Cultura

“Frente a la prisa, la visceralidad y el enfrentamiento, es importante reivindicar hoy los libros”

Casi tres años lleva Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) de la mano del éxito “insólito” de ‘El infinito en un junco’, que la ha traído esta semana a Pamplona, invitada por la UNED
Irene Vallejo, retratada en el Hotel Leyre este jueves en su visita a Pamplona.

Su célebre ensayo sobre la invención de los libros en el mundo antiguo ha llegado ya al millón de ejemplares vendidos y ha sido traducido a 40 idiomas, el euskera entre ellos. Irene Vallejo sigue ampliando perspectivas del mundo gracias a una repercusión que nunca imaginó, pero a la que estaba predestinada. O eso es lo que viene a la mente cuando una la escucha hablar. El don de la palabra en persona.

En esta maratón de promoción, difícil pensar un siguiente libro.

Claro. Estoy totalmente volcada en los viajes para apoyar las traducciones que van apareciendo escalonadamente; en marzo salen en Croacia, Corea del Sur y Suecia. En este mes de febrero apareció en Ucrania, en Rumanía... Voy a viajar a Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda, Australia... Por un lado es un ajetreo constante, un vértigo, y por otro es una oportunidad tan inesperada, tan estimulante, de poder conocer a editores, compañeros creadores, público, mi familia lectora que yo llamo cariñosamente la tribu del junco...

Nunca imaginó esta repercusión.

No. Yo empecé a escribir El infinito en un junco cuando nos decían que se acababan los libros... Nos encantan esas visiones apocalípticas, y de repente se acaba todo: la prensa, los libros, la cultura... Y yo pensaba: bueno, si contemplamos la historia con una perspectiva amplia, los libros han sobrevivido a situaciones históricas muy graves, por supuesto pandemias, guerras, saqueos, hundimiento de imperios, transformaciones culturales, persecuciones, censura, inquisiciones, en fin, todo. Y los libros han seguido ahí. Mi intención en realidad era, desde ese trayecto de la historia, reivindicar el libro como gran superviviente; como vehículo de nuestro conocimiento y como una victoria frente al olvido y la destrucción. Pero nunca, nunca me imaginé ni por lo más remoto que un libro así pudiera interesar más que a un pequeñísimo círculo de lectores. Yo me lo imaginaba minoritario y que pasaría totalmente desapercibido. Creo que en general es sano escribir los libros pensando que van a pasar desapercibidos, porque eso te da una libertad...

Su éxito dice mucho de cosas que necesitamos, de las que estamos huérfanos.

Exacto. Yo creo que cuando pasa uno de estos fenómenos es porque había algún tipo de orfandad, algo que no se estaba atendiendo, no se percibía y por lo tanto no se nutría. Quizá existía todo este público amante de los libros sumergido, orillado o menospreciado, o quizá se contemplaban de alguna manera como los últimos de una especie en extinción, y no.

No veamos a los clásicos como sabios, sino como personas que buscaban y se hacían preguntas

¿Cómo ve el libro en esta era de la prisa, la inercia y la polarización? Porque la lectura es conocimiento y pensamiento. Y conocer y pensar es dudar, y casi no se nos permite.

Precisamente los libros son ahora especialmente importantes porque contrarrestan y equilibran algunas tendencias peligrosas que tienen las pantallas, las nuevas tecnologías, la comunicación a través de las redes: esta prisa, esta visceralidad, esta polarización, esta tendencia a privilegiar el conflicto, el enfrentamiento, la violencia verbal... Las redes, nos dicen, viven de eso. Consigues mucho más impacto cuanto mayor sea el choque, la polémica... Los libros no, no están buscando esa agresividad. Todo lo contrario. En general, la actitud con la que alguien abre un libro no es la de buscar el enfrentamiento, es la de intentar ponerse en el lugar de otros. Entrar en la piel de otras personas, transportarnos a otras épocas, entender sus razones... Entrar en ese tejido tan complejo de la realidad. Y en contra de la visceralidad, un libro te invita a pensar. Se han hecho escáneres de gente leyendo y se ha visto que todas las áreas del cerebro están totalmente activas: la memoria, las emociones, todas las partes relacionadas con la descodificación de las letras, la imaginación... El cerebro es menos pasivo que cuando vemos una película o un vídeo. Ese es el motivo por el que conviene reivindicarlos. Lo mejor sería que no excluyéramos nada. Tenemos esa tendencia a ver rivalidades entre los libros y las pantallas, y no, creo que nos enriquece tener todas esas opciones. Y no tenemos que despreciar a los libros porque sean antiguos, ni lo contrario que sería tenerlos en un pedestal. Ni la tradición por la tradición ni despreciar lo antiguo por el hecho de que no sea novedoso. Está bien tener espíritu crítico tanto hacia los libros como hacia las pantallas.

