Este 2022 ha venido repleto de información internacional, pero pasará a la historia como el año de la invasión rusa de Ucrania. Aunque no sabemos cómo ni cuándo terminará esta guerra, sí parece cierto que de momento el rechazo generalizado, inequívoco y activo que ha provocado la agresión ha significado no solo un freno a las aspiraciones rusas de una anexión rápida y de costos limitados, sino cierto cambio de tono en las relaciones internacionales.
La alianza ruso-china comenzó el año desafiando el orden internacional creado tras la Segunda Guerra Mundial. Buscaban aumentar la influencia de los totalitarismos y rebajar el peso de la democracia y los derechos humanos en la agenda internacional. Ahora esta alianza ha ralentizado sus tiempos y reequilibrado sus pesos relativos a favor de China, con una Rusia obligada a malbaratar sus activos económicos y políticos.
El día de Navidad la ciudad liberada de Jersón sufrió un nuevo ataque de proyectiles rusos contra la población civil matando a once personas e hiriendo a 70. Es el estilo ruso de hacer esta guerra: si no consigue militarmente sus objetivos, castiga a la población civil hasta que se rinda.
Putin afirma estar dispuesto a negociar sobre la base del reconocimiento de los territorios anexionados a la fuerza. Ucrania, por su parte, afirma que la negociación deberá basarse en la retirada de las tropas ocupantes y el reconocimiento de las responsabilidades. Hay quien juzga que ambas partes muestran así sus posiciones más extremas y de máximos. Como si lo que uno y otro demandaran fuera comparable. No lo es. Putin exige la consolidación de un crimen. Ucrania pide poner fin a ese crimen. Entre lo uno y lo otro no cabe una postura neutral ni una negociación que busque un término medio entre el crimen y la justicia. Putin no está dispuesto a negociar otra cosa que la rendición y las formas de la entrega del botín. La comunidad internacional no puede aceptar esas condiciones sin destruir por el camino el sistema global basado en el derecho internacional.
Si creemos en la democracia y en el estado de derecho, este año han sucedido algunas cosas buenas que quizá a efectos de endulzar un poco las sensaciones, sería bueno recordar. Daniel Innerarity decía con acierto en un tuit de fin de año que “2022 ha sido un mal año para los autócratas: la agresión de Putin rechazada por quienes consideraba débiles, el despotismo sanitario de Xi se ha mostrado incompetente, los déspotas de Irán han sido desafiados por la juventud, los candidatos de Trump perdieron las elecciones…”. Nosotros podríamos añadir que en Brasil Bolsonaro perdió las elecciones. Con las malas formas y el mal perder que caracterizan a ese tipo de personajes, ha decidido no estar presente en la toma de posesión de Lula da Silva para no verse obligado a pasarle formalmente los poderes como se espera de cualquier demócrata y como en su día hicieron con él, cuando Temer le invistió con la banda presidencial. A veces las formas definen el fondo.
Entre las buenas noticias también podemos añadir que cinco países han eliminado la pena de muerte este año: Malasia, Zambia, la República Centroafricana, Papúa Nueva Guinea y Guinea Ecuatorial.
El secretario general de la ONU, António Guterres, recuerda en su mensaje de Nochevieja que “en 2023 necesitamos paz en la convivencia, dialogando para poner fin a los conflictos. Paz con la naturaleza y con nuestro clima, para construir un mundo más sostenible. Paz en nuestros hogares, para que mujeres y niñas puedan vivir con dignidad y seguridad. Paz en las calles y en nuestras comunidades, con plena protección de los derechos humanos. Paz en nuestros lugares de culto, con respeto a las creencias de los demás. Y paz en la red, poniendo fin a los abusos y a los discursos del odio. En 2023, hagamos que la paz sea piedra de toque de nuestras palabras y acciones, que sea un año en el que la paz vuelva a nuestras vidas, nuestros hogares y nuestro mundo”. l