Conviene mantener la ilusión del día a día. Hacer de lo ordinario lo extraordinario. La rutina de Pogacar se colorea de amarillo en el Tour. No es nuevo para él. Por eso asomó contento como un muchacho con zapatos nuevos en la salida. Estrenaba calzado. La felicidad tiene estas cosas modestas que alegran el espíritu. Las zapatillas estaban decoradas con la imagen de un lazo que simbolizaba la lucha contra el cáncer. Es su nueva fundación. Recuerdos de Armstrong. Al esloveno le esperaba su kit amarillo en el asiento del bus. Un maillot colgado, los guantes, las gafas y el culotte, a juego. Quería ganar de amarillo. Todo preparado para la exaltación de Pogacar, para el claqué del esloveno en La Planche des Belles Filles, su cumbre. Su belén. La piedra bautismal en el Tour. "Era una etapa que tenía en mente desde hacía tiempo", dijo.
El esloveno ensortijó otro triunfo en su alucinante palmarés. Lo hizo sobre la arena. Suma ocho victorias de etapa en la Grande Boucle. Tuvo que recurrir a la agonía y al sufrimiento extremo para derrotar a Vingegaard, un gladiador que le peleó la victoria hasta el último golpe de riñón en una rampa abrumadora, por encima del 20%, que mordía hasta el alma y se tragó a Kämna. Allí, en el abismo, en una lucha a quemarropa, hombro con hombro, cabeceando, en el límite, pura supervivencia, pereció el danés frente al esloveno, que colecciona imposibles.
Remontó desde las tripas el ciclista venido del futuro. “Es una victoria muy especial para mí”, apuntó el líder, más asentado aún en su trono dorado. Su compatriota Roglic, visiblemente mejorado, cedió una docena de segundos en la cima. El resto de favoritos tampoco se descompuso. Fluctuaron dentro del medio minuto Thomas, Yates, Mas o Martínez. Solo Vlasov quedó descartado en las faldas de las montañas. Pogacar, una bestia, se encrespó en la tierra, en el tramo definitivo, donde hizo morder el polvo a todos.
UNA SUBIDA BRUTAL
En una rampa infernal, en un paso de Semana Santa, los rostros fantasmagóricos, puro dolor, gritos de Münch, se subía de rodillas. A gatas. La Planche de Belles Filles era una tortura en su último kilómetro. Kämna entró con algo de aire, pero se le encharcaron los pulmones de arena. Las piernas comidas por las termitas de la fatiga. Reventado. Pogacar era la linterna de los favoritos. Amarillo. Aceleró, pero no le sobraba demasiado. Vingegaard, Roglic y Thomas se subieron a su rebufo. Kämna dejó de avanzar.
Todo transcurrió a cámara lenta en el paredón. Vingegaard se desempolvó. Se quitó el miedo de encima. Retó a Pogacar en las distancias cortas. El danés se desprendió del esloveno. Le alteró el pulso. El líder reaccionó muriendo y resucitando en cada pedalada. Zapatazo a zapatazo. Sobrenatural. Sacó las fuerzas desde la despensa de la flaqueza. El hombre delgado que no flaquea jamás. Vingegaard le exigió todo. Se encontró con el esloveno, que respondió girando la mirada. Otra vez miró para atrás. Su pose. Su marca. La firma del campeón. El líder mandó el dedo al cielo. Ahí sigue.
MEJORÍA DEL UAE
Al mismo tiempo amaneció el UAE, sombreado hasta que el rey sol se vistió con sus ropajes. Hacia la Planche des Belles Filles, el lugar del alumbramiento de Pogacar en el Tour, sus porteadores se vistieron con sus mejores galas. El deslavazado UAE mutó en un ciempiés infatigable que ensillaba Pogacar en la canícula del julio francés para enfrentarse a la Planche des Belles Filles, un macizo de los Vosgos rematado con tierra. El sterrato es parte de la literatura del ciclismo. Deja más huella. Nada comparable sin embargo a la sensación de abrazarse con la familia en la cumbre de una montaña de leyenda. Esa era la victoria que quería Pogacar: el asombro del mundo, el calor de los suyos.
