Ascendió al trono el 19 de junio de 2014 y se precipitó del mismo el 3 de octubre de 2017. Al menos para una gran parte de catalanes, ciudadanos de las nacionalidades históricas, soberanistas y la izquierda confederal. La respuesta de Felipe VI a lo acontecido con el referéndum del 1-O, con un discurso partidista, con tono belicista y obviando a las gentes que acudieron a votar y fueron víctimas de la represión policial, tiró por la borda cualquier atisbo de regeneración democrática en una institución, para no pocos decimonónica, lastrada por los desmanes del emérito y demás familia, y que en estos diez años de reinado del actual monarca ha dulcificado su imagen única y exclusivamente por el carisma de la reina Letizia y sus grandes dotes comunicativas cuando ha sido menester. Una década en la que sigue sin resolverse adecuadamente la transparencia de la Casa Real y en la que no ha dado muestras de querer capitular su inviolabilidad, la misma que ha protegido a su padre de los delitos que le obligaron a fugarse a Abu Dhabi. A ello se suma la escasa pericia, o interés, del rey en marcar distancias con la (ultra)derecha.
En un mensaje televisado, 48 horas después de la consulta que agitó el procés, con gestos estudiados para enfatizar ciertas frases y una luz tenue en la retransmisión, Felipe VI irrumpió para señalar que “es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Catalunya”. “Deslealtad inadmisible”, “han vulnerado de manera sistemática las normas aprobadas legal y legítimamente”, han roto “la armonía” fueron algunas de las perlas que soltó a “determinadas autoridades” catalanas –sin citarlas–, exhibiendo una nula capacidad para entender el Estado plurinacional y dirigiéndose a un sector de la ciudadanía, los que “se sienten solos”. El entonces president Carles Puigdemont no tardó en replicar que el monarca se puso “delante de un golpe de Estado perpetrado por jueces y policías, decidió abdicar en directo y desde entonces Catalunya ya no tiene rey”. Ni una sola referencia a las cargas policiales ni intención en rebajar la tensión. Hasta Ada Colau le plantó a posteriori en alguna que otra visita para no acudir a un besamanos que tachaba de “vasallaje”.
Tarde y sin autocrítica fue también su reacción tras la crisis sanitaria del covid. Siete minutos de alegato instando a la calle a la unidad frente al coronavirus después de que el Estado de Alarma llevara ya cuatro días en vigor. He ahí el contraste de los tiempos respecto al conflicto catalán. Coincidió con el momento en que tenía que hacer frente a las irregularidades de Juan Carlos de Borbón pese a que varios grupos parlamentarios registraron la petición de investigar sus finanzas una vez desveladas sus tropelías. Casa Real difundió un comunicado sobre el emérito cuando las vidas de las gentes dirimían un partido mucho más importante, un domingo, y con Felipe VI limitándose a renunciar a la herencia de su padre (algo que carece de valor jurídico) y retirándole su asignación directa, 194.000 euros al año.
Con la huida del emérito, que no negó sus hechos ni renunció a su título– tampoco se dio por enterada la Corona. Tras airearse su modus operandi, incluida la máquina de contar dinero en Zarzuela, los pagos opacos por el AVE a la Meca o las transferencias desde paraísos fiscales a su examante Corinna Larsen; el vigente rey dijo, a través de Zarzuela, que acogía la noticia de la marcha con un “sentido respeto y agradecimiento”. Cuando se entronizó, su hermana Cristina y su entonces marido, Iñaki Urdangarin, estaban imputados en el caso Nóos, viéndose obligada Casa Real a retirar el título de duquesa de Palma a la infanta Cristina o reducir de 16 miembros a seis los integrantes de la institución. Todo lo demás se ha reducido a la auditoría de fondos, la publicación de los regalos que reciben los miembros de la Familia Real y de los contratos, la creación de un código de conducta y la difusión del patrimonio personal del rey, que suma 2,5 millones de euros, como medidas para favorecer la transparencia y voluntad de renovación. Hoy en día, con el emérito asentado en Sanxenxo siempre que le viene ya en gana, queda atrás la época en que su hijo torció el morro con su primer viaje de vuelta tras dos años desaparecido. En aquel momento, las investigaciones de la Fiscalía Anticorrupción y de la Fiscalía del Tribunal Supremo habían sido archivadas, por la prescripción de los delitos y por la inviolabilidad de la que gozó Juan Carlos I mientras reinó. Felipe VI permaneció callado.