Entre la crucifixión de Ancares y el calvario del Cuitu Negru, que anuncia penitencia, relinchó la Vuelta con el espíritu efervescente del comienzo de las vacaciones. Ese no lugar repleto de expectativas que vertebran un cosmos de verbenas, de atardeceres que se miran a través del móvil o con los ojos amusgados, de fuegos artificiales que recuerdan la fugacidad estruendosa y colorida de la vida, de bailes que no necesitan música aunque los altavoces escupan miles de canciones, de risas edulcoradas con cerveza, de pieles morenas que compiten en pantones, de sonrisas satisfechas y de romances que se escabullen hacia el otoño.
Esa lluvia de sensaciones revestía con el papel pintado de las ilusiones 200 kilómetros de paisaje. En esos días en lo que todo puede suceder, Kaden Groves, un esprinter puro, una agonía en la montaña, un tipo que se pelea con Newton y la ley de la gravedad, que odia la manzana que cayó del árbol, se impuso en una etapa de media montaña. Una rareza absoluta.
El despegue hacia la conquista partió de una idea de Van Aert. El belga soñó con la victoria, pero la agarró el australiano, más fuerte en el vis a vis de un esprint sin más invitados.
Dos forzudos que se retaron en paralelo –Van Aert tuvo que rectificar un poco su trayectoria y en ese medio metro estaba el triunfo– hasta el estallido de Groves, dichoso tras su segunda victoria, inopinada, en lo que va de carrera. A Van Aert le quedó el regusto amargo de una derrota que laceró el trabajo de todo su equipo.
La apuesta del Visma era nítida, buscaron aupar al belga tirando abajo la escapada, acelerando el ritmo y aplanando la carretera. Van Aert dirigía la orquesta, que equivocó la última nota, en la que se coló el trallazo de Groves. Van Aert tenía los derechos de autro, pero facturó Groves.
Valiente propuesta
Visma ideó un plan valiente. Bien pudo remitirse al dolce far niente y observar otra fuga con remate, pero apostó por Van Aert. Ese modo de pensar, ambicioso, le honra, pero no siempre el que más se empeña en la tarea triunfa. El mundo, caprichoso, no funciona así. Es un misterio insondable, un mecanismo que nadie conoce.
Probablemente ese es el mayor estimulante, seguir buceando en la curiosidad, el aliciente que alimenta al ser humano a lanzarse preguntas que tal vez no tengan respuesta, pero que con su solo planteamiento provocan estallidos de evolución.
En esa búsqueda de la verdades, conviene saber que la meritocracia no asegura nada. Es una consigna capitalista más. Como la de querer es poder. Mejor estar en el momento oportuno y en el lugar exacto cuando hay premio. Eso alumbró la victoria de Groves, camuflado en la foresta hasta que mostró su aspecto de culturista reflejado en el espejo del triunfo. A Van Aert se le rompió el encanto.
Entre la fatiga de un día y el cansancio que pespunta, la etapa era una oda al goce de andar en bici, de jugar a las carreras, de fugarse unos y perseguir otros después de tantos días que la escapada era una burbuja aislada, un pequeño mundo ajeno al resto del planeta, donde el continente de los patricios disputaba su propio reino, desconectado. Hacia Villablino se alistó la urgencia de Narváez, Tejada, Frigo, Campenaerts, Meurisse y Del Toro.
Fuga bajo control
Se aliaron apresuradamente en una travesía veloz para comerle kilómetros a la etapa más larga de la Vuelta. La subida a Leitariegos, más de 22 kilómetros sin bronca, de desniveles amables, un falso llano prolongado, era el Cabo de Hornos. Se ahogaron Campenaerts, Meurisse y Del Toro, estrujados por el toque de corneta del Visma. En la deriva quedaron Tejada y Frigo. Narváez fue el último en plegarse al destino.
Las abejas del Visma querían mostrar el aguijón de Van Aert, el gigante verde de la Vuelta que también es el rey de las cumbres. Como no puede vestir los dos maillots, el de la montaña lo luce Soler.
Empleados en la cacería la muchachada del belga, la guardia pretoriana de Ben O’Connor pudo descansar, acodados en la comodidad. Los nobles deshojaron las afrentas y dejaron los guantes retadores en la mesilla de noche a la espera de sus pleitos.
Condicionados por lo que fue en Ancares y lo que se intuye en Cuitu Negru, la propuesta de Van Aert para lanzar el esprint desde decenas de kilómetros de distancia les pareció una genialidad. También al Alpecin de Groves. Ese plan decapaba a los nobles de cualquier responsabilidad y les serenaba hasta la discusión de otro amanecer. Era un día de celebración. Una libranza que se respiraba como un día de vacaciones.
Susto para Roglic
Mikel Landa, que es un festejo en sí mismo, descuidado, sabio y juguetón chasqueó un poco los dedos en la bisagra del puerto. El sonido avivó a Van Aert, que recolectó la cima para su colección de puntos. Medallas de general en la pechera.
Nadie las luce como Primoz Roglic que tuvo que apresurarse en el descenso después de sufrir una avería mecánica. El esloveno cambió de montura con Daniel Martínez y encauzó el susto antes de que la bajada echara el cierre.
Nunca se sabe qué depara el azar, que tan bien maneja el caos. Roglic selló el suceso con un suspiro de alivio y se adentró en la liturgia que provocan los esprints. El Alpecin, que no gastó ni un gramo, agazapado tras el desbroce del Visma, brotó para respaldar la candidatura de Groves, imponente su esprint frente a Van Aert, al que derrotó en una llegada picuda. Miel para el australiano. Hiel para el belga. Groves atormenta a Van Aert.