Fátima llegó a esta vivienda compartida hace dos meses, junto a sus dos hijos, de cuatro y un año. Un problema del que prefiere ni hablar y que hace que se le empañen los ojos la dejó, a sus 32 años y sin familia cerca, sin casa y en la calle. “Sufrí mucho”, susurra apenas. Ni siquiera quiere dar su verdadero nombre y prefiere usar un pseudónimo. “Aquí estoy tranquila; Marian y Urtzi nos ayudan mucho y los niños están muy bien atendidos. Están contentos y juegan mucho con las chicas que vienen por las tardes”, agradece. Llegó de su Nicaragua natal hace nueve años y trabajaba hasta hace poco pero los malabarismos que tenía que hacer para atender a sus pequeños le costaron su fuente de ingresos. Ahora trata de recuperarse de este bache y encarar ese futuro con el que sueña para ella y sus retoños. “No quiero estar aquí para siempre; quiero recuperar mi vida para empezar otra vez”, anhela.
Urtzi Santaeufemia y Marian Montes son dos de los educadores sociales que, junto a integradores, trabajan con estas familias. Son casi sus ángeles guardianes: les acompañan al médico porque algunos no hablan bien en castellano, a la farmacia, les enseñan dónde coger el autobús, dónde están las bibliotecas y las ludotecas del barrio... En el tablón de la entrada está colgado el programa de actividades gratuitas para los Carnavales, como también se hizo con el de Aste Nagusia, para que pudieran disfrutar de ellas con los niños. “Incluso hay que trabajar la alimentación”, sonríe Urtzi. “Tienen sus propias costumbres, hay un choque cultural importante y a veces cuesta que entiendan que comer bien también es salud”. Por no hablar de todo el ámbito administrativo. “Algunos no son conscientes de la importancia de tener al día la documentación; perder una cita en la Policía puede suponer un retraso de años”, añade Marian. “Les acompañamos diez veces pero el objetivo es que la undécima puedan hacerlo solos; tienen que conocer el sistema jurídico-administrativo, que es complicado hasta para nosotros, saber organizarse...”. También les guían para que puedan ampliar su red de apoyo, conociendo a otras familias, a través por ejemplo de asociaciones, y llevando a sus hijos a jugar con otros niños.
De la puerta de uno de los baños cuelga un horario de limpieza; los lunes les toca limpiar a la habitación 1; el jueves, a la 2. Cada familia tiene llave para su propia habitación y también del portal; pueden entrar y salir cuando quieran, pero está prohibido el acceso de amigos y familiares, y el horario es estricto por las noches: salvo excepciones, todos tienen que estar en casa a las 22.30 horas entre semanas y a las 23.30 los sábados. Aunque disponen de un servicio que se ocupa de las zonas comunes una vez por semana, la limpieza de su habitación es responsabilidad de cada familia y disponen de un servicio de catering que les facilita todas las comidas. “Al principio pensamos en que ellas mismas hicieran la comida para todos, de forma rotativa, pero no sabíamos cómo iba a funcionar”, apunta Marian. Incluso celebran asambleas, una vez a la semana, para resolver conflictos de forma conjunta o plantear ideas.