El nombre de la montaña remite a una leyenda. Poesía frente a la realidad. Imaginación contra la historia. Cuenta la leyenda que en la Guerra de los Treinta Años, entre 1618 y 1648, las mujeres huían a La Plancher Les Mines para refugiarse de la persecución militar. Escapaban de la crueldad de los mercenarios suecos por el temor a ser raptadas, violadas y posteriormente asesinadas. Aquellas mujeres no estaban dispuestas a sufrir aquel castigo atroz. En lugar de ponerse de rodillas y rendirse, elegían la muerte. Se suicidaban. Se lanzaban a un lago y perecían ahogadas. Se cuenta que un soldado grabó un epitafio para honrar las vidas de aquellas mujeres bellas. Una estatua de madera recuerda aquella leyenda.
LOS GRATOS RECUERDOS
Otra conmemoración más reciente entronca con la historia reciente del Tour. El día de la Epifanía de Pogacar. El de la crucifixión de Roglic. Un 19 de septiembre de 2020 cambió para siempre la historia de la carrera francesa. El advenimiento del nuevo mesías del ciclismo: Pogacar. No hay talla que recuerde la hazaña, el remonte imposible. Basta con la memoria y el impacto que causó uno de los episodios más efervescente e inopinados a los que remite la memoria. Pertenece el capítulo al imaginario colectivo. Desde entonces, Pogacar es el deseo hecho carne.
La realidad de la fuga, en la que rodó Imanol Erviti junto a Barthe, Durbridge, Geschke, Kämna, Schachmann y Teuns era la capitulación. Antes despiezaron dos cotas de tercera, el Col de Grosse Pierre y Col des Croix. La muchachada del líder continuaba calentando a fuego lento la marcha de la Grande Boucle en su toma de contacto con la montaña de verdad. El Jumbo, que gobernó el Tour o eso es lo que pensaba, se situó en la retaguardia. A la espera. El mismo asiento que ocupó el Ineos. Pogacar quería rematar el Tour en la cima que le elevó al cielo. En el portal del macizo de los Vosgos afloraron los nervios. La danza de la tensión para tener una buena perspectiva en una ascensión exuberante, frondosa de vegetación y de ánimos. El imán de las cumbres es imbatible.
A POR LA VICTORIA
NcNulty, Bennett y Majka eran los sherpas de Pogacar en La Planche des Belles Filles. El Vietnam de Roglic, su Waterloo. Kämna boqueaba la última esperanza. Los favoritos se balanceaban en la mecedora del sufrimiento al compás que ordenaba Pogacar. Bennett buscó con la mirada a su líder. El esloveno le dijo que insistiera. A Vlasov se le agrietó la máscara. Caretas fuera. El calvario como escaparate. Arrió la bandera el ruso sin estandarte. Se deshilachó sin que nadie rasgara demasiado. El miedo atenazaba a los favoritos, temerosos de incordiar a Pogacar. El esloveno, sin la exuberancia de otras jornadas, mandó acelerar para agarrar e Kämna, el hombre que se resistía a claudicar.
El alemán, tozudo, accedió al sterrato con esperanza a pesar de llevar una montaña a cuestas. Faltaba el último suspiro. En ese no lugar, los cuerpos atravesados por mil dolores, la desazón y la angustia, a Kämna se le cayó la pared encima. No pudo atravesar el muro. Se estrelló. Vingegaard se soltó. Liberado. A 300 metros desestructuró a Pogacar. El esloveno, corajudo, resistente, se recompuso. Se puso de pie. Hombros amenazantes hacia delante. Se sentó. Pateó los pedales. Coz a coz. Recortó y recortó. Caballo salvaje. Se puso a la par de Vingegaard. En el todo o nada, en el más allá, hizo claudicar al danés, derrengado. El cuento de hadas del esloveno en el Tour continúa. Érase una vez Pogacar.