El tempo en la lectura es diferente.

Sí. Hay que reivindicar ese tiempo lento. Yo siempre digo que llegar a ser lentos nos ha costado mucho esfuerzo. Porque lo natural es la reacción inmediata, visceral, emocional. Hemos tenido que desarrollar la racionalidad para aprender a pensar dos veces lo que decimos, intentar no herir a los otros, elaborar ideas un poco más complejas... Y ahora parece que la velocidad fuera la mayor virtud, cuando en realidad el instinto es la reacción automática. Y hemos creado cosas muy valiosas porque hemos sido capaces de refrenarnos y pensar un poco mejor lo que hacemos.

¿Le gustaría que se diese otro acercamiento a los clásicos en la Educación? La lectura obligada no cala...

Sí. Todos los beneficios de la lectura los recibimos cuando leemos voluntariamente; cuando nos acercamos a un libro con interés previo, con curiosidad. Si nos lo han impuesto, ya no estamos receptivos, no nos empapa. Y ese es un peligro; con la mejor voluntad se intenta que en los colegios e institutos haya un contacto con los textos, pero a veces no es el momento, no son obras para leerse a esa edad, y pueden desanimar o crear una especie de aversión. Yo siempre he sido partidaria de que si hay libros obligatorios se permita una cierta elección, que no haya un único libro obligatorio sino una lista de diez, y puedas escoger el que más te apetezca o te intrigue. Que ejerzas la libertad, lo que para mí significaba de niña ir a las bibliotecas: veía ahí esa cantidad de libros y yo podía elegir el que quisiera, ¡eso me parecía una libertad preciosa!. En lo educativo hay que buscar los puentes, intentar darle a quien lee unas claves que le permitan reconocerse, reconectar; no ver a los clásicos como esos autores incuestionables, se les puede cuestionar, de hecho es muy sano cuestionarlos. Yo he traducido a Aristóteles, me fascina el personaje pero decía que los esclavos eran esclavos por naturaleza, y cosas terribles sobre las mujeres. Hay que saber las dos cosas, que Aristóteles es un gran sabio y dijo cosas terribles y horrorosas, y eso también te ayuda a ver que, en la humanidad, la barbarie, la exclusión y los prejuicios están muchas veces unidos con la investigación, con las grandes ideas, con los adelantos y los avances. Ahí están juntas, la barbarie y el progreso. Y sobre todo, que estos clásicos eran personas que estaban luchando, buscando, contemplando el mundo, preguntándose las mismas cosas que te preguntas tú: ¿para qué vivimos?, ¿cómo ser felices?, ¿cómo organizamos la sociedad?, ¿qué está equivocado?... Son las preguntas eternas. No los veamos como sabios, podemos conectar con sus dudas, con sus necesidades, con su curiosidad.

Hay pesimismo y se insiste en que ahora se lee menos; y yo pregunto: ¿pero cuál es esa época dorada que se añora?

Pero lo primero es conocerlos.

Claro, por eso es tan importante que te los transmita alguien que los ame.

Como a usted le transmitió su padre ‘La Odisea’.

Y mi profesora de griego, y mi madre. Ahí hay una posibilidad, que es la del aprendizaje a través del amor ; los griegos relacionaban el amor y la pedagogía. Hay una frase de un ensayo atribuido a Plutarco que dice: enseñar no es como llenar una vasija sino como encender un fuego. Enseñar es algo muy pasional, y todo el mundo ha tenido alguna vez un profesor que le ha dejado huella, que le ha abierto los ojos y el entusiasmo. Por eso me gusta tanto ir como estos días a la UNED y a la UPNA, a los centros educativos, ver gente joven entre el público... Celebrar las instituciones públicas que entienden el valor del saber, y ser conscientes de las luchas para que todo el mundo pueda estudiar; en especial las mujeres, que hasta hace cuatro días no podían.

Muchas veces no valoramos lo que tenemos.

