Al cuarto día, el Giro elevó el mentón del orgullo, los cuellos elevados en los Apeninos. Antes lo había hecho Mauro Vegni, su director, cuando un comentarista le lanzó que las etapas que habían acabado al esprint, por encima de los 200 kilómetros, eran demasiado largas y no interesaba ese tedio anterior al frenesí, la locura y la pulsión de la velocidad. Vegni, enfadado y airado, respondió que los recorridos son para los profesionales, no para juveniles.
La Corsa rosa sostiene el peso del clasicismo y el espíritu del gran fondo que siempre dibujó al ciclismo, un deporte de resistencia, de aliento largo y supervivencia. Remco Evenepoel es muy consciente de ello. Aunque insultantemente joven es consciente, como los viejos sabios, que controlar el Giro de punta a punta es un reto himalayesco que supone un desgaste colosal.
En los Apeninos, el belga colgó la maglia rosa en el perchero a la espera de recuperarla más adelante. Como cuando uno deja una chaqueta en la taquilla de la estación porque le molesta para hacer turismo.
Durante los próximos días la maglia rosa lucirá Andreas Leknessund, un ciclista venido del frío. El noruego vive cerca del Polo Norte. En los Apeninos se desnudó Evenepoel y se abrigó Leknessud, que llegó junto a Aurélien Paret-Peintre, que le derrotó en el mano a mano. El noruego se quedó con el liderato y el francés con la victoria. Dos vencedores. Tres, con Evenepoel.
El Giro tiene personalidad. Se aleja de los metrajes cortos que veneran los highlights y con los que bailan claqué el Tour o la Vuelta. En Italia, que ama sus tradiciones y respeta su historia, no se negocia la dureza.
Se apela a la slow food, un movimiento que surgió en Italia como contrapeso a las prisas y al atragantamiento del fast food, que apela a comer rápido, engullir más que masticar y salir pitando hacia no se sabe dónde.
Fuga victoriosa
Contra la urgencia, el Giro reclama una digestión lenta. Después de una crono y dos esprints, la montaña se puso guapa para posar con un alto relieve, dientes de tiburón y 3.000 metros de desnivel camino de Lago Laceno, que recibió Leknessund como nuevo líder de la carrera.
El noruego, demasiado generoso, cedió en el duelo con Paret-Peintre, pero se coloreó de rosa. La maglia se la impuso Evenepoel, que la cedió para quitarse peso de encima.
Los tonos grises, la humedad y la lluvia intervinieron. Evenepoel, el rosa poderoso, se cubrió el cuerpo con manguitos, perneras y prendas de agua. Sus correligionarios lucían en manga corta. Tenían más calor que su líder.
No se opuso el belga a que se conformara un fuga con Paret-Peintre, Leknessund, Conci, Albanese, Barguil, Ghebreigzabhier y Skujiņš una vez resuelto el Passo delle Crocelle. Los siete magníficos tomaron más aire tras el Valico di Monte Carruozzo, el segundo escollo del recorrido.
El cálculo de Evenepoel
Evenepoel insinuó en la víspera que no le parecía una mala idea donar la maglia rosa siempre que esta recayera en alguien que no le diera dolores de cabeza.
Se trababa, según sus cálculos, de un préstamo para quitarse presión de encima y aliviar de tajo a su equipo, que desde que el belga se anunciara como una tormenta en la crono de estreno, tenía la responsabilidad de cuidar de su jefe y, sobre todo, de custodiar la maglia rosa.
La prenda más codiciada y cotizada no está realizada por gusanos de seda, afamados durante una época en la zona, conocida por la producción textil, el hilado y el teñido; la famosa Pezza Bagnolese.
En esas tierra con olor a trufa negra, Bagnoli inspiró al poeta Sannazzaro, que se nutrió de esos parajes para su poema Arcadia, una idea que originariamente describe un lugar, utópico e idílico, enraizado en lo bucólico y pastoril. El belga quiere disfrutar de su arcadia en el Giro, pero no conviene dejarse ir por el placer de il dolce far niente.
Evenepoel quería prestar la maglia, pero no ponerla en peligro para el futuro por culpa de descuidarse. Una desventaja demasiado amplia no era aceptable. Optó entonces por ordenar un paso cuartelero a los suyos para que si el nuevo líder, lo fuera pero no tanto.
Control entre los favoritos
Se adentró el septeto al Colle Molella, que cimbreaba a 1.080 metros de altitud, 9,7 kilómetros al 6,2%. La entrada al puerto era un vals. Una ascensión hamacada. Suave. Dulce. Se agriaba después. Los últimos 4,4 kilómetros del final elevaban el desnivel al 8,8%. El Giro y sus leyes.
En la fuga se pensaba en el jornal del día. Conci se erizó. Respondió Skujiņš. Leknessund, Ghebreigzabhier y Paret-Peintre se adelantaron después. El noruego se hizo grande y quiso abrir el telón frío y húmedo de la niebla. El francés se ató a la cordada.
Por detrás, los nobles pensaban en asuntos de Estado. La gloria como recompensa. Se tensaron los músculos, las miradas aviesas, desconfiadas alrededor de Evenepoel. Roglic se prensó al belga. El Ineos subió los decibelios y el belga se quedó sin porteadores, borrados en la niebla.
Se amontonaban los jerarcas en el mismo plano, pero temerosos, precavidos, nadie levantó una ceja. Conformismo. Mantuvieron todos las caretas. El rictus uniforme e impenetrable del ajedrez. El tablero de la estrategia siempre presente. El adorno de los gestos festoneó el festejo de Paret-Peintre. También el de Leknessund, al que Evenepoel vistió de rosa.