera el mito del Tourmalet, la cumbre que lo es todo, que resume al colosal Tour. La carrera española descerrajará por primera vez el icono del ciclismo después de no poder fijarlo en la hoja de ruta de 2020. Lo impidió la pandemia que cambió el mundo.
La Vuelta celebrará su bautismo por todo lo alto en el imponente Tourmalet tras ascender Portalet, seguido del temido Col d’Aubisque –de categoría especial–, y del Col de Spandelles (1ª). El reto del Tourmalet, el encuentro de los favoritos a pecho descubierto, es la esperanza y la expectativa para tratar de digerir otro día de perfil bajo, sin mayor aliciente que descontarlo del calendario de la carrera.
Con el viento apagado, que era el elemento que debía dar sentido a la etapa, así lo pensaron los ideólogos, sólo Bol y Balderstone, dos jornaleros, elevaron mínimamente el tono. Dignos, ilusionados, se fugaron por inercia, alentados por la dejadez del pelotón, que se alistó a la decadencia.
Sebastián Molano vence
La indolencia pedalea con descaro. En lugar de sillín de competición, eligieron una hamaca para el sesteo y el sosiego. Los únicos corazones que palpitaban era el de los fugados, con la emoción propia de alcanzar un imposible.
Evidentemente, no lograron aproximarse ni a las luces de extrarradio de Zaragoza, donde Sebastián Molano decantó el esprint con una arrancada enérgica después de un estupendo lanzamiento de Rui Oliveira.
Del país de los escaladores, nació un velocista. Un ciclista a contracorriente. Realismo mágico. Molano pudo con Kaden Groves, mal colocado. Se tomó la revancha el colombiano.
Molano, que se quedó sin aliento en Tarragona, donde le sobrepasó el australiano, venció con autoridad en una jornada de asueto para los favoritos, que elevan la mirada y estiran el cuello hacia los Pirineos, donde gobierna el Tourmalet. La catedral de la Vuelta está en Francia.
Séneca dijo aquello de que “nos quejamos de que nuestros días son pocos, pero actuamos como si fueran infinitos”. Llegará el día en que la Vuelta se acabe, pose sobre el podio de Madrid tras 21 jornadas, y alguien reivindicará que la faltaron días para atacar o intentarlo después de desperdiciarlos entre coartadas, excusas y lugares comunes. “No era el día”. A este paso nunca lo será. El Alpecin, de Groves, fijó la marcha sin apenas entusiasmo.
Roglic resta cuatro segundos
En el esprint bonificado se impuso Groves, que imaginaba repetir en Zaragoza porque es el más veloz. Lo afrontó como un entrenamiento, como un ensayo general. Primoz Roglic, atento, también lo disputó. Logró su premio. Restó cuatro segundos de desventaja respecto a Remco Evenepoel antes de acudir a los Pirineos.
Es un pequeño rasguño. Un botín formidable en una situación de parálisis por el respeto que infunde el Tourmalet, el Día D de la Vuelta, donde manda Kuss, su compañero. Ese es, al menos, el cálculo. La carrera, dicen los generales, empieza en la codillera pirenaica, aunque despertara en Barcelona hace varias lunas.
En una Vuelta que se está quedando en nada, de lo que pudo ser y no es por distintas razones, el Tourmalet, su leyenda, su presencia intimidante, lo es todo. “Es una etapa crucial”, sugiere Vingegaard, bicampeón de la Grande Boucle. El coloso francés es la esperanza para rescatar una carrera en los huesos, que parece molestar a los ciclistas.
Los gascones llamaron a la mole del corazón pirenaico, que bombea su mito por en cima de los 2000 metros, la ‘montaña de mal retorno’. La Vuelta espera que sea la legendaria cima la que devuelva el espíritu de la competición a la Vuelta tras días de barbecho. Un secarral.
Tourmalet, la gran montaña
El Tour se prendió de aquella montaña temible en 1910. Un periodista de L’Auto, Alphonse Steinès, colaborador de Henri Desgranges, el director del diario que inventó la carrera más famosa del mundo, se aventuró a explorar la subida, ignota entonces. Un descubrimiento. El ingeniero de caminos de Eaux-Bonnes escuchó aquella idea, de aspecto suicida. Una locura. Contestó: “¿Es que se han vuelto locos en París?”.
Steinès se adentró en los Pirineos en un Mercedes con chófer. Ascendieron por una ruta impracticable. A cuatro kilómetros de la cumbre les paró en seco la nieve, acantonada en una muralla fría y blanca. Steinès, hipnotizado por aquella visión, decidió adentrarse en otra dimensión.
Le pudo la curiosidad. Así progresa el ser humano. Descubrió un templo para el ciclismo. Un pasaje para la historia. Fascinado frente a su descubrimiento, que en realidad fue una penosa aventura, envió un telegrama a Desgranges. Le embaucó. Mintió con entusiasmo. Palabra por palabra.
“Tourmalet atravesado. Stop. Muy buena ruta. Stop. Perfectamente practicable. Stop. Firmado, Steinès”. Steinès mintió. Octave Lapize, en 1910, fue el pionero. Posó su nombre en la montaña mágica. Conquistó la cima del Tourmalet, que fue la lanzadera para hacerse con la victoria final.
Lapize, sordo de un oído, murió en un combate aéreo en la Primera Guerra Mundial pilotando un biplano en los cielos de Verdun. Su aparato estaba decorado con un gallo y el número 4, con el que alcanzó la gloria en el Tour. Los gallos deben medirse en Toumalet. La corona de la Vuelta se forja en las entrañas del coloso pirenaico. Todos invocan al Tourmalet. Allí amanece la Vuelta.