Lo que pretendía ser un balance sobre el último año de la investigación en Euskadi de la mano del director de Ikerbasque ha derivado en un repaso por los temas más sugerentes de la actualidad, desde la regulación de la inteligencia artificial a los riesgos que entraña la anticiencia y la creciente importancia que ha adquirido la cultura científica como antídoto frente a la polarización que producen los mensajes falsos que difunden movimientos como los antivacunas. El discurso claro de Fernando Cossío nos acerca a un mundo que llena titulares de prensa a diario y que, sin embargo, no siempre es bien entendido: la ciencia.
Cada día asistimos a un nuevo avance científico, como el dispositivo que ha permitido volver a andar a un enfermo con Parkinson, la India llegando a la cara oculta de la Luna, la secuenciación del genoma humano o, sin ir más lejos, la vacuna contra el covid-19 a partir de ARN mensajero. Sin embargo, aún hay gente que no sabe qué es Ikerbasque.
— Ciertamente, Ikerbasque es menos conocida a nivel social que otras instituciones. Pero yo diría que en el mundo científico, universitario y tecnológico, Ikerbasque es bastante conocida. Recientemente se me acercó en un congreso en Estados Unidos un Premio Nobel de Química que me dijo que se iba a jubilar pronto, que le gustaría que sus investigadores asociados siguieran progresando y me preguntó si tendrían la posibilidad de solicitar una plaza en Ikerbasque. Vino él a mí, no fui yo a él, lo cual demuestra que Ikerbasque está en los radares de la comunidad científica.
¿Pero por qué cree que es tan difícil acercarles a la gente de a pie?
— La ciencia tiene muchos aspectos que parecen difíciles de explicar, dependiendo del campo. Es más fácil que sean conocidas las personas investigadoras potentes que las instituciones que están detrás, pero eso es asumible, siempre y cuando en la comunidad científica sí seamos conocidos y sí estemos en esos radares.
Sé que le pongo en un compromiso, pero cuáles serían esas caras de Ikerbasque.
—Es muy difícil, porque hay muchos nombres.
Culpe a la periodista.
— Si nos atenemos a premios nacionales de investigación y otros méritos, podemos mencionar a Aitziber López Cortajarena, que es una excelente investigadora en biomateriales y estructuras y dirige el Biomagune. Podemos citar a Manuel Carreiras, que dirige el laboratorio BCBL en neuropsicolingüística; a María José Sanz, que dirige el BC3 e investiga sobre las consecuencias socioeconómicas y físicas del cambio climático… Hay muchísimas personas.
Entre ellas, usted mismo. De hecho, hay que felicitarle porque la Agencia China de Medicamentos ha autorizado los ensayos clínicos de un fármaco contra el cáncer desarrollado en base a una molécula que descubrió junto con la profesora Ana Arrieta y otros investigadores de la Universidad del País Vasco.
—Más que por el reconocimiento personal, el caso de Quimatryx es interesante porque refleja el recorrido completo de la investigación, la cadena de valor de la molécula que diseñamos en nuestro grupo de investigación en la Universidad del País Vasco. Con esto se generó en 2015 una empresa spin-off, que luego fue absorbida por la farmacéutica guipuzcoana Quimatryx. Luego dos doctorandos y trabajadores de esa empresa, entre los que destacaría a Eneko Aldaba y a Yosu Vara, que hicieron el desarrollo científico; y los responsables de la empresa, Laureano y su grupo, licenciaron esa patente a una empresa china que, a su vez, consiguió la aprobación de la Agencia China del Medicamento.
Vendieron la licencia por nada menos que 92 millones de euros.
—Bueno, ahí hay partes que yo no conozco, pero digamos que una parte pequeña de los royalties van a la Universidad del País Vasco. En fin, yo creo que este caso refleja muy bien cómo va la cadena de valor de un descubrimiento científico. De cómo lo que inicialmente es un desarrollo científico por el reto de desarrollar un fármaco epigenético, bastante novedoso en su tiempo y que ya va tomando cuerpo en el campo terapéutico, se genera una molécula, pero sin todo el desarrollo tecnológico y empresarial que lo han llevado más allá se habría quedado en un ejercicio de estilo académico.
Habría sido un ‘paper’ más entre los miles que se publican al año.
—Eso es. Yo creo que es un ejemplo que muestra toda la cadena de valor, desde un laboratorio en la universidad hasta el lecho de un paciente.
Pero sólo el 5% de la producción científica que se realiza en Euskadi acaba en patente. ¿Eso es mucho o poco?
—Yo no diría “sólo” el 5%. Para mí el 5% es un buen resultado. Fíjese que tenemos campos de investigación muy diversos, desde lingüística a astrofísica o a física de partículas, cuyos descubrimientos no tienen por qué traducirse inmediatamente en productos que las empresas puedan comercializar o deseen proteger con una patente su propiedad industrial. Entonces, para mí el 5% es un resultado muy interesante.
