Argentina y Francia no fallaron ante selecciones de inferior caché, como son Croacia y Marruecos, que por añadidura competían menos presionadas, con obligaciones más leves. Por descontado que todas aspiraban a la victoria en las semifinales, pero esta sonrío a aquellas que en la actualidad están en posesión de mejores argumentos futbolísticos. Así de simple. Quizá lo curioso de estos cruces fuese que el encuentro de pronóstico más incierto no tuvo emoción alguna, Argentina le negó la más mínima opción a Croacia, mientras que el vigente campeón mundial tuvo que exprimirse para consumar la eliminación del combinado que acaparaba todos los boletos para salir derrotado.
Así son las cosas del fútbol, pero dejando a un lado la nota de color aportada por los magrebíes, resulta innegable que Francia y Argentina cumplieron con su cometido a partir de la solidez que han alcanzado de la mano de sus técnicos. Didier Deschamps y Lionel Scaloni tienen a gala haber construido proyectos dotados de un nivel de fiabilidad muy elevado. Existen pocos denominadores comunes en el itinerario profesional en un banquillo del uno y el otro, ni siquiera es posible establecer paralelismos en su desempeño como seleccionadores. Sin embargo, el destino les reúne, les coloca frente a frente en la cita cumbre del fútbol. Este domingo ponen a prueba sus capacidades: el conocimiento de los recursos propios y ajenos, el temple para dirigir a los jugadores, transmitir los mensajes correctos, ordenar el grupo e introducir las modificaciones pertinentes sobre la marcha.
Deschamps y Scaloni pueden alardear de sus dilatadas carreras como futbolistas de elite. Se calzaron las botas durante más de tres lustros, aunque el primero se movió en un nivel superior y coleccionó innumerables títulos defendiendo los escudos de Olympique de Marsella, Juventus y Chelsea. El argentino se tuvo que conformar con catar la gloria en el Deportivo de A Coruña, donde enlazó ocho campañas. Tampoco son comparables sus hojas de servicio como internacionales: 103 partidos, que incluyen la conquista del Mundial 1998 y la Eurocopa 2000, por siete actuaciones y una única aparición en el Mundial 2006.
Este desfase se reproduce en la etapa de entrenador. Deschamps cuenta con la ventaja que otorga la veteranía, reflejada en una extensa serie de experiencias acumuladas a nivel de clubes y de selección, bastantes de ellas coronadas con éxito. Lleva las riendas de Francia desde 2012, posee un subcampeonato continental (2016) y ganó la anterior edición de la Copa del Mundo. Más conciso es el palmarés de un Scaloni que tomó las riendas de su país en 2019 y debe a la Copa América que ese mismo año arrebató a Brasil su presencia en Catar. Conciso y jugoso, pues.
Para valorar la gestión de Deschamps, cabe comentar que lógicamente en doce años de ejercicio ha acometido sucesivas renovaciones en Francia, dirigiendo a varias docenas de jugadores a quienes ha aleccionado con su particular librillo, no siempre estimado. Tampoco a día de hoy goza de la simpatía generalizada, ni de la prensa ni de los seguidores, dada su acusada inclinación al pragmatismo. Se le tacha de priorizar el orden, de ser refractario a asumir riesgos pese a disponer de piezas diferenciales: ahora, Mbappé, Dembélé, Griezmann o Giroud; antes Fekir, Pogba, Payet o Benzema. No le hace ascos al repliegue, se siente a gusto contemporizando el juego y confía a fondo en la exuberancia física de sus hombres, que le asegura tanto la protección de Lloris como las salidas a la contra, transiciones rápidas.
La corriente de opinión que ve en Deschamps un conservador de manual que con sus decisiones resta brillo a una selección formidable, lo que se conoce como un resultadista, aguarda inquieta en vísperas de la gran batalla, quiere confiar en que quienes saltan al verde compensen con ingenio la racanería del jefe.
En este sentido y por contraste, puede afirmarse que Scaloni goza de una excelente reputación. Aparece como el responsable de armar un conjunto que respeta escrupulosamente el espíritu del jugador argentino y, sobre todo, es señalado como el artífice de la transformación de Messi, a quien ha conducido a la antesala del altar que en el corazón del pueblo ocupa Diego Armando Maradona. Ambos aspectos son las caras de la misma moneda. Argentina juega para Messi, lo que es posible porque funciona como bloque, y su estrella se beneficia, lo agradece y se explaya. El reciente triunfo sobre Croacia vale como botón de muestra.