Normalizamos las cosas. Es como los libros, los hemos visto siempre ahí y no se nos ocurre que sean el resultado de esfuerzos, invenciones, luchas. Vemos las bibliotecas y pensamos que siempre han existido, y lo mismo la educación; por eso es tan relevante contar esa historia. Una historia llena de aventuras, de luchas, en la que ha habido que derribar barreras, muros, prohibiciones, correr riesgos, en la que las primeras mujeres que entraron a las universidades se difrazaban de hombres, como Concepción Arenal. Pensemos en todas esas luchas para cuidar lo que tenemos y no retroceder un paso más, porque en el momento en que dejas de ver las cosas como logros es cuando relajas y ya no te parece que haya que defenderlas. Y siempre son frágiles, y los libros son frágiles. Insistimos mucho en los índices de lectura, en cuánto leemos, cuántas horas, cuando lo principal es el esfuerzo, que todavía no ha acabado, de llevar las bibliotecas adonde no llegan los libros, y que nadie que quiera leer se quede sin leer. Que no se cierren las bibliotecas, que no se les resten recursos. Ahí es donde nos la jugamos. La biblioteca es un servicio social, y uno de los pocos lugares en este mundo capitalista donde entras y te tratan bien sin expectativa de que gastes nada. Y eso me parece fabuloso.

Tendemos a ver rivalidades entre los libros y las pantallas, y yo creo que nos enriquece tener todas las opciones

Hay mucho pesimismo en torno a la lectura. ¿Cree que hay motivos?

Solemos quedarnos solo en que ahora se lee menos. Y yo siempre pregunto: ¿pero cuál es esa época dorada que añoráis? Porque si hablamos del siglo XX, y del XIX, ¿cuánta gente tenía acceso a los libros, iba a la escuela y estaba alfabetizada? Era un privilegio. Todavía mis padres no tenían libros en casa, no se los podían permitir, iban a un quiosco donde intercambiaban librillos, novelitas del oeste. ¿Es ese universo el que estamos recordando e idealizando? Ahora hay más librerías, más editoriales, ahora cada cual puede escribir y leer en su lengua... La realidad es que las personas que leen nunca han sido una mayoría. Y nunca como ahora ha habido tanta vida cultural abierta y descentralizada. Las mujeres nunca habíamos tenido tantas oportunidades de publicar. Hay muchas conquistas. Tenemos más posibilidades que nunca de elegir: libro en papel, electrónico, audiolibro... pero parece que tienes que ser de unos o de otros, tienes que tomar partido, y a ver cuál va a acabar con el otro.

Son continuas luchas de poder.

Hay que estar muy atentos porque detrás de estas ideas muchas veces hay nostalgias un poco elitistas de la cultura, inercias para decir quién debería leer y quién no, quién tiene criterio para leer y quién no lo tiene. Y no es así. Yo creo que es un ejercidio de libertad esencialmente.

¿Qué lectura reciente le gustaría recomendar?

Pues mira (saca un ejemplar del bolso), ahora mismo estoy leyendo el Premio Nacional de Narrativa: Las malas mujeres de Marilar Aleixandre, una historia sobre Concepción Arenal cuando visitaba las cárceles y su relación con una mujer en la cárcel de A Coruña. Me fascina el personaje de Concepción Arenal, una de nuestras grandes filósofas y pensadoras; las limitaciones que encontró para ese pensamiento pero también el tesón con el que se dedicó a visitar prisiones y a pensar esa realidad, y luego esas malas mujeres a las que metían a la cárcel entonces y las reflexiones sobre qué se consideraba una mala mujer y qué había detrás de esas vidas condenadas de antemano. Es un gran libro.

Es sano escribir los libros pensando que van a pasar desapercibidos, eso te da una gran libertad

Volviendo a esas traducciones que no dejan de brotar de ‘El infinito en un junco’, será muy bonito ver cómo se alumbran esos nuevos libros.

Sí. Para mí una persona que traduce es escritora. Así, literalmente. Solo puedes ser un buen traductor si eres escritor. Y es un ejercicio muy interesante que fortalece a la lengua de partida y a la de llegada, y oxigena gracias a traer ideas nuevas, miradas nuevas, de otras latitudes. Decididamente el mundo habría sido más estrecho, más pequeño, más ignorante si no fuera por la traducción. Y a mí me da pena que el oficio no se valora lo suficiente. Los nombres deberían estar en la cubierta, porque son coautores de los libros que leemos. Y debería ser un trabajo bien pagado y reconocido.

¿Cómo ha sido la experiencia con Fernando Rey para alumbrar junto con Pamiela la edición en euskera?

Hemos estado muy cerca uno del otro. Fernando es ya un amigo, a quien aprecio y admiro, y ha hecho ese esfuerzo de la traducción sobre todo por razondes idealistas, porque ama el euskera y quiere que los libros existan también en euskera. Hay que reivindicar la riqueza de las lenguas. Quien ama una debería entender el amor a todas las demás.

24/02/2023