Estamos enganchados al móvil, a la tecnología en general, y ahora llega la inteligencia artificial. ¿Amenaza u oportunidad?
—Es como siempre. Siempre que hay un avance en ciencia hay estas dos caras, como el dios Jano de los romanos, que vale para la paz y para la guerra, para el bien y para el mal, ¿no? Entonces, todo depende de lo que las sociedades hagamos con esos avances. En el siglo XIX, principios del siglo XX, la corriente principal era que los científicos no se hacían responsables de los desarrollos de sus descubrimientos porque los poderes públicos, la sociedad, se hacían cargo de ello. Hoy en día, después de la Segunda Guerra Mundial, los científicos y las científicas estamos muy interesados en controlar también esa parte. El científico ya no va por un lado y la sociedad por otro, dependemos mutuamente. Y yo diría que, actualmente, las personas que hacen investigación y desarrollo no se desentienden de las implicaciones morales de su trabajo. En este sentido, la inteligencia artificial puede servir para cosas muy buenas. Por ejemplo, para dominar y comprender datos muy complicados, que llevarían años destilar, reducirlos a su esencia lógica, y que ahora puede hacerse mucho más rápido y, por tanto, se puede avanzar mucho más rápido. Pero también se pueden hacer cosas no deseables. Y en esta línea, la inteligencia artificial no es distinta de otras investigaciones.
Pero como sociedad, e incluyo a la clase política, ¿cómo regular o poner límites a algo que no entendemos y cuyo desarrollo no está en nuestras manos? ¿Los sistemas educativos están a la altura de los retos con los que lidia una sociedad estresada por los continuos cambios que impone el vertiginoso avance tecnológico?
—Yo diría que, por desgracia, no. Actualmente aún no tenemos sociedades suficientemente educadas en ciencia como para tomar decisiones. Por eso es tan importante la cultura científica. La Universidad del País Vasco tiene una Cátedra de Cultura Científica, dirigida por el profesor Pérez Iglesias, y los principales centros de investigación, como el Donostia International Physics Center (DIPC), tienen unidades de cultura científica que están realizando una gran labor de divulgación y un esfuerzo impresionante. ¿Es eso suficiente? Pues el tiempo lo dirá, porque hay una doble amenaza.
¿Cual?
—La ciencia, por un lado, es compleja en ciertos ámbitos y simplificar dando una falsa imagen de sencillez puede plantear problemas éticos. Podemos hacer las cosas, como decía Albert Einstein, tan simples como sea posible, pero no más, porque si nos pasamos estaríamos tergiversando.
El riesgo de banalizar.
—Exacto. Desgraciadamente, ahí los científicos jugamos en desventaja frente a la anticiencia, porque la anticiencia dice cosas muy simples, me atrevería a decir que simplonas, pero que son muy fáciles de transmitir. Entonces, ese mensaje puede prosperar con mucha más facilidad porque lo entiende todo el mundo. Ahí tenemos la paradoja de los movimientos antivacunas, terraplanistas y sabe dios qué que difunden sus mensajes por telefonía móvil que utiliza materiales avanzados y tecnologías cuánticas. Otra contradicción es que los terraplanistas se hayan reunido en un congreso en Mallorca, cuando lo lógico es que no hubieran podido reunirse porque si la Tierra es plana no hay avión o barco que te permita llegar hasta esa isla. Es decir, son todo cosas aparentemente absurdas que calan fácilmente, por no hablar de la astrología, de la homeopatía y cosas de esas.
Pues, aparentemente, están perdiendo la batalla del relato.
—Ahí la ciencia tiene que trabajar muy duro porque colocar su mensaje es muy difícil y, además, hay un aspecto todavía más triste. Hace poco tuvimos en el festival Passion for Knowledge, organizado por el DIPC, a Özlem Türeci, una de las creadoras de la vacuna contra el covid-19, y por tanto benefactora de la humanidad, que tiene que andar con guardaespaldas. Esto está tomando una deriva muy peligrosa.
O sea, que vamos de cabeza a condenar de nuevo a Galileo a la hoguera en pleno siglo XXI, no lo había visto bajo ese prisma.
—Es que incluso esos juicios inquisitoriales tenían una base racional, pero es que la anticiencia y movimientos como el terraplanismo ni si quiera la tienen. Claro, en tiempos en los que se sabe muy poco es fácil equivocarse. Pero en tiempos, como en los actuales, en los que debemos elegir cuidadosamente nuestra ignorancia, es muy complicado no hacerlo. Me explico, se saben tantas cosas que es imposible saber de todo, pero procuramos saber lo esencial y cuando tenemos dudas sobre un tema concreto consultamos a expertos que nos arrojan luz. Eso está bien, pero exige un trabajo. Y sin embargo, esto está complicado en los medios generalistas con contadas y meritorias excepciones que se emiten en los medios públicos, pero que están fuera de la corriente principal.
