ALGUIEN en la Oficina del Censo se preguntó si había hoy más estadounidenses enamorados que en el pasado. Nadie pudo responder a esa pregunta, pero los sondeos sobre los conceptos de “hogar” y “familia” han aportado datos interesantes sobre la dinámica sociocultural de la República en los últimos cien años.
Según el diccionario de la RAE, un hogar o una familia es “un grupo de personas emparentadas que viven juntas”. Esta definición arranca del tronco doméstico a todos aquellos que no conviven bajo el mismo techo, y a todas aquellas personas a las que consideramos “familiares” aunque no existan vínculos de sangre.
Tal vez sea porque para Jenny Offill el hogar es un perímetro defensivo, y la razón de vivir bajo un mismo techo es mantener a ciertas personas dentro y al resto fuera.
Hace poco fui a tomar un tren con mi flamante carné de familia numerosa y un diligente operador me advirtió que estaba caducado. Así consta, en efecto, pero le presenté a mis cinco hijos y le pregunté qué significa el término “caducado” en este contexto. Omito hacer referencia a su respuesta, pero en su defensa diré que hay descripciones aún más restrictivas que las de los operarios de RENFE, la RAE o las del ministerio de derechos sociales.
Según la Organización Mundial de la Salud, la familia es el “conjunto de personas que conviven bajo el mismo techo organizadas en roles fijos”. No sé a qué tipo de rol fijo se refieren, pero al ver a los hijos crecer y a los padres envejecer, la expresión pierde su resonancia. Algunas lecturas sobre “la misión” de la familia, “planes eternos” o sobre “cómo deben ser” los hogares producen escalofríos.
La etimología de la palabra también asusta. El término procede del latín y significa “grupo de siervos y esclavos patrimonio del jefe de la gens”. Hay quien sigue creyendo que así es. De hecho, a esta idea se han acomodado millones de seres humanos y otros tantos millones de víctimas durante siglos, sin darle más vueltas que una visita al diccionario. Pero como dijo García Márquez, en estas listas de términos “las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir, gastadas por el uso, y sus definiciones rígidas parecen colgadas de un clavo”.
130 millones de familias
Y algo de todo esto es precisamente lo que han sacado a la luz los datos de la Oficina del Censo de los Estados Unidos.
Hay un total aproximado de 130 millones de familias en la República, si bien 4,5 millones de ellas viven separadas. El tamaño medio de estas familias es de 2,6 personas por hogar. De acuerdo con los datos del censo, 2.315.000 personas se casaron en 2000, lo que suponía un 8,2% del total. Desde entonces la proporción ha decrecido constantemente hasta 1.676.911 personas casadas en 2020, lo que supone un 5,1% del total.
Las uniones son ahora mucho más plurales y multiculturales. El porcentaje de hogares formados por lo que el censo denomina “parejas interraciales” o “interétnicas” (prohibido en algunos estados de la Unión hasta 1967) ha crecido del 7,4% en 2000 y al 10,2% en 2016. Paralelamente, hay 543.000 hogares de parejas del mismo sexo casadas (0,9% del total) y 469.000 hogares con parejas no casadas del mismo sexo (0,8% del total). Esto era ilegal hace tan sólo ocho años en buena parte del país. El número de parejas del mismo sexo casadas aumentó lógicamente después de que la Corte Suprema legalizara estas uniones en 2015. El de 2020 ha sido el primer censo en preguntar sobre las relaciones haciendo una distinción entre las parejas del mismo sexo y de sexo opuesto, tanto casadas como solteras. Los resultados no están aún disponibles.
Si echamos la vista medio siglo atrás, es menos probable que los estadounidenses de hoy que han decidido compartir un hogar estén casados y, mientras el porcentaje de divorcios aumenta, cada vez son más las personas que –casadas o no– deciden vivir solas. El porcentaje de adultos que viven con un cónyuge disminuyó del 52% al 50% en la última década. Si en 1949 el 78,8% de los hogares estadounidenses estaban constituidos por parejas legalmente casadas, 72 años más tarde el 52,7% de los hogares están constituidos por personas que conviven sin lazos matrimoniales.
Menos matrimonios...
El número de ciudadanos que ha decidido generar lazos nupciales ha descendido en líneas generales, pero entre algunos grupos étnicos la tendencia es más pronunciada. En las últimas tres décadas, las tasas de matrimonio de los estadounidenses blancos, negros e hispanos han caído aproximadamente 7, 8 y 11 puntos porcentuales respectivamente, mientras que las tasas de matrimonio de los estadounidenses de origen asiático se mantienen más o menos constantes desde 1990. Dicho de otro modo, los hombres y mujeres negros tienen menos probabilidades de casarse que las personas de otros grupos demográficos.
En 1990, el 30% de los hombres y el 23% de las mujeres nunca se habían casado. En 2019, estás proporciones aumentaron hasta el 35% entre los hombres y el 30% entre las mujeres. El incremento es mayor entre afroamericanos e hispanos. En 1990, el 43% de los hombres negros nunca se habían casado y esta proporción ascendió hasta el 52% en 2021. Para este mismo período, el porcentaje de mujeres negras solteras aumentó del 37% al 48%. Entre las mujeres hispanas se produjo un aumento del celibato del 27% al 38% y el porcentaje de hombres hispanos solteros pasó del 37% al 47%.
Si bien la disminución de la tasa de matrimonio se explica en parte por un cada vez mayor número de estadounidenses que no se casan, la tasa de divorcio aumentó en la mayoría de los grupos demográficos, pasando del 2,85% en 1950, al 10,7% en 1990 y al 14,64% en 2021.
... Y más hogares unipersonales
En consecuencia, el número de hombres y mujeres que han decidido vivir solos ha aumentado. Los hogares unipersonales se han multiplicado por cinco desde 1960, pasando de 7 millones a 37 millones en 2021: Si en 1960 justamente alcanzaban el 4% del total, en 2021 representaban el 11%.
Y ésta es hoy la descripción del denominado concepto de “hogar” o, dicho de otro modo, cómo la gente entiende y vive su vida conyugal más allá de la definición grabada en una hoja de papel. Ya lo dijo García Márquez, “la guerra cotidiana con las palabras no respeta fronteras. Un pobre hombre solitario sentado seis horas diarias frente a una máquina de escribir… agarra sus palabras de donde puede.
La guerra es más desigual aún si el idioma en que se escribe es el castellano, cuyas palabras cambian de sentido cada cien leguas, y tienen que pasar cien años en el purgatorio del uso común antes de que la Real Academia les dé permiso para ser enterradas en el mausoleo de su diccionario”. Lo mismo cabe decir de los prejuicios embotados en conceptos sociales y jurídicos.
La imagen de lo que nunca fuimos está cambiando, y progresa a pesar de anclas socioculturales como el patriarcalismo, el sexismo, actitudes discriminatorias y otras muchas fobias y axiomas ideológicos; las palabras y los conceptos que ellas encierran se crean en la calle y cambian constantemente.
No son, sino que están incesantemente siendo. Y es preciso adaptarse a ese permanente desarrollo social, e impulsarlo. Para conocer a los demás como individuos y como parte de ese grupo humano que identificamos como familia, y para llegar a percibir sus emociones más profundas, debemos dejarnos llevar deliberadamente más allá de los límites de nuestra propia sensibilidad. Y esto siempre resulta gratificante y conmovedor.