Pues la cosa no pinta bien, porque las redes son aún peor.
—Quizás sí estemos perdiendo la batalla del relato, sobre todo en aspectos que aparentemente no tienen que ver con nuestra vida cotidiana. Pensemos en GPS del móvil o del coche. El GPS está basado en materiales avanzados y en las dos grandes teorías del siglo XX: la de la relatividad y la de la mecánica cuántica. Cuando se desarrollaron estas teorías nadie pensaba que se iban a usar para hacer un navegador para nuestro teléfonos móviles, pero el GPS ha llegado a nuestras vidas. En cambio, cuando se descubrió la penicilina, rápidamente llegaron los antibióticos que ayudaron a salvar miles de vidas.
Es decir, que nos cuesta apreciar la ciencia –cuando no recelamos de ella, directamente– si no vemos que tiene una aplicación práctica inmediata.
—Eso es.
Cambiando de tercio, en el ‘Informe sobre la Ciencia’ Ikerbasque dibuja una imagen de Euskadi como un territorio sumamente atractivo para el desarrollo de la I+D. ¿Qué distingue a la Red Vasca de Ciencia y Tecnología de dos pesos pesados como Madrid o Barcelona?
—Tanto Madrid como Barcelona tienen una gran tradición investigadora gracias a la presencia de centros del CSIC, además de haber desarrollado sus propias redes de I+D, que tienen una producción muy importante. Somos diferentes, por demografía, por capacidad económica y por la historia anterior. Euskadi, hasta el autogobierno, tenía un bajísimo porcentaje del PIB destinado a I+D. Pero en estos años nos hemos colocado a la cabeza. Según los últimos datos publicados por el INE, Euskadi es la comunidad autónoma del Estado que más invierte en actividades de I+D con una inversión del 2,3% del PIB hasta alcanzar el máximo histórico de una inversión de casi 1.800 millones de euros en 2022. Además, el lehendakari ha dicho recientemente que para 2030 esperan para alcanzar una inversión del 3% del PIB, lo cual refleja que vamos en la buena dirección. Pero es que, además, tenemos una gran capacidad de atraer fondos competitivos, lo cual habla de la calidad de los proyectos que presentamos cuando vamos a convocatorias europeas, en las que tú compites con Berlín, con París, con Roma, con Oxford o con quien sea. Es muy difícil entrar en esa liga y llevarse el gato al agua, pero Euskadi es la comunidad que más fondos europeos consigue por habitante para investigación: 240 millones de euros entre 2021 y 2022 y 1.648 los últimos 20 años.
Es decir, que invertir en ciencia es rentable.
—Nuestra capacidad de captar fondos en convocatorias competitivas hace que este esfuerzo sea sostenible económicamente. Yo no diré nunca que la I+D básica es un negocio, porque no lo es, pero si somos capaces de equilibrar la inversión que hacemos con los retornos que obtenemos, el balance es francamente positivo incluso en los ámbitos de investigación básica.
Otro de los puntos fuertes de la ciencia vasca es que no pone todos los huevos en la misma cesta. ¿Pero en qué comenzamos a ser referentes pese a ser un país tan pequeño?
—Pues en física en su sentido más amplio, desde física de partículas hasta astrofísica y física del estado sólido. Tenemos a dos Premios Nobel trabajando en esos ámbitos. La UPV/EHU está entre las 150 mejores universidades del mundo en química e ingeniería química del Ranking de Shanghai, que tampoco hay que sacralizarlo, pero es un referente. También en ciencias de materiales, en biociencias, en biología… Y luego hay áreas concretas, como la psicolingüística, en los que somos nicho porque Euskadi es un laboratorio natural. El BCBL de Donostia, que analiza con tecnología punta los mecanismos del lenguaje y del multilingüismo, es hoy en día todo un referente a nivel internacional.
En este contexto es inevitable desviar la mirada de las grandes cifras, que hablan de la buena salud de la ciencia vasca, para ponerla en las condiciones laborales de las y los jóvenes investigadores a los que no les llegan todos esos laureles. Al contrario, diría yo, saben muy bien lo que es la precariedad.
—Yo no puedo, ni voy a hablar de otras instituciones. En Ikerbasque, que es ámbito de mi responsabilidad, sí les intentamos ofrecer condiciones dignas y asistirles en sus necesidades, como facilitar movimientos familiares, etc. Siempre procuramos tener un equilibrio entre las tres de las tres ‘r’: reclutar talento, retener a los que ya tenemos aquí, cuidarlos bien, y repatriar a gente que se ha formado aquí, ha salido fuera y tiene un montón de contactos. Realmente, nuestro resultado está siendo bastante bueno y me atrevería a decir que aquí también no tenemos nada que envidiar a otros entornos científicos.